Rendido el mundo a la ausencia de la epopeya, ningún espacio queda a lo sagrado. Salvo Rembrandt.
Rembrandt hoy en Madrid: una incurable melancolía. Di de bruces con Rembrandt en el otoño de 1967; esto es, en vísperas del fin del mundo. Y en las páginas de un libro, «Les voix du silence», escrito por André Malraux, veinte años antes, a manera de epitafio para el crepúsculo del suyo. En aquel tiempo, sólo había logrado yo localizar un ejemplar asequible en Madrid: el de la Biblioteca Nacional. Y llegaba cada día muy temprano para no perderlo; a los diecisiete años, dormir poco no deja este regusto a ceniza y química de ahora. Percibía vagamente -porque sabía esa cosa, entonces trivial y hoy tan rara, que es leer- cómo la vida de héroe que Malraux iba perfilando en la obra -no en la biografía, porque la biografía de un hombre es siempre tan fútil como la de cualquier otro- del pintor de la Jodenbreestrat era el espejo hiperbólico de aquella que el escritor soñara para sí mismo. Pero no hay más que un Rembrandt. Y, cuando Malraux finge trazar sobre las líneas del retrato del pintor el suyo propio, hay demasiada inteligencia puesta en juego como para no saber -y como para que no percibamos al leerlo- que es el placer vertiginoso de fracasar en infinita escala lo que el autor de la «Condición humana» está buscando. Como todo el mundo. Algunos lo consiguen. Muy pocos. A esas chispas de infinito llamamos obra de arte: Rembrandt.
No es verosímil que entendiera entonces yo, náufrago efímero en la penumbra de la Biblioteca, que era mi propia biografía lo que buscaba inventar sobre las páginas en las cuales el más épico de los literatos de entreguerras inventaba el encuentro imposible con el instante perfecto: Rembrandt ante la tela; en el exacto espacio simbólico en el cual, unos muy pocos años antes, el escritor había desplegado el violento paisaje de una revolución de la cual él sabía, como escasísimos de sus iguales, la acre embriaguez que da el perfume de la pólvora. Pintura ahora, donde anteayer metralla y bayoneta. Idéntica la epopeya. No es verosímil que en la fe ingenua de dinamiteros clandestinos que ahogaba nuestro aliento en esos años, ninguno de nosotros percibiera que el bellísimo fracaso proyectado por Malraux sobre Rembrandt prefiguraba el nuestro. Sin aquella perversa grandeza suya. El arte hubiera podido darnos lo que nos robó la historia. No lo supimos.
Treinta años tardé en dar, en cierta trastienda de librero en el Barrio Latino, con un ejemplar de aquella edición leída con los ojos hambrientos de los diecisiete, cuando vivir era aún posible sin morir de vergüenza. En la penúltima página, la 639, Malraux evoca su vida extraordinaria, condensada en la visión fosforescente del océano malayo antes del alba. Para caer en picado, desde ese falso infinito que la vanidad no acierta a mantener en alto. Y evocar el misterio; el de verdad; el que, desde la garra de la semibestia que mancha de bisontes la caverna, pervive hasta la mano vacilante del Rembrandt viejo ante el lienzo: «Y esta mano, cuyo temblor los milenios acompañan en el crepúsculo, tiembla con una de las formas más secretas y más altas de la fuerza y el honor de ser hombre». Y el libro acaba.
Gabriel Albiac - www.larazon.es
Rembrandt hoy en Madrid: una incurable melancolía. Di de bruces con Rembrandt en el otoño de 1967; esto es, en vísperas del fin del mundo. Y en las páginas de un libro, «Les voix du silence», escrito por André Malraux, veinte años antes, a manera de epitafio para el crepúsculo del suyo. En aquel tiempo, sólo había logrado yo localizar un ejemplar asequible en Madrid: el de la Biblioteca Nacional. Y llegaba cada día muy temprano para no perderlo; a los diecisiete años, dormir poco no deja este regusto a ceniza y química de ahora. Percibía vagamente -porque sabía esa cosa, entonces trivial y hoy tan rara, que es leer- cómo la vida de héroe que Malraux iba perfilando en la obra -no en la biografía, porque la biografía de un hombre es siempre tan fútil como la de cualquier otro- del pintor de la Jodenbreestrat era el espejo hiperbólico de aquella que el escritor soñara para sí mismo. Pero no hay más que un Rembrandt. Y, cuando Malraux finge trazar sobre las líneas del retrato del pintor el suyo propio, hay demasiada inteligencia puesta en juego como para no saber -y como para que no percibamos al leerlo- que es el placer vertiginoso de fracasar en infinita escala lo que el autor de la «Condición humana» está buscando. Como todo el mundo. Algunos lo consiguen. Muy pocos. A esas chispas de infinito llamamos obra de arte: Rembrandt.
No es verosímil que entendiera entonces yo, náufrago efímero en la penumbra de la Biblioteca, que era mi propia biografía lo que buscaba inventar sobre las páginas en las cuales el más épico de los literatos de entreguerras inventaba el encuentro imposible con el instante perfecto: Rembrandt ante la tela; en el exacto espacio simbólico en el cual, unos muy pocos años antes, el escritor había desplegado el violento paisaje de una revolución de la cual él sabía, como escasísimos de sus iguales, la acre embriaguez que da el perfume de la pólvora. Pintura ahora, donde anteayer metralla y bayoneta. Idéntica la epopeya. No es verosímil que en la fe ingenua de dinamiteros clandestinos que ahogaba nuestro aliento en esos años, ninguno de nosotros percibiera que el bellísimo fracaso proyectado por Malraux sobre Rembrandt prefiguraba el nuestro. Sin aquella perversa grandeza suya. El arte hubiera podido darnos lo que nos robó la historia. No lo supimos.
Treinta años tardé en dar, en cierta trastienda de librero en el Barrio Latino, con un ejemplar de aquella edición leída con los ojos hambrientos de los diecisiete, cuando vivir era aún posible sin morir de vergüenza. En la penúltima página, la 639, Malraux evoca su vida extraordinaria, condensada en la visión fosforescente del océano malayo antes del alba. Para caer en picado, desde ese falso infinito que la vanidad no acierta a mantener en alto. Y evocar el misterio; el de verdad; el que, desde la garra de la semibestia que mancha de bisontes la caverna, pervive hasta la mano vacilante del Rembrandt viejo ante el lienzo: «Y esta mano, cuyo temblor los milenios acompañan en el crepúsculo, tiembla con una de las formas más secretas y más altas de la fuerza y el honor de ser hombre». Y el libro acaba.
Gabriel Albiac - www.larazon.es
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