Siempre que viene a cuento la cuestión de España y Al Ándalus remito a los libros de Serafín Fanjul, para desintoxicar de tanta oficiosidad islamófila como hoy domina en los degradados medios académicos. |
Uno de los problemas no planteados en esos medios es el de cómo Al Ándalus llevó las de perder en una lucha tan larga y sobre todo tan desigual a favor de los musulmanes durante siglos.
Llama la atención, en efecto, que un poder capaz de destruir en pocos años el estado hispanogodo –entre tantos otros– y en plena expansión por Francia se mostrase impotente pare reducir, primero, una pequeña rebelión en Asturias y, luego, para impedir la expansión de esta. A menudo los islamófilos citan alegremente del Ajbar Machmúa el relato de los "treinta asnos salvajes" de Covadonga, que apenas podían hacer daño a los andalusíes, sugiriendo que la revuelta ni fue realmente una derrota de los musulmanes ni a estos les importaba gran cosa, cuando la propia crónica musulmana explica cómo bien pronto los "asnos salvajes" se convirtieron en un "grave problema". Se entiende mejor la posterior victoria en Poitiers de los francos, que disponían de un ejército poderoso para la época.
Pero aun con el éxito asturiano, la superioridad de fuerzas económicas, demográficas y militares por parte del emirato, luego del califato, de Córdoba era tan absolutamente abrumadora, que lo no menos absolutamente lógico habría sido que aplastasen aquel diminuto reino tan pronto comenzó a extenderse más allá de sus montañas. Y es verdad que los musulmanes pronto empezaron a lanzar, año tras año, terroríficas aceifas que quemaban las pequeñas ciudades y aldeas, destruían las cosechas y se llevaban cautivos a los hombres que no mataban y sobre todo a las mujeres. Ningún contraataque semejante estaba en condiciones de llevar a cabo el reino de Oviedo, luego de León, ni el de Pamplona, ni los otros que fueron surgiendo. Podría entenderse incluso que permaneciese una situación general como la de los condados de la Marca Hispánica (la España pirenaica), que durante unos siglos apenas pudieron separarse del cobijo de unas montañas abruptas y de fácil defensa, mientras que la España cantábrica no cesó de extenderse en toda la línea hacia el sur.
La España cristiana tenía aun otra grave desventaja, y era que, dada la inicial ocupación islámica de toda la península, la resistencia surgió en varios focos aislados y pronto se halló dividida en pequeños reinos (llegaría a haber hasta cinco), lo cual era por sí mismo un evidente factor de debilidad, agravado por el hecho de que las relaciones entre ellos no siempre eran buenas, a pesar de una común orientación política. El hecho es que los andalusíes rara vez supieron aprovechar su decisiva ventaja material, algo que solo consiguió por un período Almanzor, cuyas victoriosas y asoladoras campañas demostraron cómo, incluso al final del califato y de la Edad de Supervivencia europea o Alta Edad Media, y pese a todos los avances anteriores de los hispanos, estos seguían estando en situación de neta inferioridad.
Trato estas cuestiones en una síntesis de historia de España que aparecerá en marzo, y valga resumir sumariamente aquí dos hechos que ayudan a entender cómo pudo ir sellándose el destino de Al Ándalus. En suma, creo que el dominio musulmán sobre la península, a pesar de haber logrado convertir al islam a la mayor parte de la población (los muladíes), nunca perdió del todo su carácter foráneo. El poder fue siempre detentado por clanes árabes que se consideraban superiores a los demás y que nunca se fundieron con la gente del país (otra cosa es que se mezclaran por matrimonios, pero siempre el elemento árabe permanecía como el factor de prestigio e identificación y, por supuesto, de poder). De ahí derivaron dos consecuencias fundamentales: el ejército no era propiamente andalusí, esto es, muladí, sino que estaba constituido por bereberes y esclavos, negros y eslavos en su mayoría (se ha discutido sobre si estos eslavos no serían los cristianos españoles hechos cautivos, pero ello habría sido una fuente todavía mayor de debilidad militar, y realmente existió un permanente tráfico de esclavos, en su mayoría procedentes de la Europa eslava). Al contrario que entre los españoles, cuyas tropas nacían por así decir del pueblo, el ejército andalusí estaba claramente enfrentado a él. Los emires y califas siempre desconfiaron profundamente de sus súbditos, que odiaban a aquel ejército, que por eso mismo era fiel solo a los dirigentes.
La otra consecuencia fueron las permanentes guerras civiles en Al Ándalus, su mayor causa de debilidad interna. Es cierto que, ya en la Edad de Asentamiento o Baja Edad Media, ocurrió algo parecido entre los reinos españoles, pero nunca al modo de los musulmanes. Las victorias de Almanzor no solo demostraron la muy superior potencia material de Al Ándalus, sino su radical incapacidad política: no dieron lugar a la destrucción de los reinos cristianos, sino que constituyeron el prólogo a la desintegración del califato cordobés en una multitud de taifas. Esas taifas solo rarísima vez fueron dominadas por muladíes, pues prácticamente todas fueron árabes, bereberes o eslavas. Y, otro dato definitivo: pese al poder muy considerable de algunas de ellas, prácticamente nunca fueron capaces de actuar de forma coordinada contra los españoles, mientras que estos, pese a sus no infrecuentes enfrentamientos internos, sí lo hacían a menudo contra los andalusíes. De ahí que estos últimos necesitasen recurrir reiteradamente a los imperios magrebíes, extranjeros a quienes odiaban casi tanto como necesitaban.
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