quinta-feira, 27 de maio de 2010

El dolor sepultado

El texto fundacional de la literatura de Occidente comienza con una invocación y con la promesa de la narración de los hechos de un pasado legendario.

El pretérito es el tiempo verbal de la épica, de la literatura, al menos en sus albores, cuando la palabra está al servicio de la tradición, cuando el verso perpetúa, antes de la existencia de la escritura como recurso técnico, la memoria de una cultura y su transmisión oral:
¡Que al menos no perezca sin esfuerzo y sin gloria, sino tras una proeza cuya fama llegue a los hombres futuros! (Homero, Ilíada, XXII, 305).
Itsjok Katzenelson, homérico a su pesar, reúne la condición de ser testigo del Holocausto y la de haber sido asesinado en él. Héctor y Homero en un solo hombre. Y además construye su testimonio en un poema formado por 15 cantos. A diferencia de los testimonios de los llamados supervivientes, Katzenelson nos lega una obra escrita sin la distancia del tiempo y la memoria. No recuerda. No hace falta. Sencillamente muestra, declara, ofrece la desnuda verdad que está sufriendo, no la que ve o rememora. Su obra no puede ser testimonio. Es el Horror puesto en palabras. Poesía desnuda, límite.

Su canto se forja con el relato, en forma de poema, de la matanza en tiempo presente. No es la memoria del bardo que recoge leyendas ancestrales de un tiempo remoto y las narra a la posteridad, construyendo la subjetividad de los integrantes de su pueblo, esa memoria basada en el principio de autoridad que el pensamiento racional (platónico) se impone demoler. Es el aullido, que cristaliza en versos febriles, lanzado desde el interior mismo de la masacre. El testimonio, cadena de versos clandestinos verbalizando el Horror, muestra toda la carga de verdad que contiene el silencio (la palabra de todos los exterminados), que colma la voz sin la que el silencio sólo sería amnesia, pura inexistencia, esa nada a la que el exterminio reduce (Vernichtungslager: campo de nihilización):
¡Ay, los callados! ¡Son los que más desaforadamente gritan! (3, 10).
El legado antiguo del pueblo griego se funda sobre la narración de una guerra. El legado moderno del pueblo judío se funda sobre el testimonio de un exterminio.

El primer canto está fechado los días 3-5 de octubre de 1943. El último, los días 15, 16 y 18 de enero de 1944. En ese intervalo de tiempo tiene lugar la más cuantiosa producción de muerte del exterminio. Katzenelson está escribiendo cuando el proceso del exterminio está en marcha: del gueto de Varsovia, donde son asesinados su mujer y dos de sus hijos, y de donde salen él y su hijo mayor con la ayuda de la resistencia que organizó el levantamiento del 19 de abril del 43, pasando por el campo de Vitel, en Francia, donde escribe el poema, hasta llegar, en abril del 44, a Auschwitz, fin de trayecto.

En este canto habla la voz del ya muerto, un muerto en vida, un "muerto en prórroga", según la fórmula que emplea un superviviente entrevistado por Lanzmann en Shoah, un muerto con las constantes vitales suficientes para entregarse al arrebato inútil de escribir (y de escribir en ídish, el idioma de los aniquilados, el idioma –el pueblo– aniquilado), para refugiarse en la rebeldía del que se aferra al lenguaje, último vestigio de racionalidad común en medio del espanto de un mundo de racionalidad estatal. Es un morituro, en expresión que Primo Levi emplea en el prólogo a la edición italiana del texto de Katzenelson, es decir, un moribundo, cuando todo ser vivo lo es; pero es que el rutinario instinto de supervivencia impele al sujeto humano a desplazar de la vida cotidiana esa certeza que el gueto o el campo imponen sin posibilidad de desplazamiento ni engaño. El muerto, que habla aún, se encuentra abierto en canal a la presencia de la muerte, de la nada, conserva el aliento justo para decir el Horror en medio de la muerte presente, irrevocable, que lo colma todo de un vacío inexpresable:
... todo está colmado... y está vacío (3, 9).
El canto, escrito mientras la maquinaria estatal de la muerte funciona a pleno rendimiento, es la palabra que no admite respuesta, que no admite eco. La poesía testimonial que no repara, sino que ahonda en el dolor, que se resiste a ser sepultada por la estupidez y las convenciones afectivas.

No hay salvación en la palabra. Hay sólo palabra. El silencio que abre el punto y final al término del decimoquinto y último canto del poema es la conclusión lógica, implacable, el instante en que el texto cobra toda su carga de verdad:
¡No se vayan, dolores! ¡Crezcan, crezcan en mí y hagan silencio! (3, 2).
Pero la belleza destilada por la combinatoria de signos que denominamos lenguaje, esa belleza que el poema de Katzenelson depura por su pulcritud estilística, por su afilada poética libre de sentimentalismos, estallando en las páginas garabateadas de sus hojas manuscritas, sitúa al lector frente a una realidad que le es necesariamente ajena, ante la que sólo puede proyectar sentimientos, esas coartadas que mienten siempre, que imposibilitan el conocimiento y anestesian. Katzenelson escribe en esa lengua a la que se refiere el genio español:
Es lengua no sólo diferente, sino extraña, la de la verdad; es amarga, óyese, y en vez de aprenderse, se teme (Francisco de Quevedo, Defensa de Epicuro contra la común opinión).
El dolor es traicionado por la lectura patética, por el lenguaje convencional, por la consolación del monumento, por la Historia sepultada bajo la piedra:
Llevo una lágrima petrificada en la pupila... (1, 6)
El memorial impone un muro de barullo sentimental y cacofónico, la algarada de la ignorancia, el tumulto informe de los afectos y las buenas intenciones. La petrificación de la lágrima desvía el Horror y el acto de su pronunciamiento hacia regiones que la civilizada Europa pueda gestionar sin riesgo.

Con inquietante rentabilidad dramática, los lugares del exterminio han sido sepultados bajo monumentos y buenos sentimientos. Los versos del asesinado son exactos:
¡Inteligencia, dame / el nombre exacto de las cosas! (Juan Ramón Jiménez, Eternidades)
Anuncian, desde el exterminio en acto y fuera de la consciencia abotargada del lector, el vaticinio de esa inevitable traición.


ITSOJK KATZENELSON: EL CANTO DEL PUEBLO JUDÍO ASESINADO. Herder (Madrid), 2008, 150 páginas.

José Sánchez Tortosa

http://libros.libertaddigital.com

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