Al Qaida es un problema secundario para los musulmanes. En el Magreb a los islamistas les dan para el pelo, pero como a cualquier fuerza de la oposición que represente una amenaza al poder establecido. Por el mismo motivo, el fundamentalismo asusta en Egipto, no porque su sociedad consuma discursos incendiarios y vídeos terroristas como si fueran películas de capa y espada. En el Sahel, Al Qaida no es más que una plaga más, muy por detrás del hambre, la sequía, la enfermedad y las guerras civiles.
Para el Ejército y fuerzas vivas de Pakistán Al Qaida no es una amenaza, sino una carta más en el juego letal que mantienen desde hace décadas en torno a Cachemira y frente a India, Irán, Afganistán y Rusia por el poder y la hegemonía en Asia. Los atentados salvajes que a menudo sufren en su propio país no son más que una incidencia más en una guerra en la que no se sabe muy bien si los fanáticos islamistas son amigos o enemigos. Pueden ser protegidos si actúan en la India o ignorados si lo hacen en Afganistán. A veces se vuelven en su contra y plantan un camión-bomba en una mezquita paquistaní. Pero son azares del Gran Juego, que es lo que de verdad interesa a quienes tienen mando en plaza.
En Arabia Saudí, Al Qaida es el hijo díscolo, que no se deja aconsejar, pero hijo querido al fin y al cabo. En Yemen, la obsesión son los secesionistas del sur y los chiíes del norte. Al Qaida interesa en función de cómo juegue a favor o en contra de unos u otros.
El fanatismo integrista no es una prioridad para los países musulmanes, que siguen considerándose un mundo aparte y pensando que, después de todo, la manía de los terroristas siguen siendo las líneas aéreas occidentales y no las suyas. El veneno ideológico que está inyectando a su sociedad pasa desapercibido. Y mientras a Al Qaida no la combatan los propios musulmanes será imposible acabar con su franquicia.
Alberto Sotillo
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