En España le decimos Severiano, así completo, pero en Inglaterra, Escocia y los Estados Unidos le llaman «Seve». Es de Pedreña. De Puerto Chico a sus raíces, en continua ida y vuelta, navegan las pedreñeras por la bahía de Santander. Severiano, de niño, mil veces pensó y soñó con golpes imposibles durante las breves travesías por las aguas azules o grises cimarronas de la inmensa ensenada santanderina, rasgada por las arenas del Puntal.
Cumplió con creces sus sueños, y alcanzó realidades impensables. Aprendió a jugar al golf en Pedreña, con sus tíos De la Sota, que no son los millonarios separatistas de «Sir» Ramón y Neguri, sino los montañeses pedreñeros, nobles y robles de la Montaña, donde todos son hidalgos, hijos de algo, y no hijos de otra cosa. En Cantabria, junto a la playa de Oyambre, sólo amenazado por los ecologistas «sandía», resiste el primer campo de golf de la península, un Saint Andrews en pequeño, dibujado entre dunas y con el Cantábrico abierto de testigo. Pero el golf de verdad nació en España cuando Severiano Ballesteros vio la luz en Pedreña. A partir de Seve, como el tenis de Santana, en España el golf se hizo deporte de masas y no de minorías.
Seve triunfó en tres ocasiones en el «British Open», y se convirtió en el ídolo de los británicos, que lo tienen como suyo. Y en dos ocasiones se vistió con la chaqueta verde del «Masters» de Augusta. Su tesón, su empuje y su prestigio fueron determinantes para que la «Ryder Cup» se jugara en España, en el Golf de Valderrama, y en aquella ocasión fue el capitán del victorioso equipo europeo. También levantó la copa como jugador, pero aquella victoria de Severiano, la de traer la «Ryder Cup» a España, nunca se le agradeció con excesiva generosidad. Severiano Ballesteros forma parte del reducido grupo de los Grandes, con mayúscula, del Deporte español. Y con sólo cincuenta y un años, se nos puede estar marchando, precisamente ahora, cuando había recuperado sus paisajes y estaba establecido en sus bellísimas raíces después de tantos viajes, tantas ausencias, tantas querencias y tantas melancolías.
Escribo mientras está siendo operado en un quirófano de La Paz, por tercera vez en menos de veinte días. Un tumor cerebral tiene la culpa. No parece posible que un árbol de esa fortaleza, en el mejor tiempo de la vida, pierda sus hojas y asuma el peligro de no sentirlas, aún más fuertes, en el próximo renuevo. Que un hombre como Severiano, todo fuerza y empecinamiento, haya sufrido la visita de tan canallesca inoportunidad.
Se sintió mal en la Terminal-4 del aeropuerto de Barajas, y ese mareo también fue inoportuno. De haberlo padecido en el pequeño aeropuerto santanderino de Parayas, Seve estaría igual, igual de mal, pero experimentaría en su desconcierto la inmediatez de su tierra madre, del golf de su infancia, del paisaje de la bahía, de su acuarela vencida de «caddie», llevando sobre sus hombros la bolsa de palos del socio amable o el socio antipatiquísimo. O del generoso y el tacaño, o del tranquilo y el malhumorado. Sus primeros años, en resumen.
Dios quiera que el roble resista y se restablezca del todo en su raíz de Pedreña. Fuerza y carácter le sobran para ello. Es un ganador. Un montañés puro, un español rotundo, un deportista querido y admirado en todo el mundo. Que no se rinda.
Cumplió con creces sus sueños, y alcanzó realidades impensables. Aprendió a jugar al golf en Pedreña, con sus tíos De la Sota, que no son los millonarios separatistas de «Sir» Ramón y Neguri, sino los montañeses pedreñeros, nobles y robles de la Montaña, donde todos son hidalgos, hijos de algo, y no hijos de otra cosa. En Cantabria, junto a la playa de Oyambre, sólo amenazado por los ecologistas «sandía», resiste el primer campo de golf de la península, un Saint Andrews en pequeño, dibujado entre dunas y con el Cantábrico abierto de testigo. Pero el golf de verdad nació en España cuando Severiano Ballesteros vio la luz en Pedreña. A partir de Seve, como el tenis de Santana, en España el golf se hizo deporte de masas y no de minorías.
Seve triunfó en tres ocasiones en el «British Open», y se convirtió en el ídolo de los británicos, que lo tienen como suyo. Y en dos ocasiones se vistió con la chaqueta verde del «Masters» de Augusta. Su tesón, su empuje y su prestigio fueron determinantes para que la «Ryder Cup» se jugara en España, en el Golf de Valderrama, y en aquella ocasión fue el capitán del victorioso equipo europeo. También levantó la copa como jugador, pero aquella victoria de Severiano, la de traer la «Ryder Cup» a España, nunca se le agradeció con excesiva generosidad. Severiano Ballesteros forma parte del reducido grupo de los Grandes, con mayúscula, del Deporte español. Y con sólo cincuenta y un años, se nos puede estar marchando, precisamente ahora, cuando había recuperado sus paisajes y estaba establecido en sus bellísimas raíces después de tantos viajes, tantas ausencias, tantas querencias y tantas melancolías.
Escribo mientras está siendo operado en un quirófano de La Paz, por tercera vez en menos de veinte días. Un tumor cerebral tiene la culpa. No parece posible que un árbol de esa fortaleza, en el mejor tiempo de la vida, pierda sus hojas y asuma el peligro de no sentirlas, aún más fuertes, en el próximo renuevo. Que un hombre como Severiano, todo fuerza y empecinamiento, haya sufrido la visita de tan canallesca inoportunidad.
Se sintió mal en la Terminal-4 del aeropuerto de Barajas, y ese mareo también fue inoportuno. De haberlo padecido en el pequeño aeropuerto santanderino de Parayas, Seve estaría igual, igual de mal, pero experimentaría en su desconcierto la inmediatez de su tierra madre, del golf de su infancia, del paisaje de la bahía, de su acuarela vencida de «caddie», llevando sobre sus hombros la bolsa de palos del socio amable o el socio antipatiquísimo. O del generoso y el tacaño, o del tranquilo y el malhumorado. Sus primeros años, en resumen.
Dios quiera que el roble resista y se restablezca del todo en su raíz de Pedreña. Fuerza y carácter le sobran para ello. Es un ganador. Un montañés puro, un español rotundo, un deportista querido y admirado en todo el mundo. Que no se rinda.
Alfonso Ussía
www.larazon.es
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