Abel Gance estrenó Napoleón el 7 de abril de 1927, con el acompañamiento musical de una orquesta en vivo, y para quienes asistieron a la Ópera de París aquel día la película resultó tan increíble y espectacular como la aventura de su personaje principal. Todos los espectadores quedaron atrapados por las imágenes que veían, capaces de revivir los pasos del conquistador de Italia y de transmitir la angustia, el miedo, el coraje, la esperanza, el hedor y la pasión de la Revolución francesa. Entre ellos se encontraba un joven oficial llamado Charles De Gaulle junto a su amigo André Malraux. Años después, aquel joven militar espigado, de fuerte talante conservador, convertido ya en la figura central de la Francia de la posguerra, recordaría:
«Malraux se levantó, abrió en alto sus brazos en el aire y empezó a gritar: ¡Bravo! ¡Tremendo! ¡Magnífico!». Ninguno de los dos olvidó la película. Ni el novelista que combatió en la Guerra Civil española para frenar el fascismo en Europa ni el general que se enfrentó al gobierno colaboracionista de Vichy y organizó la resistencia contra los ocupantes alemanes.
«Malraux se levantó, abrió en alto sus brazos en el aire y empezó a gritar: ¡Bravo! ¡Tremendo! ¡Magnífico!». Ninguno de los dos olvidó la película. Ni el novelista que combatió en la Guerra Civil española para frenar el fascismo en Europa ni el general que se enfrentó al gobierno colaboracionista de Vichy y organizó la resistencia contra los ocupantes alemanes.
Como Homero, que nos hace ver lo que nos está contando en bellos hexámetros, pero sobre la heroica sábana blanca de una pantalla, el cine puede recrear el pasado de una manera que sólo sería posible revivir mediante la máquina del tiempo. Las ruinas se levantan de entre el polvo y los viejos huesos se recubren de carne y pasiones, metiéndonos en la piel y en el corazón de mundos perdidos. Tebas y Akhenatón. Roma y Julio César. China y el gran Khan. El Dorado y Lope de Aguirre.
Historia o ficción, las buenas películas de ambientación histórica son un camino extraordinario y amable hacia el conocimiento, paralelo al que abren las mejores novelas históricas. Recordemos Juana de Arco, de Dreyer, Barry Lindon, de Kubric, El Gatopardo, de Visconti, Lawrence de Arabia, de David Lean, y la solidez de los mundos que resucitan en la pantalla.
Todos conocemos hoy el paisaje de la Italia ocupada por los nazis y de la inmediata postguerra, y no por los noticiarios, sino por unas imágenes que parecen más verídicas aún: el blanco y negro, fuerte y áspero, de las primeras películas de Rossellini. Hoy conocemos la calma helada de las calles humilladas bajo el cielo nublado o bajo la impasible gloria de los aviones, la metralla en las paredes de los edificios y el roce sombrío del cuero y las culatas de los fusiles, entre sombras y ruinas... conocemos todo eso, lejano, hiriente, porque lo hemos vivido en el cine.
Y lo mismo puede decirse de la Viena carcomida de historia y de mercado negro que evoca El Tercer Hombre, de la depauperada y corrupta Alemania de la República de Weimar que Fassbinder retrata ácidamente en la monumental Berlin Alexanderplatz o de aquel París de Mayo del 68 que Philippe Garrel filma en Los amantes regulares para evitar que aquellos días y aquellas batallas juveniles caigan en el olvido.
Del genocidio de la Segunda Guerra Mundial apenas quedan ya testigos que puedan decir, como Goya en la invasión napoleónica, «Yo lo vi», y si a las nuevas generaciones los campos de concentración no se les antojan cosas tan lejanas y ajenas como las matanzas de los hunos de Atila, es porque el cine ha contado una y otra vez las abundantes y siniestras barbaries del siglo de Hitler y Stalin. Por encima de la exactitud o inexactitud que pueda notar el historiador, las películas sobre Auschwitz o sobre la revolución rusa permiten constatar a los niños de cualquier generación las fechorías del ogro, y nos recuerdan que los asesinatos en masa no pertenecen al olvidable territorio de la pesadilla sino que ocurrieron aquí, y entonces.
