A mediados del s. I, un ciudadano romano originario de Tarso y llamado Pablo esperaba la ejecución en una prisión romana. El recluso había visto a la muerte cara a cara en varias ocasiones, pero esta vez estaba convencido de que sería la definitiva. Precisamente por ello, redactó tres breves escritos –dos dirigidos a Timoteo y uno a Tito– donde describía cómo debían ser los obispos que se encargaran de las comunidades que él mismo había ido fundando en las décadas previas. Las tres cartas de Pablo conmueven por su extraordinaria sencillez y, a la vez, por el espíritu cautivadoramente práctico con que están redactadas. El obispo aparece descrito en ellas como un personaje sencillo, situado a pie de calle que se diría ahora, y caracterizado, única y exclusivamente, por un conjunto de buenas cualidades humanas y espirituales. Comento todo esto con ocasión de la toma de posesión de monseñor Munilla en la diócesis de San Sebastián. Por razones hondamente personales, profeso un profundo respeto por todas las confesiones religiosas, se parezcan o no a la mía. De ahí que no suela opinar sobre ellas y menos sobre su funcionamiento interno. En ese sentido, las razones para el nombramiento de monseñor Munilla constituyen un tema sobre el que considero ocioso pronunciarme. En todo caso, es cuestión de la jerarquía católica y de los fieles católicos de la diócesis en cuestión. Cuestión aparte –porque sobrepasa ampliamente el ámbito de acción de una confesión– es la manera en que el nacionalismo vasco ha terminado influyendo en la acción de la iglesia católica en las Vascongadas.
No se trata sólo del conocido dicho afirmando que «ETA nació en las sacristías», que tanto y tanto debe matizarse. Tampoco se refiere a la manera, revelada hace apenas unos días, en que la tristemente banda terrorista recluta a sus cachorros en cursos de catequesis. No, se trata más bien de la forma en que el nacionalismo ha conseguido distorsionar de manera gravísima la vida de una confesión religiosa como es la Iglesia católica. A diferencia de algunos de mis compañeros de este periódico, yo no tuve ningún problema con monseñor Setién –quizá por edad– y, desde luego, tampoco he acudido a misas en las Vascongadas en apoyo de un sacerdote sitiado por sus ovejas nacionalistas. Con todo, tengo para mí que si se ha convertido en noticia el nombramiento de monseñor Munilla, es porque el nacionalismo decidió hace mucho que desde los obispos a los carteros, desde los párrocos a los policías, desde los catequistas a los pescadores, todo, absolutamente todo lo que sucede en las Vascongadas, debía estar bajo su control y cuando no se da esa circunstancia arma la tremolina indignado porque algo se escapa de su soberbia férula. Ahora, da la sensación de que, por una vez en décadas, con el nombramiento de Munilla pudiera no ser así y tira de los hilos de un cesaropapismo vergonzoso a la espera de que todo siga igual.
Triste situación, sin duda. Yo, modestamente, me conformaría con que el nacionalismo vasco dejara de pretender aherrojar a la Iglesia católica y con que los obispos llegaran a ser juzgados –como estableció el apóstol Pablo– por su adhesión a una serie de características y no por su cercanía– o distanciamiento –a la ideología racista de Sabino Arana o cualquier otra posición ideológica.
César Vidal
www.larazon.es
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