Un paseo por la exposición del genio holandés, el acontecimiento del otoño en El Prado, que será inaugurada el próximo miércoles, día 15 de octubre.
Alejandro Vergara mira pensativamente hacia la pared y hacia el cuadro que hace un momento estaba apoyado en el suelo contra ella y da instrucciones a los operarios que lo van subiendo a diferentes alturas, levantándolo un poco más de un lado o del otro, hasta alcanzar una horizontal convincente. Los operarios llevan guantes y el cuadro que no aciertan todavía a colgar en una posición satisfactoria es la Negación de San Pedro de Rembrandt, que hace unos minutos he visto extraer muy despacio, con gran ceremonia, de un embalaje formidable. En la vida uno aprende a agradecer que le sucedan ciertas cosas, a agradecerlas justo cuando le están sucediendo y no mucho después: en el momento en que veo a Alejandro Vergara, comisario de la exposición de Rembrandt en el Prado, hacer gestos tentativos y echarse hacia atrás para mirar mejor y quedarse cavilando con la mano en la barbilla para saber si la Negación de San Pedro está bien colgada o no yo agradezco la oportunidad que estoy teniendo de asistir a su trabajo y al de la gente que se atarea a su alrededor esta mañana, cuando la exposición aún no está instalada del todo, cuando los cuadros no pertenecen aún a ese espacio literalmente intangible en el que uno está acostumbrado a mirarlos.
Con ademanes de una precisión admirable otros operarios con guantes disponen sobre una mesa ancha otro cuadro, de tamaño menor, que ya ha sido desembalado, pero que aún está en el interior de su envoltorio de seguridad, esperando a que los técnicos terminen de abrirlo y se aseguren de que no ha sufrido daño en el traslado. Lo desenvuelven, con gestos casi de alta cirugía, le dan la vuelta y lo que tengo delante de mí es Jeremías lamentando la destrucción del Templo: una tabla de no más de medio metro, con un marco de carey. La luz del foco que lo ilumina de cerca resalta el azul del manto del profeta y los hilos de oro del lienzo en el que se apoya, y la plata y el oro de los vagos objetos litúrgicos junto a los que se inclina. Es un viejo derrumbado por la tristeza, con una expresión de miedo y de angustia en la cara, que no quiere ver lo que se insinúa al fondo, un resplandor de incendio, el horror que él vaticinó y sin embargo no supo remediar. Pero acerco más los ojos y veo las pinceladas sutiles, su materia tenue sobre el lienzo y la preparación de fondo, y la claridad a la vez suave y rotunda que ilumina la cabeza cana del profeta irradia desde el cuadro hacia mí.
La pintura no sucede en el vacío, no es una emanación inmaterial del prestigioso talento solitario, aislado de cualquier influencia: Alejandro Vergara ha situado el Jeremías al lado de un Santo Tomás de Rubens que ya estaba en el Prado, y al hacerlo revela algo que es el hilo central de la exposición, y que de otro modo no habríamos sabido ver: durante muchos años, Rembrandt aprendió de Rubens, que a nosotros nos parece tan distinto a él; lo admiró con el fervor y tal vez la parte de recelo del joven lleno de talento que se atreve a medirse con el maestro de más edad; quiso tener una carrera internacional como Rubens, ser un gran señor no sólo de la pintura, sino también de la vida mundana; tener la ocasión de desplegar su imaginación, su conocimiento de la Antigüedad y su dominio de la técnica en grandes composiciones espectaculares a la escala italiana, historias bíblicas o mitológicas como las que pintaba Rubens para los palacios y las iglesias de sus patrones poderosos.
Con incurable propensión al anacronismo queremos ver a Rembrandt como un contemporáneo, sombrío en su ascetismo y su rareza, en su voluntad de introspección, mientras que Rubens se nos queda en el pasado de las pomposas escenografías barrocas. Pero en el itinerario por estos cuadros del Prado vamos descubriendo cómo Rembrandt se educó en lo que ha llamado Harold Bloom la ansiedad de la influencia, y eso nos ayuda a verlo de otro modo porque nos fuerza a verlo en su tiempo: con descaro de imitador y comediante, Rembrandt se retrata disfrazado de gran señor, a la manera de Rubens, con un turbante coronado por una pluma fantástica, con un traje de brillos opulentos, apoyando la mano enguantada en un bastón con un ademán augusto. No se retrata tal como es, sino con la audacia de imaginarse distinto y triunfal, mundano, hombre de negocios, con algo de insolencia y algo de burla, mostrando con el mismo descaro su dominio del oficio y una ambición explícitamente modelada sobre el éxito de Rubens.
La imitación alimenta el talento; el talento fortalecido va apartándose del modelo que ofrecía el maestro. Rembrandt toma de Rubens y al mismo tiempo se aparta de él, en un proceso de apropiación que tiene algo de saqueo y que es el camino paradójico hacia la originalidad. Sin Rubens, sin la gran tradición italiana, no habría existido esa pintura tremenda de la que uno no puede ni quiere apartar los ojos, Sansón cegado por los filisteos: la amplitud espacial, la gestualidad de las figuras, el rigor compositivo bajo la impresión inmediata de apelotonamiento.
Pero en el puñal que se hinca en el ojo y en el pie contraído por un dolor animal y en la sangre que salta hay una brutalidad que nadie ha pintado hasta entonces; y la escena, de tanto aparato visual, tiene sin embargo una siniestra cualidad interior, porque lo más espantoso está sucediendo en la conciencia de cada uno de los personajes, en el modo en que experimenta cada uno el horror que cometen, o en el que participan. Y a un paso de la sangre que salta del ojo de Sansón y del metal de las armaduras de sus verdugos hay una luz exterior de mañana limpia, de pura inocencia.
Poco a poco se ve a Rembrandt quedándose solo: en la Susana de 1636 la atmósfera era plenamente suya, pero la carnalidad del cuerpo desnudo venía de Rubens: dieciocho años después, la desnudez de Betsabé es igual de rotunda, pero la sensualidad está teñida de melancolía, y si el cuerpo se ofrece sin defensa a la mirada masculina la mirada ausente de la mujer sugiere una conciencia apesadumbrada y soberana a la que nadie puede asomarse.
Como no va a sonar una alarma acerco mucho los ojos al lienzo: la sutileza y la libertad de la pincelada se vuelven según me acerco al final, que es casi el de la vida de Rembrandt. En el orden de los cuadros está la forma sutil de una biografía. En su último autorretrato las arrugas de la vejez están hechas con los arañazos del pincel, y quien quiso verse disfrazado de príncipe ahora parece que viste con harapos de mendigo. Rembrandt se pinta riéndose, como un carcamal desvergonzado, como si la risa fuera ya la única reacción que le merece el espectáculo del mundo, el de su propia cara devastada por los años, irreconocible y grotesca en el espejo.
Antonio Muñoz Molina
www.elpais.es
Rembrandt. Pintor de historias
El Museo del Prado inaugura la temporada de exposiciones temporales, a partir del 15 de octubre, con una muestra del pintor holandés en una de sus mejores facetas: la de narrador. A continuación un recorrido con la obra de Rembrandt e imágenes exclusivas del montaje de la exposición:
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