En algún momento del año 1559, probablemente en primavera, un aficionado bávaro a las flores exóticas radicado en la ciudad de Augsburgo –la misma en la que vivían los banqueros más poderosos del mundo: los Fugger, o Fúcares– plantaba en el jardín de su casa el primer tulipán del que se tiene noticia en Europa. Se llamaba Johann Heinrich Herwart y, sin saberlo ni pretenderlo, estaba encendiendo la chispa de una locura colectiva que traería de cabeza a Europa durante casi un siglo. |
Fue la primera burbuja. Luego vendrían otras: la de los mares del Sur, la de los billetes de John Law y la inmobiliaria española, que acaba de reventarnos en las narices. Esta de los tulipanes, perfectamente documentada en la época, fue de tal intensidad y afectó a tantos, que quedó grabada a fuego en la memoria colectiva. Tanto, que nunca más se ha vuelto a especular con esta flor, que hoy es abundantísima y tapiza de color los parterres de los parques de medio mundo.
Hace cuatro siglos y medio no era ni tan abundante ni tan barata. Era un exotismo. Una flor extraña procedente de Turquía que, gracias a un virus, había mutado, adoptando vistosos colores. Las clases pudientes de toda Europa, pensando siempre en diferenciarse y ostentar, empezaron a interesarse por plantar en sus jardines esta rareza botánica llegada desde el temido, pero admirado, Imperio Otomano, cuyos soldados a finales del Cinquecento se encontraban literalmente a las puertas de Viena, tras haber liquidado a golpe de sable la Cristiandad oriental.
Hay pocos incentivos más poderosos que el de imitar a los ricos; siempre ha sido así y siempre lo será. Lo que los nobles y burgueses acaudalados de las ciudades mercantiles cultivaban en sus jardines se convirtió pronto en objeto de deseo de las clases menesterosas, de los quiero y no puedo y de todos aquellos que, tanto entonces como ahora, viven de cara a la galería sin escatimar gastos. Sucedió entonces que el tulipán empezó a valer sin que siquiera hiciese falta plantarlo para que mostrase su belleza y sus vivos colores rojos, amarillos o violetas, que dejan cualquier jardín hecho un primor.
El que podía compraba un bulbo, que se asemeja a una vulgar cebolla, y lo ponía sobre un platillo encima del aparador del recibidor para impresionar a las visitas. El tulipán se convirtió así, después de varios siglos de cultivo ornamental en Anatolia y Oriente Medio, en un activo financiero de primer orden. Su valor no residía en su forma armoniosa y sus bonitos pétalos, sino en la cantidad fenomenal de gente que lo demandaba, y que estaba dispuesta a pagar grandes sumas por un simple bulbo.
El lugar de entrada de los tulipanes o, mejor dicho, de los bulbos de tulipanes era Viena, ciudad de frontera donde los mercaderes turcos hacían su agosto colocando a los occidentales una flor a la que ellos daban el mismo valor que el que los ávidos compradores europeos podían darle a una margarita. De los otomanos se cogió el nombre, tülbend, que en turco significa "turbante"; los demás idiomas europeos siguieron la misma pauta: tulipán (español), tulip (inglés), tulipa (italiano), tulpen (alemán), tulipe (francés)... Desde Viena partían los turbantes, aún en forma de bulbo, en barcazas –por el Danubio– y carromatos tirados por bueyes. Los ricos de España y Portugal, de Francia, Borgoña e Inglaterra, de los principados alemanes e italianos, hasta los rebeldes de Holanda que peleaban contra el rey de España por su independencia querían tulipanes.
Y fue en Holanda, pueblo de avispados comerciantes curtidos en mil trapiches por todos los puertos de la costa atlántica, donde la burbuja se infló y se infló hasta convertir el tulipán en el bien más preciado de todos. En los pueblos y ciudades neerlandeses el tráfico de los preciados bulbos acebollados creció de tal manera que empezó a comprarse y venderse en mercados especializados. Vamos, como los mercados de ganado y, más recientemente, el Nasdaq 100, que sólo tiene en cuenta empresas tecnológicas.
En estos mercados tulipaneros aparecieron las tres figuras imprescindibles de un mercado de valores: el comprador, el vendedor y el corredor. Durante varios años los compradores fueron muchos más que los vendedores, así que el precio no dejó de subir. A pesar de que había tulipanes de sobra, que se cultivaban por millares en la propia Holanda, cuyo suelo y clima resultaron óptimos para la especie, el mercado parecía no saturarse. Los corredores se inventaron entonces un segundo mercado, el de futuros. El comprador, ansioso por tener tulipanes que luego liquidaría a otros compradores, llevándose un margen sustancioso, podía así adquirir cosechas enteras que no se habían aún sembrado o cargamentos de las especialidades más demandadas.
En los Países Bajos de la década de 1620 había infinidad de inversores que poseían carteras inmensas de tulipanes... que jamás habían visto y que jamás verían, porque esa cosecha futura la venderían antes con un título en papel de por medio. Las variedades más caras, en cambio, era mejor tenerlas bien cerquita, para soltarlas a las primeras de cambio por el doble o el triple de lo que habían costado. La variedad Virrey llegó a cotizar a 3.000 florines; la Almirante Liefken, a 4.500; pero la joya era la Semper Augustus, por la que se llegaron a pagar 5.000 florines: según se decía, tiempo hubo en que sólo había dos unidades en todo el país.
Dicho así, en florines holandeses del siglo XVII, no parece ni mucho ni poco, por eso quizá sea mejor atar los precios a algo que todos conozcamos. Dos ejemplos. Por aquellos años podían comprarse cuatro bueyes por unos 500 florines, y dos toneladas de mantequilla por unos 200. Muchos vendían sus granjas y empleaban el dinero en comprar tulipanes presentes o futuros con la idea de venderlos con rentabilidades de vértigo. Las autoridades, alarmadas por la burbuja tulipanera, prohibieron expresamente en un edicto la venta a corto, es decir, la protagonizada por los que compraban por la mañana y liquidaban por la noche en los días en que el mercado estaba especialmente alcista. Evidentemente, no funcionó, y las operaciones a corto siguieron siendo las más habituales, porque eran las que daban de comer a los corredores.
A finales de 1636, en plena Guerra de los Treinta Años y con los tercios españoles paseando triunfales por Alemania tras su victoria en Nördlingen, el mercado de los tulipanes se sobrecalentó. En sólo un mes, entre noviembre y diciembre, triplicaron su precio y siguieron subiendo, ya más lentamente; hasta el 3 de febrero, día en que el mercado colapsó. Entonces, como en el juego de las sillas, los que tenían tulipanes vieron cómo la ruina se ceñía sobre ellos.
La burbuja pasó, los tulipanes volvieron a servir para lo que Dios los creó, esto es, para adornar los jardines, y Holanda tuvo que purgar la mala inversión que sus habitantes habían hecho durante dos décadas. Nadie rescató a los que plantaban y vendían tulipanes: quebraron y liberaron recursos que fueron a otros sectores, como el del comercio ultramarino, que hacia 1650 se convirtió en el nuevo El Dorado de los neerlandeses.
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