A Albert Camus, cuyo patriotismo no fue más allá de una manera de amar a Francia que consistía en no quererla injusta, y en decírselo, le ha ocurrido con Sarkozy lo que a Borges con los Kirchner. Ambos han compartido recientemente el destino de los pensadores que la posteridad recupera para el chauvinismo y el orgullo popular. Si, a comienzos del pasado 2009, Borges sufría el propósito del gobierno argentino de repatriar sus restos mortales del cementerio de Plainpalais, en Ginebra, donde reposan, y llevarlos a Buenos Aires para enterrarlos en La Recoleta, a finales del mismo año le tocaba el turno a Camus, a quien el presidente de la República francesa ha querido entronizar como gloria nacional trasladando su sepultura al Panteón de París, donde descansan Voltaire o Zola. Ambas operaciones, frustradas por la viuda del primero y los hijos del segundo, nos recuerdan que nunca cesa la farsa elogiosa de que suelen ser víctimas, después de muertos, los grandes escritores de la literatura universal, convertidos en motivos de exaltación por gobiernos que, a menudo, encarnan, precisamente, todo lo que su obra y su vida rechazan y escarnecen.
Hoy, cuando apenas han pasado unos días del cincuentenario de su muerte, Albert Camus es la cara amable de una época siniestra, la conciencia desgarrada del período de escritura antifascista y la literatura del compromiso de la que fue un símbolo, el equivalente para la Resistencia de lo que había sido Malraux para los militantes de los años treinta. Hoy, cuando el tiempo le ha dado la razón en casi todo, es difícil imaginar que el escritor francés de origen argelino nunca fue el pensador sagrado y unánimemente celebrado que Sarkozy ha querido elevar a los altares de La Marsellesa. La resonancia que ahora tienen el nombre y los libros de Camus no debe hacernos pensar que la tarea emprendida por él, recién acabada la Segunda Guerra Mundial, fue una actividad fácil. El gran narrador,ensayista y autor dramático -por este orden, pienso- se arriesgó a mirar a la Historia , cara a cara, a encender la luz y a desmantelar la penumbra expandida por las coartadas ideológicas de su época.
La Segunda Gran Guerra no produjo, como la Primera, unos Estados totalitarios. Por el contrario, los encontró en su cuna, pero al destruir uno reforzó al otro: al liquidar a Hitler y Mussolini, la Segunda Guerra Mundial llevó al pináculo a Stalin. En 1945, la Unión Soviética era una de las potencias vencedoras del conflicto, y cualquier duda que el sistema estalinista pudiera despertar parecía irrelevante comparada con el heroísmo del ejército rojo o con los veinte millones de muertos que la invasión alemana le había costado al país.
El hecho de que la patria del comunismo hubiera pagado el precio más alto por esta victoria, en alianza con Inglaterra y los Estados Unidos, naciones madres de las libertades, hizo olvidar los procesos de Moscú, los campos de concentración o los brindis de Molotov y Hitler en 1940. Los sofistas y los simples pudieron incluso iluminar retrospectivamente esos episodios tenebrosos con la luz del triunfo final. Como Simone de Beauvoir que, comentando el anticomunismo de Koestler en febrero de 1948, escribía: «Se arrepiente de haber dejado de ser comunista, porque ahora van a ganar y quiere estar en el lado de los vencedores.»
Por aquellas fechas, en Europa occidental, el comunismo ya no tenía enemigos declarados. Estos se ocultaban, o callaban, ya que la jerga «antifascista» había invadido todo el escenario político, instaurando sus mentiras, sus eufemismos y sus omisiones. En Francia, el partido comunista, legitimado por su participación en la Resistencia, dictaba la línea política de la izquierda y llevaba la iniciativa en el campo cultural, y su hegemonía era tan poderosa, tan indiscutida, que cualquier disidencia estaba condenada a la invisibilidad. O peor, aún, a la etiqueta de complicidad con el creador de la serpiente nazi, el enemigo capitalista. Nadie podía ser buen demócrata y verdadero antifascista si miraba con hostilidad a la Unión Soviética.
No hay un testigo más fidedigno de este estado provisional de embrutecimiento de la opinión pública en Francia que Albert Camus, quien pagó muy cara su heterodoxia. Porque el autor de El hombre rebelde se atrevió a romper la malla de la propaganda y de la complacencia, y denunció ese atentado gigantesco, impune y, por ominoso que parezca, cantado y aplaudido, que se llamó Unión Soviética.
Libertario irrecuperable, que aprendió la libertad en la miseria de su infancia argelina y en la resistencia francesa contra la ocupación nazi,Camus batalló para buscar una justicia social concreta, no un paraíso abstracto. Como Orwell, desconfiaba de las ideologías totales, porque tienden a disolver a los seres humanos reales y concretos -los únicos que existen- en bloques sólidos, en categorías absolutas o en meros esclavos del ideal. «Sólo siento aversión», dijo después de publicar El hombre rebelde, «hacia esos servidores de la justicia que piensan que únicamente podemos prestarle un buen servicio a la historia entregando varias generaciones a la injusticia.»
A diferencia de otros intelectuales de su tiempo que acabaron devorados por la política, convertidos en un sello de aprobación en manos marxistas, Camus supo decir no al espíritu de una época marcada a fuego por el miedo: la época del colonialismo, del totalitarismo, del terrorismo. Y así, gracias a la probidad de su carácter y a la independencia de su pensamiento, acabó por parecerse a los grandes escritores franceses del siglo XIX, un intelectual de la familia de Víctor Hugo o Zola, más ejemplar que doctrinario, más testigo que juez, más contagioso que persuasivo, un pensador autónomo, inclasificable y siempre ajeno a la servil elasticidad con el bando propio de gran parte de sus contemporáneos.
De ahí su pelea con Sartre, quien, en una ocasión, le dijo a Camus que, al igual que él, consideraba que los campos de concentración eran intolerables, pero que igualmente intolerable era el uso que de ellos hacía cada día la prensa burguesa. De ahí su crítica a los compañeros de viaje de la Unión Soviética, que aplicaban su inteligencia a justificar los crímenes de Stalin en nombre de una justicia futura. «Las ideas equivocadas siempre acaban en un baño de sangre», escribió ante la despreocupada propensión del intelectual marxista a fomentar la violencia a una distancia segura de sí mismo, «pero en todos los casos es la sangre de los demás. Por esta razón algunos de nuestros pensadores se sienten libres para decir cualquier cosa.»
Durante el famoso debate que acabó con aquella famosa amistad, Sartre advirtió cruelmente que Camus llevaba consigo un «pedestal portátil». Después llegó el honor del premio Nobel. Y poco antes de su muerte, un crítico predijo a Camus un destino idéntico al del político ateniense Arístides: que nos cansaríamos de oírle llamar «el Justo». El tiempo no les ha dado la razón. Y la voz que empezó a hablar con apasionada inteligencia en medio de una Europa destruida por la Segunda Guerra Mundial no se ha callado con la muerte, sigue actuando sobre nosotros como rememoración y advertencia de que la verdadera desesperación no nace frente a una terca adversidad, ni en el agotamiento de una lucha desigual: «proviene de que ya no conocemos las razones para luchar ni si, cabalmente, es preciso luchar.»
Um comentário:
Gran artículo, con un más que profundo nivel de detalle y análisis.
Saludos
Postar um comentário