domingo, 28 de outubro de 2007

Octubre Rojo, marea negra

90 aniversario de la Revolución bolchevique

Rémi Kauffer, profesor de la prestigiosa Escuela de Ciencias Políticas, de París, ponía el dedo en la llaga, en uno de los últimos números del Magazine de Le Figaro : «En 1917, el golpe de Estado promovido por Lenin instaura una de las tiranías más criminales de la Historia. ¿Por qué nuestra época, tan dada a denunciar cualquier totalitarismo, excusa el que supuso el comunismo?»

El 25 de octubre de 1917, las tropas bolcheviques toman el Palacio de Invierno, en San Petersburgo, sede entonces del Gobierno provisional de Kerenski, tras el derrocamiento del zar Nicolás II. Por primera vez en la Historia -y no sería la última- se escenificó la imposición, por la fuerza, de las tesis de Marx y de Engels. El triunfo del comunismo no fue, ni ha sido nunca, el triunfo de la democracia. Y es que éste es un dato a tener en cuenta: el comunismo nunca ha llegado al poder por medios democráticos, sino que, ha surgido de un movimiento revolucionario. Nunca se ha caracterizado por el diálogo ni la tolerancia hacia el disenso, sino más bien todo lo contrario. El libro negro del comunismo, una investigación exhaustiva realizada por Stéphane Courtois, director de investigaciones del Centre national de la recherche scientifique francés, sobre el número de personas que se ha llevado por delante el marxismo en su ascenso al poder, en diferentes partes del mundo, cifra en cien millones los asesinados por la causa.

Los números son escalofriantes: 20 millones de muertos en la Unión Soviética, 65 millones en la República Popular China, 1 millón en Vietnam, 2 millones en Corea del Norte, 2 millones en Camboya, 1 millón en los regímenes comunistas de Europa oriental, 150.000 muertos en Iberoamérica, 1.700.000 asesinados en África, 1.500.000 en Afganistán, y cerca de 10.000 muertes promovidas en todo el mundo por organizaciones comunistas que al final no alcanzaron sus objetivos. Los números son indiscutibles; y los hechos, también. En los lugares en los que los comunistas se alzaron con el poder, siempre bajo el formato revolución, además de eliminar a los disidentes, borraban cualquier rastro de libertad en la economía, en las relaciones personales y sociales, y en la vida cultural. Václav Havel, primer Presidente de Checoslovaquia tras la caída de la dictadura comunista, decía: «El comunismo distaba mucho de ser simplemente la dictadura de un grupo de gente sobre otra. Era un sistema genuinamente totalitario, llegaba a todos los aspectos de la vida y deformaba cualquier cosa que tocaba, incluidas las formas naturales en que la gente vive su vida en común. Afectaba profundamente a todas las formas de conducta humana. Durante años, una estructura específica de valores y modelos de comportamiento se fue creando deliberadamente en la conciencia de la sociedad. Era una estructura pervertida, que iba en contra de todas las tendencias naturales de la vida».

La táctica de los comunistas fue seguir siempre la estrategia de tierra quemada, en la obsesión por crear un mundo nuevo, un mundo rojo. Para conseguirlo, el método era desenraizar al individuo, arrancarle de su tierra, enviarle a Siberia o al campo de reeducación (como hizo Mao en su proyecto de revolución cultural ), desgajarle de su familia. El sistema político nacido de la Revolución de Octubre eliminó a la persona en favor de la masa, produciendo una tristeza congénita que aún colea en los países del Este.

El Ché, icono pop

A la vista de estos datos y de los resultados de destrucción y muerte que ha dado el comunismo a lo largo de la Historia, es inexplicable el poder de atracción que ha seguido ejerciendo entre los jóvenes de todas las generaciones. Pío Moa, escritor que militó en su juventud en al lado más duro de la lucha marxista, analiza su experiencia personal y dice que, «del marxismo-leninismo me atrajo su capacidad explicativa, pues aparentemente daba razón de la Historia y de la sociedad humana. Una vez se aceptan algunas premisas de su sistema, resulta una teoría muy coherente, muy fuerte, y no es de extrañar que haya atraído a gente mucho más inteligente que yo. También me atraía la aventura y la lucha que representaba en aquellos momentos, aunque se transformase en una gris monotonía en los países donde triunfaban esas ideas». Su profundización en el marxismo le llevó a desencantarse, al cabo de los años; hoy explica que este proceso se debió, en parte, «por mi experiencia particular en grupos comunistas, pero sobre todo a partir del análisis de aquellas premisas de la ideología comunista que, a veces, se aceptan como evidencias, cuando en realidad son supuestos contradictorios en su raíz. Naturalmente, ese análisis me llevó mucho tiempo, porque, además, la ideología y la vida comunistas crean una emotividad de la que es difícil escapar. Pero está claro que de una falsedad radical sólo pueden salir errores y crímenes, que es lo que siempre ha ocurrido con el marxismo, y no por simples fallos en su aplicación. Hoy, aquellos ideales, tal como se expresaron entonces, han sido barridos, pero el sentimiento utópico, que en definitiva es un anhelo de escapar de la condición humana, de la condición moral, para volver a la inocencia animal y supuesta abundancia del paraíso, pervive con formas relativamente nuevas. Creo que es una tentación propia de la naturaleza humana. El utopismo es la cara complaciente de la tiranía. En el aspecto historiográfico, las concepciones marxistas siguen muy presentes en multitud de libros que se siguen escribiendo».

