quarta-feira, 20 de fevereiro de 2008

Patria o muerte

No hay dictadores mejores ni peores que otros. Algunos son más feroces, o más brutos, o más inteligentes, o envuelven en un cierto refinamiento su crueldad, pero en el fondo se trata siempre de la misma inmoralidad esencial: la de un hombre que secuestra por la fuerza la voluntad de un pueblo, en el vano nombre de un grupo o de una idea. Existe la tentación común de clasificar su maldad en atención al número de víctimas: asesinatos, encarcelamientos, torturas. Vano empeño. Los hay que necesitan matar más y quienes pueden lograr con menos violencia el mismo inaceptable objetivo: ejercer el poder absoluto mediante la coacción, el terror, la intimidación y el crimen.

Fidel Castro ha gozado siempre de la benevolencia comprensiva de una izquierda europea atrincherada en el sectarismo, presa de un etnocentrismo hipócrita que tolera para el pueblo cubano lo que no aceptaría para el español, el francés o el italiano. La fascinación castrista alcanza la categoría de mito; un mito absurdo y miope que domina la cosmovisión progresista de la última mitad del siglo XX. El izquierdismo recalcitrante jamás ha terminado de torcer su brazo ante la progresiva evidencia de un pueblo derrumbado en la miseria y de un tirano irracionalmente apalancado en su autoridad abusiva y sangrienta; se han minimizado sus atropellos, edulcorado sus arbitrariedades y buscado pretextos victimistas para justificar su retardatario enroque frente a los vientos de la Historia. Hasta este sórdido final a plazos, esta innecesaria y dolorosa dilatación del tránsito, este apego ultramontano a los resortes de un autoritarismo cruel y trasnochado, encuentra la anuencia complaciente de quienes se resisten a aceptar la igualdad decisiva y fundamental del dinosaurio caribeño con otros sátrapas adheridos a su delirio de poder hasta el último aliento de la vesania.

Fidel no se va, ni quiere irse; sólo su desaparición cerrará del todo el ominoso capítulo de la larga y despótica clausura política y social cubana. Acosado por la enfermedad, cercado por la terca recurrencia del debilitamiento, ha convertido el hospital en la última trinchera de su ofuscada resistencia. Experto como es en el ejercicio del poder personal hasta sus consecuencias más profundas, ha cambiado el uniforme por el chándal para continuar controlando desde la cama el destino de un pueblo al que desde hace cincuenta eternos años ha enajenado la libertad, el albedrío, la dignidad y hasta la simple capacidad para sobrevivir por sí mismo. Él seguirá mientras pueda dictando los soporíferos textos y consignas que soportan su ya cansina irreductibilidad, y manejando las decisiones claves que atenazan el futuro de la isla y de su gente. Sólo ha oficializado lo evidente, su manifiesta inhabilitación para una agenda de normalidad física y el inevitable declive de su liderazgo, y trata de aplicar un maquillaje lampedusiano para disfrazar la «ultima ratio» de su pétrea voluntad inmovilista. Ni transición ni zarandajas; ahora más que nunca, el rancio lema de «patria o muerte» rige el horizonte de la Cuba anacrónica del castrismo: sólo la muerte del dictador devolverá a su nación las riendas de su propio destino.

Ignacio Camacho

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