Haití se ha desmoronado, como un castillo de naipes. Abrió la tierra su implacable boca y se tragó cabañas y palacios, como un Don Juan telúrico y cobarde. Entre el suelo y el cielo, no se ha salvado nada. Ante nuestros ojos atónitos - el horror en directo -, se amontonan los muertos y los vivos de esta tragedia estólida y macabra. La mala suerte llama al infortunio, y el infortunio llama a la debacle, y la debacle llama al acabose, y el acabose llama al esperpento, y uno se va quedando sin palabras.
Quisiera tener uno un batallón de luces, caricias, estructuras, anestesias, vendajes para enviarlo a luchar contra el infierno que uno, a golpe de foto, se imagina sin tener corazón para entenderlo. Uno quisiera a veces tener sangre en las venas, o mucha fortaleza, o un poco más de vida, para entrar en los flacos hospitales, como Hernández lo hacía en las azucenas, y salvar de este nuevo cataclismo a ese ciento de miles de cadáveres, devolverle a un lisiado su extremidad talada o coserle a ese niño la cejita partida.
Pero cualquier ayuda que mandemos, por generosa y rápida que sea, llegará irremediablemente tarde. Ya no podrá impedir que se hundan las chabolas, ni que las epidemias se propaguen, ni que el dolor se alíe con la miseria, ni que el caos absoluto replique la derrota. Haití estaba desnuda frente a este terremoto, y ahora, cuando les llegue la urgentísima ayuda, tendrá algo de patética esa prisa. La pobreza, señores, es lo que ha sucedido. Qué tonto era aquel cuento que decía que ser feliz consiste en no tener camisa.
Laura Campmany
www.abc.es
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