sexta-feira, 15 de janeiro de 2010

La utopía anarquista y revolucionaria

También el pensamiento político hispanounidense está lleno de utopías sociales y políticas. En la segunda mitad del siglo XIX y la primera década del siglo XX predominaron entre nuestros pensadores e intelectuales las mismas ilusiones sociales y políticas que en muchas otras partes del mundo occidental.

Pensemos, por ejemplo, en el comunismo libertario de los hermanos Flores Magón y de sus innumerables seguidores, los magonistas, que florecieron por todo Estados Unidos durante las dos primeras décadas del siglo XX.

Como por principio no creían en representación alguna, los magonistas o regeneracionistas se reunían en asambleas en fábricas, minas y ranchos de Texas, Arizona, Nuevo México, Nueva York, California, Florida... Así mantenían la llama del anarquismo permanentemente viva, aunque sólo fuera en sus planteamientos y periódicos, pues estos revolucionarios eran reprimidos por un estado que se sentía por ellos amenazado. En muchas ocasiones la persecución era meramente política o ideológica. La muerte de Ricardo Flores Magón, en 1922 y en la cárcel de Leavenworth, Kansas, levantó no pocas suspicacias en ciertos círculos.

Los magonistas se aferraban a los derechos constitucionales de libertad de reunión y de prensa, pero sus perseguidores (la Autoridad, el Capital) a veces les hostigaban recurriendo a leyes como la de neutralidad (muchos eran ciudadanos mexicanos y de otras procedencias hispanas: España, Cuba, Puerto Rico, Argentina...) o la de timbre; o incluso a la legislación de excepción adoptada durante la Primera Guerra Mundial para controlar, precisamente, los movimientos antisistema. De acuerdo con estas leyes, de todo lo que se publicase en Estados Unidos en lengua no inglesa había que hacer una traducción a esta última y enviarla al Departamento de Estado para su aprobación.

Los magonistas sufrieron encarcelamientos, confiscaciones, multas, etc. Para sortear a sus perseguidores cambiaban de domicilio, de nombre, de estado (incluso de país; pasaban, por ejemplo, a Canadá). Pero eso no es de extrañar que encontremos periódicos suyos en Laredo y El Paso, Los Ángeles y St. Louis. Muchos de ellos preferían sufrir penalidades, persecuciones, incluso la muerte, a renunciar a sus principios.

Hoy admiramos en sus biografías y escritos la fuerza de sus principios, su tesón, su talento, hasta su organización (aunque esto parezca una contradicción en un grupo anarquista). Estos grupos autogestionados, que no cejaban en la denuncia de injusticias laborales, son un ejemplo para la comunidad hispanounidense de hoy.

En el texto que hemos escogido de Ricardo Flores Magón destacan el romanticismo de las descripciones, las referencias culturales y el lenguaje culto. (Debemos poner hincapié en el hecho de que el magonista fue también un movimiento cultural, educativo y literario: se han identificado cerca de 50 periódicos anarquistas, magonistas o filomagonistas en el período 1900-1922). Se publicó en primer lugar en San Francisco en julio de 1907, y luego, en el mismo mes, en Los Ángeles.
Vamos hacia la vida
No vamos los revolucionarios en pos de una quimera: vamos en pos de la realidad. Los pueblos ya no toman las armas para imponer un dios o una religión, los dioses se pudren en los libros sagrados; las religiones se desleen en las sombras de la indiferencia. El Corán, los Vedas, la Biblia, ya no esplenden: en sus hojas amarillentas agonizan los dioses tristes como el sol en un crepúsculo de invierno.

Vamos hacia la vida. Ayer fue el cielo el objetivo de los pueblos: ahora es la tierra. Ya no hay manos que empuñen las lanzas de los caballeros. La cimitarra de Alá yace en las vitrinas de los museos. Las hordas del dios de Israel se hacen ateas. El polvo de los dogmas va desapareciendo al soplo de los años.

Los pueblos ya no se rebelan, porque prefieren adorar un dios en vez de otro. Las grandes conmociones sociales que tuvieron su génesis en las religiones han quedado petrificadas en la historia. La Revolución francesa conquistó el derecho de pensar; pero no conquistó el derecho de vivir, y a tomar este derecho se disponen los hombres conscientes de todos los países y de todas las razas.

Todos tenemos derecho de vivir, dicen los pensadores, y esta doctrina humana ha llegado al corazón de la gleba como un rocío bienhechor. Vivir, para el hombre, no significa vegetar. Vivir significa ser libre y ser feliz. Tenemos, pues, todos derecho a la libertad y a la felicidad.

La desigualdad social murió en teoría al morir la metafísica por la rebeldía del pensamiento. Es necesario que muera en la práctica. A este fin encaminan sus esfuerzos todos los hombres libres de la tierra.

He aquí por qué los revolucionarios no vamos en pos de una quimera. No luchamos por abstracciones, sino por materialidades. Queremos tierra para todos, para todos pan. Ya que forzosamente ha de correr sangre, que las conquistas que se obtengan beneficien a todos y no a determinada casta social.

Por eso nos escuchan las multitudes; por eso nuestra voz llega hasta las masas y las sacude y las despierta, y, pobres como somos, podemos levantar un pueblo.

