En los últimos años, y en especial después de las elecciones de 2008, la retórica del "cordón sanitario" contra el Partido Popular fue perdiendo importancia (...). Los símbolos nacionales dejaron de estar estigmatizados como lo habían estado antes, en particular en los años ochenta. |
Uno de los planes de rescate económico del Gobierno, el llamado Plan E, se ha anunciado en todos los municipios españoles con los colores de la bandera de España como signo distintivo. El Gobierno, por su parte, ha dado en llamarse como nunca antes. Ahora es el Gobierno de España, resolviendo así un problema de difícil solución hasta ahora. Como el sistema político español es original y cambiante, no se podía hablar de Gobierno central si no se quería herir las susceptibilidades de los miembros o responsables de las regiones o nacionalidades. La denominación de Gobierno de España, por su parte, era impensable mientras España siguiera siendo una unidad cultural y política con una tradición compartida y un futuro en común: un país o una nación, según el concepto moderno del término.
En su segunda legislatura, el Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero rompió la prohibición. La palabra España, tan poco utilizada hasta ahí, ha conseguido el marchamo oficial. Los medios de comunicación la han aceptado con facilidad y ha sido aún mejor acogida en los círculos oficiales y políticos, de cualquier partido. Políticos y periodistas hablan del "Rey de España" o del "Gobierno de España". ¿Se tratará de un renacer del patriotismo en España? Resulta dudoso. Es verdad que algunos miembros del Partido Socialista han recurrido a las palabras patriota o patriotismo, pero suele ser en un contexto polémico. El patriotismo sigue siendo una virtud desacreditada. Suele ser considerada retórica, anticuada, cuando no fraudulenta.
En una intervención en el Senado, Rodríguez Zapatero explicó que el concepto de nación "es discutido y discutible. Muchos conceptos políticos lo son. El concepto de nación, como tantos otros, tiene además una larga historia. Una vez fue el conjunto de personas nacidas en un mismo lugar o que comparten algunos rasgos culturales. Aún se habla de la "nación sioux" o la "nación navajo", y a veces se recurre a esta analogía para justificar la expresión nación catalana. La palabra nación también designó unidades políticas más o menos ideales, como en la Edad Media, cuando se hablaba de la nación española, la italiana, la alemana y la inglesa sin que aún existiera el Estado moderno tal y como lo conocemos hoy.
Sin embargo, para Zapatero el Gobierno tiene la "obligación intelectual" de constatar que "en algunos casos estamos ante conceptos discutidos y discutibles, afortunadamente, para el objetivo de buscar una convivencia compartida en un proyecto común, que es España, que se rige por la Constitución y que busca que sus pueblos, sus identidades y sus singularidades estén cómodas en él". Terminó afirmando que, siendo la Constitución un proyecto común de convivencia, "hay un derecho incuestionable a la autonomía de pueblos y de entidades, nacionalidades, o como usted quiera denominarlas" [esto último, dirigiéndose al senador del Partido Popular al que contestaba].
¿En qué consistirá, pues, España, ese proyecto común compuesto de pueblos, entidades y nacionalidades con derecho a la autonomía, y que se rige por la Constitución?
Obviamente, es un conjunto de territorios que, salvando el de Portugal, componen una unidad geográfica, la Península Ibérica. Pero tiene que haber algo más, claro está, y aquí entra en juego ese conjunto de entidades de diversa índole que se llaman, en lenguaje administrativo y político, comunidades. Esas comunidades tienen identidad propia y derecho a la autonomía. Algunas también se encuentran en un proceso de construcción nacional respaldado por el Gobierno. Nadie, como también dijo Rodríguez Zapatero en la misma sesión parlamentaria, distingue con claridad entre una nacionalidad y una nación. Y ya que la comunidad puede evolucionar en unos años hasta la nacionalidad, como ha demostrado el caso andaluz, no se ve por qué no acabaría en nación.
El hecho es que en España ya existen naciones que no se reconocen en la común nación española. Cada una tiene su proyecto de vida en común. Cada una tiene –y las que lo quieran lo tendrán en un futuro– una nacionalidad, en el sentido jurídico de la palabra: habrá, por ejemplo, ciudadanos de nacionalidad catalana que compartirán unos derechos específicos y distintos de los del resto de los habitantes de España o de cualquier otro país. Cada una de ellas se remitirá a una supuesta tradición específica, como insiste el preámbulo del Estatuto de Andalucía. Uno de los aspectos fundamentales de los diversos procesos de construcción nacional ha sido, como era de prever, la creación artificial de una cultura propia, con una historia y unas costumbres en las que sólo se reconocen los nacionales. Por supuesto, el hecho de poseer además una lengua propia será utilizado espuriamente hasta la saciedad.
