Hace ya casi veinte años, el dinosaurio resucitó. Llevaba muchos siglos dormido en nuestra memoria antigua, pero de repente la moda del cine convirtió su estudio en una pasión que desembocó en un parque temático. Sin embargo, el dinosaurio nunca dejó de ser estudiado por los especialistas, entusiasmados cada vez que se abría una luz en sus muchos enigmas. En el lenguaje coloquial, se entendía que un dinosaurio era un señor muy viejo con unas ideas muy antiguas y obsoletas, aunque el hombre trataba de imponerlas como si fueran las únicas posibles y decentes. En este sentido metafórico, Franco llegó a ser para los españoles un dinosaurio que nos amenazaba todos los días con su inmortalidad, una insoportable y tan pesada condición que final y felizmente resultó ficticia. A la salida de una guerra criminal, había creado un laberinto «paradisíaco», un parque temático odioso fuera del cual corríamos el peligro de quedar sin aire y morir de frío. Dinosaurios fueron también Stroessner en Paraguay, Somoza en Nicaragua, el doctor Francia (también en Paraguay) y, antes, Juan Vicente Gómez en Venezuela. Dinosaurio es Fidel Castro, el más dinosaurio de los sátrapas, que ahora se seca poco a poco en un lugar secreto de Cuba. En el futuro, los diccionarios hablarán del dictador cubano como un dinosaurio que vivió en una isla del Caribe en tiempos de Lezama Lima. En Colombia, el dinosaurio se camufló en caimán para que la canción popular volara de la montaña a la costa caribe: se va el caimán, se va el caimán, se va pa´ la Barranqilla.
En la literatura en lengua española, el dinosaurio más famoso es el que hizo escribir su famoso cuento a Augusto Monterroso, un escritor mínimo que fue grande entre sus muchos amigos. Acabo de releer algunos de sus cuentos más breves y sigo pensando que no es tan gran escritor como sostienen muchos de sus lectores y críticos. Me parece un escritor ingenioso, de ocurrencias breves y certeras, que tiene su antecedente primero en Esopo, un sabio que descubrió el zoológico, antes de que se inventara, como mecanismo para interpretar la vida de los hombres. El mérito atribuido a Monterroso, el de haber escrito el cuento más breve del mundo, tampoco es cierto y por ahí se encuentran frases más cortas que las suyas, que son todo un relato bíblico. «Y al séptimo día, descansó», por ejemplo. «Eche usted y no derrame», por poner otro ejemplo. De todas maneras, no hay duda de que el dinosaurio de Monterroso es el más socorrido de todos los dinosaurios literarios del mundo. Sobre ese animal de Monterroso se han vertido miles de cábalas y los más arriesgados se han atrevido incluso a interpretar el cuento como una metáfora que encierra un terrible secreto.
Algún escritor amigo de Monterroso dijo una vez que bajo el disfraz del dinosaurio se encontraba el padre del cuentista guatemalteco, un progenitor que tenía tres acendradas costumbres en su vida cotidiana: una buena, una mala y una regular. La buena era desearle todas las noches buenos sueños a su hijo y la mala despertarlo en la madrugada de todos los días para que fuera al colegio; la regular era que llamaba a su hijo por el apellido, «Monterroso». Ni Augusto ni Tito, sino «Monterroso». Los más políticos sugieren, por el contrario, que lo que Monterroso quiso escribir es una metáfora del dictador latinoamericano, un dinosaurio por el que pasan los años sin dejar ninguna huella aparente. Algún profesor norteamericano fue más allá y dijo en una de sus clases magistrales que el escritor en su brevísimo relato quiso denunciar el poder omnímodo del Imperio norteamericano, olvidándose de la entonces vejez intemporal del sistema soviético. Algún viajero interpretó el cuento como la biografía de un faulkneriano que viaja en un viejo Ford donde una noche se quedó dormido de cansancio. Eso es lo que tiene de bueno el cuento de Monterroso, que sobre él se han inventado miles de exégesis que son a su vez miles de relatos inventados sobre un cuento muy breve.
A un político español de cierta relevancia le preguntaron por el dinosaurio de Monterroso el día en que al escritor le otorgaron el Premio de las Letras Príncipe de Asturias. «Lo llevo por la mitad», dijo el hombre, por peteneras. En una emisora de radio, otro político español, también de alguna relevancia, fue preguntado de repente por el dinosaurio de Monterroso y contestó garboso que tenía todo el fin de semana próximo para leerlo. El colmo de la risa fue la respuesta de un importante periodista, comentarista político (para variar), que confesó no haber leído «el libro» del dinosaurio pero que, como contrapartida, había visto la película un par de veces. «Con mis hijos», añadió.
Tanto creció la fama del dinosaurio de Monterroso que al escritor se le conoció y se le conoce sólo por ese cuento, al menos fuera del mundo literario, como si no hubiera escrito otras parábolas parecidas que no parecen haber corrido la misma fortuna de la fama. Según algunos de sus amigos más cercanos, en los últimos años de su vida Monterroso estaba tan harto de su dinosaurio que confesaba que mejor hubiera sido no escribirlo. Incluso hubo un escritor muy famoso y culto que citó el cuento del guatemalteco en uno de sus muy leídos artículos, aunque cambió en un lapsus comprensible el dinosaurio por un unicornio, animal maravilloso, mítico y literario que vino a enriquecer las variantes del cuento original de Monterroso. A estas alturas no tengo que informarles de que se han hecho tesinas y doctorados en universidades americanas y europeas que tratan de desentrañar la verdad del dinosaurio de Monterroso. Un doctorado alemán llega a la alambicada conclusión de que en el nombre del bicho secular Monterroso estaba escondiendo el irreverente y maniático vicio solitario de la escritura, que nunca abandona al verdadero escritor, ni siquiera dormido.
Hace unos días, el hombre más viejo que habíamos visto en mucho tiempo pasó por delante de unos amigos que estábamos sentados en una terraza de Madrid. «Ahí va el dinosaurio de Monterroso», dijo uno de mis amigos. Y otro, el novelista Pedro Sorela, saltó al instante para decir, como Monterroso, que estaba harto del dinosaurio de Monterroso y que iba a contar la verdadera versión del cuento. Sucedió, contó Sorela, que cuando Tito Monterroso era un joven, en una de las clases a las que asistía se quedó dormido su compañero de pupitre, después de una curda espectacular que mantuvo abierta hasta el amanecer. De repente, el muchacho se despertó en clase y dijo el cuento de un golpe: al profesor, eterno y pesado, le llamaban sus discípulos «el dinosaurio». Eso fue todo, según la versión del propio Monterroso, que tal vez se la inventó sobre la marcha para reírse una vez más de sí mismo antes que de los demás, que era lo mejor que hacía junto con el cultivo de la amistad, el sentido del humor y la escritura. Siempre «con ese instinto que tenemos los bajitos para reconocernos en público», según irónica sentencia del mismo Monterroso, el escritor del dinosaurio más famoso de las literaturas de lengua española.
J. J. Armas Marcelo, escritor
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