Y no sólo en los libros; por ejemplo, la cultura posmoderna ha hecho del Ché un icono pop, y es habitual ver camisetas con su imagen en ciudades de todo el mundo. Después de 1989, el fin de la utopía no ha traído consigo la autocrítica dentro de las filas de la izquierda, como si la zanahoria de la revolución todavía estuviese delante, pese a todo. El régimen que nació para liberar a los hombres de la opresión se convirtió en el sistema más opresor y totalitario de todos, el que más ha cercenado la libertad de las personas en todas sus variantes, y dentro de sus filas no ha habido un debate serio ni una condena en firme.

Y en España, ¿qué?

¿Tiene sentido ser comunista hoy en España? Los que hace años levantaban la bandera, y cantaban la Internacional el día del trabajador ahora se cogen el puente de mayo. El fin de la utopía ha sorprendido a muchos en la playa. La lucha de clases ya no tiene sentido cuando puedes calentar la comida en el microondas y tienes dos coches en el garaje. Y es que la izquierda tampoco se la juega ya en el terreno de la economía. La evolución natural de los militantes comunistas en los últimos años les ha hecho recalar en las filas de sus hermanos menores del socialismo. En España, a principios de los 80 del pasado siglo, no era raro verles cantando la Internacional, codo con codo, el 1 de mayo. Luego, los socialistas dejaron de levantar el puño, y después dejaron de acudir a los mítines, pero, a pesar de que no se les puede considerar como los herederos directos de los antiguos comunistas, persiste en ellos, cada vez más indisimuladamente, la pretensión totalitaria con la que el comunismo ha tratado siempre de imponer sus tesis. Ahora se hace «por medios democráticos», pero el objetivo es el mismo: la imposición de leyes nacidas de presupuestos ideológicos y que no cuentan con el aval de la sociedad -por ejemplo, la ley del mal llamado matrimonio homosexual-. Y es que los regímenes de acero que padeció la Europa del Este durante el siglo XX encuentran hoy su versión light en una España cuyo Gobierno disimula su tentación totalitaria con el disfraz de la tolerancia y con el abuso de palabras como consenso. Es lo que el ex-ministro José Manuel Otero Novas denomina totalitarismo democrático, que el rodillo socialista ha sabido utilizar bien en su favor.

Sin la utopía, la causa ya ha dejado de existir, pero se ha sustituido por banderas más o menos oportunistas, como la defensa de la República, la campaña del No a la guerra, las reclamaciones del lobby gay... Pero hay tics que persisten y que se notan, aunque uno no quiera: sin presupuestos ideológicos, la izquierda sigue necesitando un antagonista al que oponerse, incluso hasta llegar al insulto (los últimos vídeos de las Juventudes Socialistas son prueba de ello). Para poder seguir existiendo, la izquierda precisa de un enemigo; hoy, en nuestro país, ese papel ha recaído en la Iglesia y en la derecha. La consigna es: O conmigo, o contra el pueblo.

Y, siempre, la obsesión por la Historia, por pasar a la Historia, por manipularla en beneficio propio. Trotsky mandó «al vertedero de la Historia» a todos los que se opusieron a la Revolución de Octubre. Años después, Stalin mandó borrar su imagen de las fotos de aquellos años y su nombre de las crónicas que se hicieron de entonces. ¿No sucede hoy algo parecido en España? La Ley de Memoria histórica no parece sino un intento de contar la guerra civil cambiando el resultado de la contienda, y de volver a crear una España de dos bandos para volver otra vez a jugar el partido y tomarse la revancha.

Una cosa es cierta, la izquierda sabe bien que la batalla por el poder se libra en el campo de la cultura y en el de la educación. Del primero ya sabían mucho los primeros comunistas, desde que, para conmemorar el décimo aniversario de la Revolución, Stalin mandara a Sergei Eisenstein, el mejor director de cine de su tiempo, la realización de la película Octubre. En España, sin llegar a los niveles de propaganda de entonces, el sistema de las subvenciones, lejos de ser una promoción desinteresada de la cultura como enriquecimiento de la sociedad, ha sido utilizado para asegurarse el apoyo incondicional de actores y directores. En cuanto a la educación, la asignatura Educación para ciudadanía parece haber nacido para asegurar un pesebre de votos cada vez mayor. Todo ello conforma lo que Glucksmann ha denominado marxismo-nihilismo-new age, la versión XP de la izquierda de siempre.

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
Alfa & Omega Nº 564 / 25-X-2007

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