segunda-feira, 18 de maio de 2009

La guerra, el terrorismo y la semántica

Es bien conocido el prurito de neutralidad del que alardean los medios de comunicación norteamericanos. En su afán de ofrecer la noticia sin coloraturas ideológicas o políticas evitan cuidadosamente la utilización de determinados adjetivos calificativos. Entre ellos el más conocido es el de «terrorista» y sus variantes. Tan lejos llega la obsesión para evitar el término que al informar el «New York Times» sobre los atentados del 11 de Septiembre de 2001 provocó una sonora protesta entre muchos de sus lectores porque, siguiendo la regla, los autores de la matanza fueron descritos con circunloquios varios y nunca con la denominación de «terroristas».

Han transcurridos los años pero no han cambiado las normas. Tampoco la sensibilidad de los lectores. Hace todavía pocas semanas, con ocasión del ataque terrorista en Mumbai a finales de 2008, el defensor de los lectores del «New York Times» se hacía eco de las numerosas cartas de protesta recibidas con motivo de la cobertura informativa del ataque terrorista. El diario los describió como «militantes», «hombres armados», «atacantes» y «asaltantes», nunca como «terroristas». El defensor del lector narraba con sutileza los complejos y agónicos estados de ánimo por los que atraviesan los redactores del periódico antes de emplear la controvertida alocución y llega a citar a uno de ellos que, en un arrebato de dolorida sinceridad confirmaba, como si le arrancaran una confesión, que «disparar indiscriminadamente contra civiles sí parece constituir un acto de terror». Y la editora internacional del diario resumía el dilema de sus colegas al decir que «nuestro instinto es proceder cautelosamente, sin apresurarnos a etiquetar a cualquier grupo con el término de terrorista antes de llegar a tener un conocimiento más profundo de sus verdaderos alcances».

En el caso de ETA esa profundización teológica todavía no se ha producido, a pesar de los años y de las víctimas. El respetado diario neoyorquino, al que sus admiradores y adversarios denominan con cariño y envidia la «dama en gris», quizás por la consistencia plúmbea de sus coberturas informativas, publicaba el pasado 11 de abril la noticia de la detención de un tal Sirvent Auzmendi, a lo que parece responsable destacado de la banda terrorista ETA, con un titular significativo: «Detenido un vasco». El texto de la noticia explicaba que Sirvent es sospechoso de pertenecer al «grupo separatista vasco ETA», al que, recordaba, «se le imputan 825 muertes en su lucha de cuarenta años a favor de una patria independiente vasca». No hace falta presumir de la sensibilidad antiterrorista que los españoles hemos acumulado con dolor a través de las cuatro décadas para mostrar al menos algún punto de perplejidad ante el ejercicio informativo. ¿Ha sido detenido el vasco por el mero hecho de serlo? ¿Son los 825 muertos suficientes para calificar a los asesinos de terroristas? ¿Merece la lucha por la independencia vasca un tratamiento casi heroico?

Desde innumerables instancias públicas y privadas españolas, incluyendo los propios medios de comunicación, buenos conocedores del paño y conscientes del reto, han sido continuas las críticas, reconvenciones, ruegos y demandas ante el tratamiento que los medios americanos -con una conspicua excepción: el «Wall Street Journal»- vienen otorgando al tema del terrorismo en general y al de la banda ETA en particular. La experiencia obtenida y los años pasados aconsejan al respecto un abierto pesimismo. No es para mañana el momento en que el NYT decida calificar de terrorista a la banda ETA o de terroristas a sus integrantes. Ya les costó mucho utilizar la palabreja para con los responsables del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y el 11 de marzo de 2004 en Madrid.

Pero si la orgullosa alma de nardo de los redactores de «New York Times», y del «Washington Post», y de los «Angeles Times» impedía que las cosas fueran calificadas con el nombre con el que la mayoría sufriente las conocía, sin embargo no llegaba a coartar la solidaridad nacional e internacional en contra del terrorismo, cada vez más dotada de precisión. Tampoco la polémica en torno a la definición del terrorismo ha reducido la proliferación de documentos políticos y jurídicos en su contra, remitidos todos a una sensata constatación: el terrorista lo es cuando comete los actos condenados por los instrumentos legales internacionales. De los cuales existen en la actualidad más de dos docenas.

Pareciera, sin embargo, que determinados sectores de la nueva Administración americana quisieran explorar las avenidas semánticas de la «dama gris» y otorgar nuevas denominaciones a realidades bien conocidas. Cualificados portavoces demócratas han comenzado el ejercicio sustituyendo la expresión «guerra contra el terror» por la de «operaciones de contingencia en el extranjero» y la palabra «terrorismo» por la de «desastres debidos a mano humana».

Son comprensibles las objeciones a la utilización de la palabra «guerra», con sus implicaciones militares y jurídicas, y el deseo de evitar expresiones grandilocuentes, pero subsumir al terrorismo bajo el eufemismo del desastre debido a mano humana induce a un indudable desconcierto. ¿Es lo mismo gestionar mal las necesidades creadas por una catástrofe natural, como ocurrió en el caso del huracán «Katrina», que estrellar aviones de pasajeros contra las Torres Gemelas? Y si de lo que es trata es de enterrar la expresión «terrorismo» y sustituirla por una sorprendente invención, ¿que haremos con todas las obligaciones, garantías y compromisos bilaterales y multilaterales contraídos en nombre de la lucha en contra del terrorismo? ¿Va a establecer el Departamento de Estado de los Estados Unidos una lista de los responsables de los «desastres debidos a mano humana» que sustituya a la actualmente existente de personas y grupos que practican el terrorismo?

Hechos recientes -la forma contundente de acabar con el secuestro del marino mercante americano retenido por piratas somalíes- apuntan a un cambio semántico, más que a una alteración sustancial de las políticas. Pero todos saldríamos ganando si el juego de las palabras no se convirtiera en una ceremonia de la confusión. Sobre todo cuando de lo que se trata es de luchar contra el terrorismo.

Javier Rupérez, Embajador de España

www.abc.es

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