Borges se murió sin el Nobel de literatura. Con su fino humor, decía que Suecia era un país muy fiel a sus tradiciones y que una de ellas era la de no premiarle. Por otra parte, Sartre, más importante como filósofo pero muy inferior como escritor, rechazó el premio y, como correspondía a su carácter, después reclamó el dinero.
Las dos historias tienen su punto grotesco. Tal vez lo grotesco sea inseparable de las grandes ceremonias, y el Nobel es ante todo una ceremonia. Yo había hecho mis rogativas a favor de Philip Roth, pensando que está enfermo, que le va a pasar lo mismo que a Borges y que Pastoral americana es una de las quizás veinte novelas mayores del siglo XX. Postergué las preces por Milan Kundera y La broma, que figura en la misma lista, porque el checo me parece más saludable que el americano. Pero creo que en el fondo sabía, como siempre sabe uno cuando compra un billete de lotería, que el beneficiado sería otro.
Hace muchos años leí unos cuantos libros de Le Clézio, y hasta elogié su estilo en alguna remota reseña: escribía bien. Después desapareció, como tantos autores de éxito en los setenta y ochenta. Si no me lo mencionaba la Academia Sueca, sospecho que no me hubiera vuelto a acordar de él. Volví a ver su cara en los diarios, casi de perfil, fotografiado con traje de pobre, calcetines y sandalias. No era, ni es, desde luego, un competidor, ni la sombra de un competidor, de Octavio Paz, ni de Saint-John Perse, ni de Isaac Bashevis Singer, que tuvieron el dudoso honor de ir a Estocolmo en su día. Está más bien en el penoso nivel de la Jelinek o de Pinter. (Acabo de oír en la tele a no sé quién, al parecer muy autorizado, decir que Valle Inclán se continuaba en Buero Vallejo, de modo que poco me puedo escandalizar ante esas promociones escandinavas. Sólo digo que son autores más bien pobres. Al menos, a diferencia de Dario Fo, han intentado escribir).
La cosa no sería tan grave, quizás, si los noruegos no hubieran decidido dar esa cosa espantosa llamada premio Nobel de la Paz, con mayúscula. Sobre todo, teniendo en cuenta que se lo concedieron a un terrorista en activo como Yaser Arafat y a una mitómana sin tratamiento como Rigoberta Menchú. Y no escarmentaron: sospecho que no se sintieron ridículos, ni siquiera en el momento en que recibieron al indocumentado Al Gore y le dieron un vano empujoncito hacia su nueva (y fallida) candidatura presidencial: es verdad que ni en Oslo ni en Madrid se había oído hablar de Obama por aquellas fechas. Y este año, como guinda para la tarta, no se ruborizaron ni un poco al homenajear a Martti Ahtisaari (he tenido que ir a Google para ver cómo se escribía), un tipo que ha fracasado en casi todo lo que se ha propuesto, salvo en triunfar. Mediocre presidente de un país bendecido por la telefonía móvil, y menos que mediocre negociador de la ONU en conflictos como el Kosovo o el de Ruanda, donde no sólo se sigue matando cada día, sino que ni siquiera se ha alcanzado alguna forma de definición del conflicto. ¿Alguien sabe si Kosovo es una provincia serbia, una provincia albanesa, un país...? Desde luego, no es una nación. Y, desde luego, posee casi todo el carbón de Europa, que jamás se ha dejado de explotar.
Y no hace demasiado tiempo que los suecos, la gente más estatalista del mundo, decidieron incluir la economía entre las ciencias premiables, no necesariamente exactas. Y ayer mismo han acogido en la gloria Nobel a Paul Krugman, cómo no, una especie de talibán del antiliberalismo que predica desde un blog en el New York Times: toda una contribución a la campaña de Obama, de quien, al parecer, se espera que instaure el socialismo.
Para colmo, este año han politizado del todo un premio científico, el de medicina, al decantarse, en el irresoluble conflicto Gallo-Montagnier, por el francés: una imposibilidad, una especie de decisión de Sophie entre Jenner y Pasteur (y que conste que estos dos científicos de la antigüedad reciente no aspiraban al Nobel gracias a que en sus respectivos tiempos no existía).
¿A qué se debe, pues, el inexplicable prestigio de la institución Nobel? Un prestigio un tanto futbolero, hay que decir: yo he visto llorar a un tipo en un café de Barcelona porque "habíamos ganado el Nobel" cuando se lo concedieron a García Márquez, y me fui de ahí, después de cambiar unas frases con él, convencido de que no había leído Cien años de soledad. (Y me encontraba en Múnich el día de la elevación de Ratzinger al pontificado y vi con mis propios ojos un periódico bávaro que titulaba en portada "Somos Papa": nadie está a salvo del hooliganismo).
Fútbol aparte, ese inexplicable prestigio se debe a que la institución Nobel es la encarnación terrenal avant la lettre de la corrección política. En 1915 le dieron el de literatura a Romain Rolland, que fue autor de Juan Cristóbal y El alma encantada, dos largas y maravillosas novelas, y de la mejor biografía de Beethoven que se haya escrito jamás, pero no se lo dieron por eso, sino porque era un pacifista radical, como los propios suecos, que con las dos guerras mundiales sólo se lucraron, y había elegido escapar de la barbarie de los tiempos haciéndose ciudadano suizo: de eso quedó constancia en una colección de artículos, tres volúmenes que, por si a alguien le quedaban dudas sobre el contenido, Rolland tituló Au-dessus de la mêlée. No premiaron lo mejor, sino lo peor de Rolland.
Durante la guerra fría, los Nobel mantuvieron un difícil equilibrio, que los llevó a premiar al escritor palaciego del estalinismo, Mijail Sholojov (cuya autoría de El don apacible aún está a debate), y a Winston Churchill (a quien dieron el de literatura porque no tuvieron el valor necesario para darle el de la paz, a pesar de que fue el principal artífice político de la derrota del nazismo; sí lo tuvieron para dárselo en 1944 a la Cruz Roja, pese a su dudoso papel en la Alemania concentracionaria, y nuevamente en 1963, pese a su manifiesta hostilidad hacia el Estado de Israel, que le ha llevado a compartir identidad con la Media Luna Roja desde 1929 y a demorar hasta 2005 el reconocimiento del Maguen David Adom).
El premio de literatura a Sartre en 1964 fue una declaración anticolonialista, necesaria sobre todo después del "error" de habérselo entregado al vacilante argelino Camus (que sabía perfectamente lo que se venía con los islamistas) en 1957.
Y si el año pasado respaldaron con Gore al ecologismo radical y anticientífico del Romanticismo y el nacional-socialismo (hay otro, racional y científico, que hunde sus raíces en la Ilustración y en los primeros debates de la Asamblea en la Revolución Francesa, que debemos reconocer y cuyas afirmaciones, menos tajantes, por cierto, difieren bastante de la de los radicales: en cuanto a eso, vale la pena conocer las obras de Bjorn Lomborg y de Christopher Horner), este año, con Le Clézio, reconocieron el buenismo latinoamericanista, línea serpiente emplumada, y con Ahtisaari, el pacifismo guerrero de la UE y el destripamiento de Serbia.
Horacio Vázquez-Rial
http://www.vazquezrial.com/
Nenhum comentário:
Postar um comentário