En la plaza de la Escandalera, en Oviedo, hay una escultura de Fernando Botero que siempre me llama la atención. Pasé por allí hace pocos días, de camino entre el hotel y la Universidad, y pude ver de refilón su perfil orondo, negro y reluciente. Lo que hace distinta esta «Maternidad» de las muchas que he encontrado a lo largo de mi vida no es sólo el volumen redondeado, enorme, sino la posición relativa de la madre y el hijo. Comparte con la mayoría de las representaciones la proximidad física, el contacto entre las dos figuras, y también sigue las reglas no escritas al elegir el sexo del niño, que hace varón aunque podría haber sido niña. Sin embargo, la postura de la cabeza de la madre es poco habitual, con el cuello girado sobre el hombro derecho y la vista dirigida hacia el exterior en lugar de hacia el niño, que inicia un paso cogido de su mano.
Los artistas son a veces capaces de plasmar en un solo trazo los cambios sociales que los investigadores tratamos dificultosamente de exponer a través de conceptos y cifras, y de hacerlos llegar fácilmente a la conciencia de quienes contemplan sus obras. Por eso la escultura de Botero me parece una síntesis de los cambios que la maternidad ha sufrido en las últimas décadas en España y en todo el mundo. Unos cambios tan drásticos en la cantidad como lo que atestiguan estas cifras del INE; si en 1900 había en España nueve millones y medio de mujeres, que daban a luz anualmente medio millón de hijos, para el año 2050, se prevé que habrá veintisiete millones de mujeres, una cifra tres veces mayor que la anteriormente citada, pero sólo se espera que nazcan 439.270 hijos. Las mujeres reales, como las estatuas, buscan otros caminos además de la maternidad, y los años dedicados a esta tarea ocupan cada vez una proporción menor en el conjunto de su ciclo de vida.
Si de la cantidad pasamos al modo de construir la maternidad, los cambios no han sido de menor envergadura, y probablemente en el futuro serán todavía más acelerados y profundos. La definición de maternidad que ofrece el Diccionario de la Real Academia es sorprendentementa escueta y biologista, se limita a describirla como «la condicion de madre».
Y por madre, el diccionario sólo entiende «la hembra parida». Parece poca cosa para ayudarnos a entender un concepto con tanta enjundia, al que hoy, 3 de Mayo, se rinde homenaje escribiéndolo con mayúsculas. Y supongo que a muchas mujeres les sucede lo que a mí, que no reconocen su experiencia de la maternidad en esas palabras tan desnudas de afectos y de símbolos. Quizá haya un nexo sutil entre el desplome de las cifras y las palabras descarnadas con que el diccionario nos regala, porque el lenguaje crea realidad además de describirla.
Ni siquiera desde el punto de vista estrictamente biológico puede identificarse ya la maternidad con el parto. Uno de cada cuatro niños que nacen en España lo hace por cesárea, que es un parto modificado técnicamente para reducir riesgos y aliviar el sufrimiento de la madre y el recién nacido. Para la OMS es una proporción excesiva que debiera reducirse, pero no puede descartarse que la tendencia a la intervención continúe.
En cuanto al plano temporal, tampoco la maternidad se ciñe de modo tan estricto al momento de la gestación y el alumbramiento del hijo. Se empieza a ser madre antes de concebirlo, cuando se abre paso la idea y el deseo de hacerlo, y se sigue siendo madre mucho después del parto, con un vínculo afectivo y social más fuerte que ningún otro. Tampoco es necesario que el hijo haya nacido de las propias entrañas, como ha reconocido la legislación española al equiparar la maternidad por adopción con la maternidad biológica. Ni siquiera se limita la maternidad al orden causal de las generaciones. Una forma nueva y cada vez más frecuente de maternidad simbólica y social es la que convierte a las hijas en madres de sus propios padres, cuando la enfermedad física o mental y la dependencia económica les obligan a asumirlos y cuidarlos como si fuesen niños. O son las abuelas quienes asumen el cuidado de los nietos como si fueran madres, para que las hijas puedan encontrar empleo o mantenerlo.
Aunque anatómica o fisiológicamente sean todavía iguales, las maternidades del siglo XXI son radicalmente distintas de las de épocas anteriores. Lo que las hace distintas es que las mujeres no se sienten ahora obligadas a ser madres, se trata de una opción personal facilitada por los avances tecnológicos y los cambios legales. La caída en el número de mujeres que se decantan por esa opción es tan drástica que modificará profundamente el conjunto de la sociedad; por eso es urgente la reflexión sobre la causa y las consecuencias del abandono del modelo tradicional de maternidad. En España, el conflicto de valores es evidente, resulta imposible conciliar las nuevas y legítimas aspiraciones a la igualdad y el bienestar económico con la maternidad. No es motivo de orgullo, sino de preocupación, que nuestra natalidad sea una de las más bajas del mundo. De momento, lo hemos resuelto delegando la maternidad en las mujeres de otros países, que nos han enviado más de cinco millones de hijos ya criados y adultos, para suplir los que aquí no tenemos. Además, contribuyen de modo decisivo a los que nacen dentro de España, ya que 19 de cada cien son hijos de madre extranjera.
A largo plazo, parece difícil mantener ese modelo, pero no puede pedirse a las mujeres españolas que asuman la maternidad sin que el resto de la sociedad se haga realmente responsable y solidario de la tarea. No es solamente la gestación y el parto lo que desanima a las futuras madres, sino las consecuencias que el nuevo hijo traerá sobre su disponibilidad de tiempo. Muchas mujeres jóvenes querrían tener más hijos, pero no al precio de arriesgar sus empleos, aceptar un emparejamiento no deseado o asumir en solitario el peso de la crianza y la dedicación que conlleva. Aunque la proporción de niños sea baja, el promedio de las mujeres españolas (tengan hijos o no) dedican una hora diaria a cuidarles los días laborables, en tanto que los varones sólo dedican veinte minutos. Al año, las mujeres acumulan quinientas sesenta horas, más de cuatrocientas de diferencia respecto a los varones, que tienen que sacar de su tiempo de descanso, trabajo remunerado, cuidado de sí mismas o cualquier otra actividad alternativa.
La variedad de formas de familia y de maternidad va a aumentar extraordinariamente en el futuro, tanto por razones demográficas como culturales y tecnológicas: pero de lo que no hay duda es que si el trabajo de cuidar a los niños no se convierte en una responsabilidad social realmente compartida, nuestra tasa de natalidad seguirá pegada al suelo. Festejaremos el Día de la Madre, pero habrá pocos niños para celebrarlo.
María Ángeles Durán, Catedrática de Sociología del Consejo Superior de Investigaciones Científicas
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