Nuestro mundo está hoy dominado por la omnipresencia de la imagen, y el cine puede entregarle a Clío una inmensa popularidad, y con ella lectores que nunca habría conseguido. Por supuesto, existe un precio. Al relato de la historia el cine le quita la profundidad y anchura del campo de observación, y a menudo sustituye la realidad helada de los hechos por el colorido sentimental de los mitos. Hay una cinta norteamericana muy mentirosa que puede servir de ejemplo para ilustrar esta impostura: ¡Viva Zapata! Cualquier conocedor somero de la historia mexicana sabe que aquel Zapata interpretado por Marlon Brando era falso de pies a cabeza, pero cuando muere su muerte de gallo acribillado el espectador siente lo que debió sentir todo México cuando conoció la noticia. El espectador se ha conmovido, y lo ha hecho de la misma manera que lo hacía la buena conciencia progresista de los años cuarenta y cincuenta con las películas filmadas por Eisenstein bajo la supervisión de Stalin.
La relación del cine con la historia es tan larga, y está tan repleta de fraudes y fiascos, como la establecida entre el cine y la literatura. El primer largometraje exhibido en Estados Unidos, La reina Elizabeth, fue un simple vehículo para que Sara Bernhardt mostrara su histrionismo excesivo. Y en su primera versión de Anna Karenina Hollywood transformó la plenitud humana y emocional de la magnífica novela de Tolstoi en una bata de andar por casa hecha a la medida de Greta Garbo.
La era napoleónica, época de universal carnicería que asiste atónita al levantamiento madrileño de 1808 filmado ahora por José Luis Garci en Sangre de Mayo, ha tenido suerte en la gran pantalla y cuenta con excelentes películas, especialmente la grandiosa Guerra y Paz que hizo King Vidor en 1956. Todo aquello que acoge el cine con esplendor aparece en esta magnífica adaptación de la novela de Tolstoi: el encanto de la nobleza, los bailes en salones majestuosos y las visitas a la ópera, el amor y su ceniza, el estremecimiento ante la guerra, la inmensidad del paisaje, el sacrificio de la población que lucha por preservar la patria, la pobre gente que escapa ante el invasor dejando tras de sí los palacios abandonados, las cosechas quemadas y, al final, la melancolía de la retirada y derrota del ejército francés, sin duda uno de los mejores momentos de la historia del cine.
Lo que conocemos del siglo inaugurado con la Revolución francesa deja mucho espacio para imaginar, reflexionaba Galdós cuando se disponía a iniciar los Episodios Nacionales. Y pocas son realmente las novelas capaces de adentrar al lector en el siglo XIX español con la sonrisa y comprensión cervantina con que lo ha hecho el escritor canario. Leer a Galdós es como penetrar en un gran y polifónico país sorbido de tertulias y quimeras, y José Luis Garci, que siempre ha confesado su fascinación por el autor de Fortunata y Jacinta, ha sabido entenderlo en el momento de trasladar al cine La Corte de Carlos IV y El 19 de marzo y el dos de mayo.
Lo que Milton, Homero inglés, reunió ante sus ojos de ciego y de poeta, «innúmeros espíritus armados en lucha incierta», puede ser una perfecta evocación de Sangre de Mayo. Los innúmeros espíritus son las vagas sombras convocadas sobre la blanca pantalla. Las tropas napoleónicas avanzando por el territorio nacional. Una corte ensimismada. Y un coro tumultuoso, bestial y generoso, ingenuo y marrullero, despistado, intuitivo, manipulado, mezquino, tierno y noble. ¡El pueblo español!, convertido en protagonista principal de la historia al calor del fuego heroico que inflama las calles de Madrid en un inmenso y fulminante ataque de cólera. Al final, noche de lóbrega matanza, de ejecuciones en masa, de exterminio, en el Manzanares y La Moncloa, la desolación de los esfuerzos inútiles y la grandeza de las batallas perdidas de antemano. Al final, un canto a la vida inmortal: porque hay pestes, plagas y guerras y el sol sigue poniéndose pero el hombre, como la tierra, siempre se levanta,permanece.
Fernando García de Cortázar
Director de la Fundación «Dos de Mayo. Nación y Libertad»
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