Al llegar la transición, el PSOE era un partido marxista, lo que quiere decir totalitario. Por marxista era también un partido radical y hasta visceralmente antifranquista, pero, al revés que el PCE, no llevó a cabo ninguna lucha práctica contra la dictadura, una vez perdida la guerra civil, aunque, precisamente, el PSOE había sido el elemento más directa y abiertamente responsable de dicha guerra. A lo largo de esta se había visto desplazado por el PCE como partido hegemónico del Frente Popular, lo cual provocó una profunda división en su seno, sufriendo su fracción perdedora, la de Largo Caballero, una auténtica persecución de sus compañeros favorables a Negrín y al PCE. Negrín, por cierto, personalizó la etapa de mayor corrupción del PSOE -- un partido nunca excesivamente escrupuloso con el dinero público--, cuando la compra de armas en el extranjero dio lugar a grandes negocios con material de ínfima clase, que pagaban a veces los soldados izquierdistas con su sangre en el frente. Hechos suficientemente documentados por el historiador Francisco Olaya y otros.
Terminada la guerra, pues, el PSOE no se planteó siquiera una resistencia organizada en España. Sus líderes exiliados, en especial Prieto y Negrín, estaban por entonces ocupados en sus disputas por la posesión del célebre cargamento llevado a Méjico por el yate Vita, un fabuloso tesoro expoliado al patrimonio artístico e histórico nacional, a particulares, a
La mayoría de las izquierdas republicanas y de los socialistas, así como los anarquistas, tenían pésimo recuerdo de su alianza con el PCE en el Frente Popular, no en vano se habían alzado contra él y contra Negrín en una guerra civil dentro de la guerra civil. Por esa razón, Negrín se vio progresivamente relegado, pese a disponer de otros muchos fondos del mismo origen que los del Vita. Y Prieto, muy anticomunista, ganó pronto la dirección de hecho del partido.
Quedaban en las montañas de Asturias algunos grupos de huidos socialistas, que realizaban ocasionales acciones de guerrilla, pero, al revés que el PCE, la dirección exterior del PSOE no planeó en ningún momento organizar una resistencia armada al franquismo, y en cuanto tuvo ocasión evacuó a la mayor parte de aquellos huidos. La política de Prieto y los suyos consistió esencialmente en mantener la influencia sobre los exiliados, aliarse con Martínez Barrio y maniobrar ante los gobiernos hispanoamericanos y anglosajones con vistas a que los Aliados, al terminar la guerra mundial, expulsasen a Franco y volvieran a instalar en el poder al PSOE y las izquierdas republicanas. En general, Londres se inclinaba más bien por una salida monárquica después de desplazar al franquismo, y Washington por una republicana.
Sin embargo, como sabemos, las enormes esperanzas suscitadas hacia el final de la contienda mundial quedaron en nada. Usa e Inglaterra deseaban hundir a Franco, e hicieron todo lo posible por lograrlo… menos invadir España, como deseaban muchos exiliados. No lo hicieron, como explicaría Churchill, por la simple razón de que tal acción llevaría al país, con toda probabilidad, a una nueva guerra civil, eventualidad profundamente indeseable cuando Francia e Italia pasaban hambre, se encontraban con la economía desarticulada y con partidos comunistas muy potentes. Buscarse una complicación más en España repercutiría de modo desastroso sobre los planes y trabajos de los países anglosajones por estabilizar
Diluidas las esperanzas de volver a España en triunfo aupados en los tanques aliados, los líderes socialistas tantearon todas las posibilidades diplomáticas, incluidos los intentos de acuerdo con los monárquicos. Les favorecían los fuertes vientos antifranquistas que soplaban en Europa y América después de la guerra mundial, y acosaban al régimen sin, no obstante, doblegarlo. Y dentro del país se redujo a casi nada la presencia del PSOE que, junto con su UGT, había sido el partido más numeroso, organizado y potente de la república. Lo mismo ocurría, por lo demás, con los otros partidos de los años treinta, con la excepción muy relativa del comunista. Debe recordarse que la propia terminación de la guerra civil, con las izquierdas enfrentadas a tiros entre sí, había desacreditado a aquellos partidos y líderes, como señala Julián Marías. Había, además, la represión, pero esta golpeaba muy principalmente a los comunistas, vistos por el gobierno como el enemigo peligroso, y solo muy secundariamente a los socialistas, que tampoco daban motivo a ello.
