segunda-feira, 18 de fevereiro de 2008

El triste destino de la mentira

Es 1836. Tras cinco años de amargo aburrimiento como diplomático en Civita-Vecchia, Stendhal decide escribir por segunda vez una biografía de Napoleón. Han pasado quince años desde la muerte del emperador; la mala prensa de la Restauración ha quedado enterrada entre las ruinas de 1830 y la creciente simpatía de la alterada Francia de Luis Felipe de Orleáns; y el gordo, refinado y desencantado cónsul puede, por fin, recordar el sueño juvenil del heroísmo napoleónico sin temor a la censura.

El tiempo nos ha librado para siempre del Stendhal mundano de los salones, de su época amatoria apasionada, de su época de caído en desgracia bajo los reinados de Luis XVIII y Carlos X -«un gobierno que da vómito»- o de melómano de la ópera en Milán, pero no ha borrado del mundo sus proyecciones literarias ni la gran línea de fuerza que las orienta: los años de idealismo y gloria militar vividos a la sombra de Napoleón. Todos conocemos a sus personajes Julien Sorel o a Fabrizio del Dongo, y por eso, ahora, cuando ya cincuentón, Stendhal nos dice que el amor por Bonaparte es la única pasión que le queda, comprendemos enseguida que habla del general republicano y no del emperador. Y descubrimos la clave de bóveda de sus Memorias sobre Napoleón: liberar al héroe, al admirable militar de la campaña de Italia, de los oropeles y la charlatanería imperiales.

Qué gloria -se lamenta Stendhal- hubiera dejado Napoleón si le hubiera alcanzado una bala antes de la coronación, cuando propagaba las ideas de las Luces por toda Europa y aún no se había convertido en el usurpador que roba la libertad a su país y no ve sino dinero y más soldados.
Siempre se fracasa al hablar de lo que se ama. Por eso Stendhal canta la gloria del hombre que parte a la conquista de Italia e ignora la falsa grandeza del emperador. Por eso los nostálgicos de la Segunda República española rezongan ante el recuerdo de la revolución de Octubre de 1934. Por eso De Gaulle afirmaba que Pétain era un gran militar que había muerto hacia 1939, sin presidir el régimen filonazi de Vichy, que sí presidió.

Junto a la historia que se recuerda, casi siempre hay una historia que se pierde. Leamos los anales de Tácito, las vidas paralelas de Plutarco, las memorias de Chateaubriand o cualquier drama histórico de Shakespeare, y seguro que encontraremos, entre las locuras a las que se entrega la humanidad, entre todo el posible repertorio de conflictos, farsas, impuestos, intrigas, zancadillas y batacazos que ofrece la cosa pública, entre la fauna de políticos, bribones, idealistas, justicieros, ladrones o necios que la pueblan, perfiles enmendados, situaciones emborronadas, olvidos significativos.

Nada importa que cambie el decorado de época. Ni siquiera los protagonistas: Hitler por Atila; Trotsky por Danton. La cuestión siempre será la misma. Stendhal ignorando al emperador; Lucano, que escribe su Farsalia con vistas a beneficiar el recuerdo de Pompeyo, comparando a César con la raza de destructores furiosos que se regocijan de la desolación que extienden por el mundo. «Se alegra -dice Lucano- de haberse abierto paso gracias a la ruina de los otros». Hasta Catón, el honorable y vencido republicano, que dejó escrito «de todos los que emprendieron la tarea de destruir la república, sólo César estaba sobrio» hubiera podido sugerir al poeta cordobés que se atuviera un poco más a la verdad.

Nos gusta pensar en la imparcialidad de nuestros juicios y la razón que los ilumina, pero más de una vez vivimos entre el mito y la negación. Deificamos ciertos aspectos de la historia, olvidamos otros. Cuando se trata de intervenir en la refriega política, nuestra mirada es muy parecida a la de Stendhal o Lucano: un texto lleno de pasajes escritos con tinta negra y otros escritos con tinta invisible. Párrafos pletóricos de signos de admiración seguidos de párrafos tachados.