Somos la plebe; pero no la plebe de los Faraones, mustia y doliente; ni la plebe de los Césares, abyecta y servil; ni la plebe que bate palmas al paso de Porfirio Díaz. Somos la plebe rebelde al yugo; somos la plebe de Espartaco, la plebe que con Munzer proclama la igualdad, la plebe que con Camilo Desmoulins aplasta la Bastilla, la plebe que con Hidalgo incendia Granaditas, somos la plebe que con Juárez sostiene la Reforma.

Somos la plebe que despierta en medio de la francachela de los hartos y arroja a los cuatro vientos como un trueno esta frase formidable: ¡Todos tenemos derecho a ser libres y felices! Y el pueblo, que ya no espera que descienda a algún Sinaí la palabra de Dios grabada en unas tablas, nos escucha. Debajo de las burdas telas se inflaman los corazones de los leales. En las negras pocilgas, donde se amontonan y pudren los que fabrican la felicidad de los de arriba, entra un rayo de esperanza. En los surcos medita el peón. En el vientre de la Tierra el minero repite la frase a sus compañeros de cadenas. Por todas partes se escucha la respiración anhelosa de los que van a rebelarse. En la obscuridad, mil manos nerviosas acarician el arma y mil pechos impacientes consideran siglos los días que faltan para que se escuche este grito de hombres: ¡rebeldía!

El miedo huye de los pechos: sólo los viles lo guardan. El miedo es un fardo pesado, del que se despojan los valientes que se avergüenzan de ser bestias de carga. Los fardos obligan a encorvarse, y los valientes quieren andar erguidos. Si hay que soportar algún peso, que sea un peso digno de titanes; que sea el peso del mundo o de un universo de responsabilidades.

¡Sumisión! es el grito de los viles; ¡rebeldía! es el grito de los hombres. Luzbel, rebelde, es más digno que el esbirro Gabriel, sumiso.

Bienaventurados los corazones donde enraíza la protesta. ¡Indisciplina y rebeldía!, bellas flores que no han sido debidamente cultivadas.

Los timoratos palidecen de miedo y los hombres serios se escandalizan al oír nuestras palabras; los timoratos y los hombres serios de mañana las aplaudirán. Los timoratos y los serios de hoy, que adoran a Cristo, fueron los mismos que ayer lo condenaron y lo crucificaron por rebelde. Los que hoy levantan estatuas a los hombres de genio fueron los que ayer los persiguieron, los cargaron de cadenas o los echaron a la hoguera. Los que torturaron a Galileo y le exigieron su retractación, hoy lo glorifican; los que quemaron vivo a Giordano Bruno, hoy lo admiran; las manos que tiraron de la cuerda que ahorcó a John Brown, el generoso defensor de los negros, fueron las mismas que más tarde rompieron las cadenas de la esclavitud por la guerra de secesión; los que ayer condenaron, excomulgaron y degradaron a Hidalgo, hoy lo veneran; las manos temblorosas que llevaron la cicuta a los labios de Sócrates escriben hoy llorosas apologías de ese titán del pensamiento.

Todo hombre –dice Carlos Malato– es a la vez el reaccionario de otro hombre y el revolucionario de otro también.

Para los reaccionarios –hombres serios de hoy– somos revolucionarios; para los revolucionarios de mañana nuestros actos habrán sido de hombres serios. Las ideas de la humanidad varían siempre en el sentido del progreso, y es absurdo pretender que sean inmutables como las figuras de las plantas y los animales impresas en las capas geológicas.

Pero si los timoratos y los hombres serios palidecen de miedo y se escandalizan con nuestra doctrina, la gleba se alienta. Los rostros que la miseria y el dolor han hecho feos se transfiguran; por las mejillas tostadas ya no corren lágrimas; se humanizan las caras, todavía mejor, se divinizan, animadas por el fuego sagrado de la rebelión. ¡Qué escultor ha esculpido jamás un héroe feo? ¿Qué pintor ha dejado en el lienzo la figura deforme de algún héroe? Hay una luz misteriosa que envuelve a los héroes y los hace deslumbradores. Hidalgo, Juárez, Morelos, Zaragoza, deslumbran como soles. Los griegos colocaban a sus héroes entre los semidioses.

Vamos hacia la vida; por eso se alienta la gleba, por eso ha despertado el gigante y por eso no retroceden los bravos. Desde su Olimpo, fabricado sobre las piedras de Chapultepec, un Júpiter de zarzuela pone precio a las cabezas de los que luchan; sus manos viejas firman sentencias de caníbales; sus canas deshonradas se rizan como los pelos de un lobo atacado de rabia. Deshonra de la ancianidad, este viejo perverso se aferra a la vida con la desesperación de un náufrago. Ha quitado la vida a miles de hombres y lucha a brazo partido con la muerte para no perder la suya.

No importa; los revolucionarios vamos adelante. El abismo no nos detiene: el agua es más bella despeñándose.

Si morimos, moriremos como soles: despidiendo luz.
© Semanario Atlántico

ARMANDO MIGUÉLEZ (miguelez@semanarioatlantico.com), doctor en Literaturas y Culturas Hispánicas.

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