En los años sesenta hubo reorganizaciones socialistas en localidades como Madrid, Bilbao, Asturias y Sevilla, siendo la segunda la que, merced a la acción de Nicolás Redondo y sus compañeros, alcanzó alguna incidencia entre los obreros de los astilleros bilbaínos y otros centros. La militancia madrileña, de clase media y más numerosa, era mucho menos activa. En ambos lugares profesaban un socialismo algo difuso, de sesgo socialdemócrata, mientras que el círculo de Sevilla, también de clase media y en el que destacaban Felipe González y Alfonso Guerra, destacó por su tinte radical, enarbolando un marxismo precario y estridente. Todos ellos constituían en realidad grupúsculos poco combativos, y la dirección del partido permanecía en el exterior, encabezada por Rodolfo Llopis, masón destacado y secretario general desde 1956.
Su corto número no impedía las querellas internas, o el surgimiento de grupos que no aceptaban a los demás, o no acataban la dirección de Llopis: así el de Tierno Galván, que hábilmente se tituló “Partido Socialista del Interior”. Pablo Castellano, uno de los líderes más activos en el grupo madrileño, ha recordado en sus memorias, tituladas significativamente Yo sí me acuerdo, algunas de las insidias de que le hicieron víctima los sevillanos y el grupo de Tierno, tales como propalar en medios partidistas una carta acusándole de confidente de la policía (en el PSOE abundaban los confidentes, pero no hay prueba alguna de que Castellano lo haya sido). O ataques por ir Castellano en la lista de Gil-Robles para unas elecciones al Colegio de Abogados de Madrid, en 1972, hecho que “mereció un artículo en El socialista en que se trataba de demostrar cuál era mi inocultable entrega al servicio de la burguesía, en connivencia con el represor de la asturiana revolución de octubre, y mi dudoso perfil de socialista cuando era capaz de ir en tales compañías. El artículo tenía la letra del Sr. Guerra y la música del Sr. González y el copyright de los que ya andaban preparando la toma de
Tampoco la escasa militancia, en número y actividad, impedía el florecimiento de una notable picaresca electoral: “En el Congreso del PSOE del 68 ya hubo problemas con las delegaciones madrileñas, pues asistieron dos, reclamando ambas la legitimidad de su mandato (…) Repitiose el incidente en el Congreso del
Estas habilidades encauzarían hacia el grupo andaluz fondos considerables del exterior, con los cuales desbancarían en su momento a Llopis. Lo explica Carrillo en sus memorias: “Arrebatarle a Llopis el aparato de las manos había requerido una curiosa triquiñuela. Resulta que
El congreso de Suresnes, de tan extraordinaria relevancia histórica, tuvo bastante, paradójicamente, de festival de la picaresca. Lo precedió otra reunión general en Toulouse, en 1972, ante la cual Guerra había provocado a Llopis con un artículo comparando la necesaria lucha contra el capitalismo con la acción interna para sacudirse “ciertas estructuras” del partido. Llopis, furioso, exigió una rectificación, pero los sevillanos hicieron caso omiso a sus protestas. Entonces Llopis rehusó asistir al congreso y convocó otro. Los del interior siguieron con el suyo, para lo cual tuvieron que descerrajar las puertas del local, pues “Llopis había cerrado todo herméticamente y se había apropiado de las llaves”, cuenta Guerra en Cuando el tiempo nos alcanza (p. 122). El viejo dirigente comentaría, amargado, que “lo que el franquismo nunca pudo destrozar ni suprimir, el socialismo tradicional, encontraría un día no uno, sino miles, o centenares de miles, de judas en sus propias filas” (Yo sí recuerdo, p. 103)
Se desató entonces una carrera por lograr el reconocimiento de
No obstante había una oposición, sobre todo de los madrileños, compitiendo por la dirección del partido Pablo Castellano y Enrique Múgica. Ambos estimaron irregulares las circunstancias en que se impuso González. Dos nombrados a la ejecutiva quisieron dimitir como protesta, explicando lo ocurrido, pero Alfonso Guerra desconectó los micrófonos, impidiendo a los asistentes oír sus explicaciones. El propio Guerra explica, recreándose: “Fue una patética escena (…) Bustelo y Juan Iglesias subieron a la tribuna y se dirigieron al micrófono que estaba ya desconectado (…) Castellano y algún otro dio cuenta a los periodistas de que yo les había cortado la palabra” (Guerra, p. 140).
Algunos datos significativos del congreso: junto a los representantes de
Pío Moa
http://blogs.libertaddigital.com/presente-y-pasado
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