Fijémonos hoy en España. Bajemos la mirada del pasado a la morbosa actualidad de la campaña electoral: descubriremos la fecundidad de la memoria humana, su infinita creatividad, su capacidad de reorganizar el pasado reciente en dibujos que cambian sin cesar y se acomodan a las ambiciones del momento, a nuestro orgullo, a nuestra vanidad.

La parcialidad de Stendhal con Napoleón no es nada, por ejemplo, si la comparamos con la ciega adulación que una autoproclamada intelectualidad progresista rinde a Zapatero. Nada parece contenerlos en el elogio. Como si el grito «¡que viene la extrema derecha!» pudiera borrar los aspectos más sórdidos de la negociación con ETA o las sonrientes cesiones a lo más reaccionario que hoy por hoy existe en España: el nacionalismo sabiniano o el nacional-socialismo de ERC.
Como si ya estuviéramos lo suficientemente lejos de las mentiras y los mayúsculos errores del presidente de Gobierno para no ver lo que tiene de trucaje toda esta decoración postiza que le prestan ahora intelectuales y artistas. Más de una vez, el cinismo de unos y el deseo del otro por refugiarse en mundos soñados me ha recordado, estos días de propaganda, aquel comentario que un agente del FBI hacía en un policiaco americano de los años setenta:

«Señor, no me venga con fábulas. No me cuente eso a mí. Él es nuestro candidato, es nuestro hombre, no porque sea capaz, sino porque está hecho del mismo material que todos los buenos candidatos: de tinta».

La democracia, en el fondo, es un sistema de falsedad limitada destinada a la confrontación política, en el que cada bando intenta presentar una parte de la verdad como si fuera toda ella y en el que, muy raramente, la suma de las mitades forma la totalidad. Los unos y los otros, gobierno y oposición, sobre todo en periodo electoral, tienen tendencia a las grandes declaraciones maniqueas, y nadie, es cierto, debería asombrarse de ello. El problema se produce cuando las simplificaciones nos llevan a la caza de brujas, cuando olvidamos que la libertad de opinión es siempre la libertad de aquel que no piensa como nosotros, cuando se huye de la realidad como de la lepra, cuando se sataniza al adversario o se quiere confundir la crítica con el delirio conspirativo.

El mejor ejemplo de esto último lo podemos ver en el anticlericalismo político que ha desempolvado nuestra izquierda, carente de esa modestia que distingue las buenas y verdaderas maneras democráticas. Bandera lamentable. Poblada de espectros. Por supuesto, grito irracional, porque esa Iglesia intransigente y feroz que subleva a nuestra divina progresía sólo existe en su imaginario sentimental, porque la hegemonía católica ya no es omnipresente ni pesa sobre nosotros como pudo hacerlo en tiempos de la Contrarreforma. Ni se endurece, ni ha vuelto a la época de los autos de fe, aunque el sueño electoral de ZP así quiera pintárnosla para atizar la tensión.

Decía Talleyrand que la dulzura de la vida sólo la conocían los que como él habían vivido antes de la Revolución. Después de Zapatero y de sus apologistas es muy probable que no quede reliquia, reflejo ni eco de lo que un día fue la izquierda seria de España. ¿Quién, entre las filas de ésta, se levantará para decirle que ha reducido el viejo amor por los ideales a fingir desesperadamente el retrato que le brindan sus aduladores; que ha reducido los principios a la impostura de creer sus propias mentiras en una legislatura de violencia verbal programada? ¿Quién hará de Pasolini, y a igual que éste a los camaradas del partido comunista italiano tendrá el valor de decir a nuestros artistas e intelectuales zapateristas que la historia, siempre nueva, nos presenta ya otro horizonte, muy distinto al de sus obsesiones, y que el tiempo les ha corrompido tranquilamente?

Fernando García de Cortázar
Catedrático de Historia Contemporánea. Universidad de Deusto

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