En 1775, hartos de pagar unos impuestos injustificados, las colonias inglesas de América del Norte procedieron a convocar un Congreso continental. Tal y como se desarrollaba la situación, la única salida era proclamar la independencia. De manera bien significativa, antes de dar ese paso, los asistentes decidieron convocar un día destinado a «orar por la formación de una nueva nación», de esa manera seguían la estela de los puritanos que un siglo antes habían llegado a bordo del Mayflower.
La aplastante mayoría de los Padres fundadores eran puritanos –sólo uno era católico y los deístas como Jefferson resultaban excepcionales– y, precisamente por ello, la convocatoria se hizo extensiva a los miembros de cualquier confesión religiosa. De los americanos se esperaba que, según su religión personal, suplicaran la ayuda de Dios.
Así, antes de la Declaración de independencia –que Jefferson calcó de la puritana Declaración de Mecklenburg– quedaron consagrados algunos de los principios esenciales que permiten entender el desarrollo histórico de los Estados Unidos: la separación entre Iglesia y Estado negando la posibilidad de que una confesión pueda tener carácter oficial o estatal; la libertad de religión para todos sin excepción alguna y, finalmente, la fe en que Dios interviene en la Historia y el ser humano puede dirigirse confiado a Él.
Con posterioridad, Washington, Adams, Lincoln o Reagan acentuarían aún más si cabía aquella disposición a poner en manos de Dios el destino de la nación convocando días de oración especiales. Continuaban la senda abierta por los puritanos a los católicos, a los judíos y a cualquiera que profesara creencias trascendentes.
Ahora, Obama ha cursado a ZP una invitación para asistir a inicios de febrero a un día de oración nacional e inmediatamente se han disparado las chacotas señalando que lo que no quiso hacer ZP con el hombre blanco (el Papa) lo va a hacer con el negro o que ZP no se quiso poner de pie ante la bandera americana y ahora Obama lo va a poner de rodillas. Desde luego, todo es más serio que esos comentarios de café.
El papel de la religión en el desarrollo de la Historia ha sido –y sigue siendo– muy desigual. En algunos casos, esa influencia se ha traducido en la consagración de modelos de explotación e injusticia, en represión y fanatismo; en otros, ha tenido, como consecuencia directa, la creación de modelos políticos liberales y democráticos.
Ése fue el caso de los puritanos protagonistas de las revoluciones anglosajonas del s. XVII que consagraron el modelo parlamentario inglés o que, a finales del s. XVIII, dieron lugar a la constitución de los Estados Unidos con su peculiar sistema de separación de poderes.
Ese modelo puritano ha inspirado esencialmente la Historia de Estados Unidos permitiendo libertad para todos, pluralidad de creencias y fe en la Providencia a la vez que excluía tanto las inquisiciones como las visiones sectarias de carácter laicista al estilo de ZP.
Sólo Dios sabe qué efecto ejercerá en el alma del presidente asistir a una reunión de oración, pero sería deseable que en ella aprendiera a respetar las creencias religiosas de los demás sin pretender intervenir en ellas, a mantener la deseable separación entre Iglesia y Estado, e incluso a comprender que la Providencia actúa en la Historia, quizá de manera no siempre fácil de entender, pero, desde luego, positiva.
La aplastante mayoría de los Padres fundadores eran puritanos –sólo uno era católico y los deístas como Jefferson resultaban excepcionales– y, precisamente por ello, la convocatoria se hizo extensiva a los miembros de cualquier confesión religiosa. De los americanos se esperaba que, según su religión personal, suplicaran la ayuda de Dios.
Así, antes de la Declaración de independencia –que Jefferson calcó de la puritana Declaración de Mecklenburg– quedaron consagrados algunos de los principios esenciales que permiten entender el desarrollo histórico de los Estados Unidos: la separación entre Iglesia y Estado negando la posibilidad de que una confesión pueda tener carácter oficial o estatal; la libertad de religión para todos sin excepción alguna y, finalmente, la fe en que Dios interviene en la Historia y el ser humano puede dirigirse confiado a Él.
Con posterioridad, Washington, Adams, Lincoln o Reagan acentuarían aún más si cabía aquella disposición a poner en manos de Dios el destino de la nación convocando días de oración especiales. Continuaban la senda abierta por los puritanos a los católicos, a los judíos y a cualquiera que profesara creencias trascendentes.
Ahora, Obama ha cursado a ZP una invitación para asistir a inicios de febrero a un día de oración nacional e inmediatamente se han disparado las chacotas señalando que lo que no quiso hacer ZP con el hombre blanco (el Papa) lo va a hacer con el negro o que ZP no se quiso poner de pie ante la bandera americana y ahora Obama lo va a poner de rodillas. Desde luego, todo es más serio que esos comentarios de café.
El papel de la religión en el desarrollo de la Historia ha sido –y sigue siendo– muy desigual. En algunos casos, esa influencia se ha traducido en la consagración de modelos de explotación e injusticia, en represión y fanatismo; en otros, ha tenido, como consecuencia directa, la creación de modelos políticos liberales y democráticos.
Ése fue el caso de los puritanos protagonistas de las revoluciones anglosajonas del s. XVII que consagraron el modelo parlamentario inglés o que, a finales del s. XVIII, dieron lugar a la constitución de los Estados Unidos con su peculiar sistema de separación de poderes.
Ese modelo puritano ha inspirado esencialmente la Historia de Estados Unidos permitiendo libertad para todos, pluralidad de creencias y fe en la Providencia a la vez que excluía tanto las inquisiciones como las visiones sectarias de carácter laicista al estilo de ZP.
Sólo Dios sabe qué efecto ejercerá en el alma del presidente asistir a una reunión de oración, pero sería deseable que en ella aprendiera a respetar las creencias religiosas de los demás sin pretender intervenir en ellas, a mantener la deseable separación entre Iglesia y Estado, e incluso a comprender que la Providencia actúa en la Historia, quizá de manera no siempre fácil de entender, pero, desde luego, positiva.
César Vidal
www.larazon.es
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