Los curas, al comienzo de la misa, repiten aquellas palabras que San Pablo dirigía a los cristianos de Corinto: «Que la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros». Y yo me pregunto qué sentirán los curas guipuzcoanos que emitieron aquel «comunicado» en el que lamentaban el nombramiento de José Ignacio Munilla como obispo de la diócesis de San Sebastián cada vez que pronuncian estas palabras en la misa; porque si la comunión fraterna entre los creyentes es un don específico del Espíritu Santo, la ruptura de esa comunión tiene que ser necesariamente pecado contra el Donante, y sospecho que no de los de más fácil remisión. Pero probablemente los curas que firmaron aquel comunicado no tuvieron siquiera conciencia de estar rompiendo la comunión de la Iglesia; y seguirán repitiendo esas palabras, al comienzo de cada misa, como quien repite una fórmula maquinal, olvidados de aquella exhortación que también dirige San Pablo a los corintios: «Os ruego, hermanos, que todos habléis igualmente y no haya entre vosotros cisma, sino que seáis concordes en el mismo pensar y en el mismo sentir. He sabido que hay entre vosotros discordias, y que cada uno de vosotros dice: Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas, yo de Cristo. ¿Acaso está dividido Cristo?».
A este ser «concordes en el mismo pensar y en el mismo sentir» se la llama comunión eclesial; y ser concordes significa -en su sentido etimológico más hondo- latir al unísono. Claro que, para latir al unísono, hace falta que los corazones estén movidos por el mismo motor; y el motor de los curas se supone que es Cristo. El problema empieza cuando se pretende que ese motor, que se alimenta con el combustible de la fe, funcione con combustibles adulterados. Entonces empiezan los desacordes, las extrasístoles, las taquicardias, hasta que los corazones finalmente se infartan y renuncian a bombear sangre. El combustible adulterado que ha infartado los corazones de la Iglesia vasca es la ideología nacionalista; y, como ocurre siempre con todas las ideologías, acaba degenerando en idolatría, esto es, en sucedáneo o falsificación de la religión, pese a rodearse de una farisaica parafernalia religiosa. El nacionalismo vasco creó un sucedáneo de Dios al que sus adeptos debían adoración, que era Euskalherría; y sustituyó la promesa del Paraíso de la religión por la promesa de un paraíso terrenal que era la independencia. Así, la idolatría nacionalista fue, poco a poco, usurpando el lugar que la fe ocupaba en el pueblo vasco, que durante siglos fue el pueblo más católico del mundo. Y, a medida que los vascos fueron más nacionalistas, fueron menos católicos, según el principio biológico infalible que reza: «A medida que disminuye lo vivo, aumenta lo automático»; pues lo artificioso siempre agosta lo que en el hombre hay de vocación natural, colonizando con su gangrena todos los ámbitos de la vida, aun aquellos que son patrimonio del alma.
El obispo Munilla, que ha iniciado su nueva misión entre el calor de los fieles, ha querido compararse, en un rasgo de humildad, con el asno que Jesús montaba en su entrada triunfal en Jerusalén, el Domingo de Ramos. «¿Os imagináis qué ridículo hubiese hecho aquel asno de creer que las aclamaciones estaban dirigidas a él, en vez de a quien llevaba en sus lomos?», se ha preguntado. Pero el obispo Munilla sabe que tras el Domingo de Ramos viene la Pasión; y sabe también que en breve su papel no será el del asno que lleva en sus lomos a Cristo, sino el de Simón de Cirene, que lo ayuda a cargar con la cruz en su ascenso al Gólgota. Pero yo veo a este obispo Munilla con combustible suficiente para coronar el ascenso; porque tiene la confianza puesta en el único motor que nunca falla, y late al unísono con él.
Juan Manuel de Prada
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