¿Qué es lo que une a este conjunto de entidades nacionales o prenacionales? En cuanto a las instituciones, el Rey, que si bien simboliza la unidad de la nación también se presta, por la lealtad personal que requiere, a convivir con una entidad compuesta de varias y diversas naciones. Se recuperaría así, aunque con la ayuda de una importante dosis de imaginación, el principio de la antigua Corona de Aragón que sirvió de base a la monarquía española a partir de los Reyes Católicos: el Rey lo es de cada territorio, diferenciado en sus costumbres y sus leyes, y sólo lo es del conjunto en la medida que respeta la singularidad de cada uno de ellos.
Hay otro elemento compartido por el conjunto de los ciudadanos españoles. Es el Estado, el Estado español. Sus competencias han ido mermando con los años, a medida que se incrementaban las de las autonomías. Aun así, sigue manteniendo algunas fundamentales, como son las de Justicia, Interior, Hacienda, Seguridad Social, Exteriores y Defensa. Estas competencias le permitirían, y de hecho le permiten, tener un grado importante de presencia en todo el territorio español. Pero lo que cuenta aquí no es el tamaño del Estado, que a pesar de haberse visto mermado sigue siendo relevante. Lo novedoso es que es un Estado sin nación.
Durante la Edad Media existió la nación española, sin Estado común. Luego los españoles contribuyeron a inventar el Estado nación. Ahora están creando el Estado sin nación. De hecho, el Estado sustituye a la nación, y desde las diversas naciones o nacionalidades antes españolas se habla del Estado como único nexo común. La nación catalana, por ejemplo, está integrada en el Estado (español). Lo mismo le pasa a Euskadi, antes País Vasco y antes aún Provincias Vascongadas. Y otro tanto le pasará a la nacionalidad andaluza y a la valenciana cuando cuajen sus identidades nacionales, todavía demasiado recientes aunque ya operativas. O, mejor dicho, cuanto las oligarquías políticas dominantes lo crean oportuno. Una vuelta al caciquismo, esta vez con un poder local intervencionista y más asfixiante que nunca.
En definitiva, el proceso de descentralización no ha servido para impulsar un principio de subsidiariedad, para que las personas, las familias o los municipios tengan más responsabilidad y capacidad de decisión, sino que se han creado diecisiete estados centrales, igual de intervencionistas pero, lo que es peor, más próximos. Puesto a tener una administración intervencionista y totalitaria, cuanto más lejos, mejor.
Todavía nos une también una lengua, porque los nacionalistas no han logrado desalojar la que consideran extranjera, la castellana o española, de sus territorios. En cambio, no tenemos ya –o es cada vez más tenue– una cultura en común. Cada nación o nacionalidad tiene la suya, que cultiva y fomenta desde sus instituciones particulares. Cada una tiene, obviamente, su propia historia, una historia nacional que ha elaborado según las necesidades de su construcción nacional. Como explica el pensamiento vigente actualmente en las universidades, cada historia nacional es una construcción artificial destinada a satisfacer un proyecto político. ¿Por qué las nuevas naciones no habrían de elaborar la suya? En buena parte, es lo que se ha llamado Memoria Histórica, que es un intento de legislar la historia. Finalmente, cada nación o nacionalidad tiene sus costumbres, también cultivadas y fomentadas por las autoridades nacionales, así como unos símbolos –bandera, escudo, himno, festividades– con los que se tiene una consideración distinta y más cargada de emoción que la que se tiene con los símbolos estatales, cada vez más abstractos.
El proceso ocurre en el mismo momento en el que triunfa la globalización, y por eso puede resultar un poco paradójico. No tiene por qué serlo. Los estatutos, que se han ido convirtiendo en los textos fundacionales de las nuevas naciones, insisten en su respeto al marco de la Unión Europea y en su voluntad de integrarse en él. Continúan un movimiento iniciado hace años, desde el principio de la instauración de la democracia parlamentaria en España. La integración de España en la Unión Europea era la justa corrección a la exclusión de nuestro país de las instituciones europeas. También era, desde la perspectiva española, una forma de solucionar o sortear el problema que planteaban los nacionalismos. Al borrar fronteras, la integración en Europa diluye el concepto de nación española y evita fricciones con los nacionalismos.
Los nacionalistas comprendieron bien que la integración en una unidad política superior se realiza a costa de la soberanía y puede conducir por tanto a desleír el componente nacional español. Mientras los estados nacionales pierden soberanía a favor de la Unión, las naciones o nacionalidades la ganan en detrimento de ese mismo Estado nación. No es cuestión de volver a trazar fronteras. Al contrario, la construcción de las identidades nacionales locales lleva siempre aparejado un repudio retórico de todo lo que signifique división y frontera. Pero hay que distinguir entre fronteras físicas, de las que se encarga el Estado o el Gobierno español, y las otras fronteras, invisibles, que son las que establecen las nuevas naciones o nacionalidades mediante sus órganos políticos y administrativos. Las nuevas naciones disfrutan de estos órganos antes incluso de llegar a ser nacionalidades. Por eso mismo suelen ser sumamente onerosos. Requieren una puesta en escena aparatosa de la dignidad recién estrenada, o todavía por estrenar. No constituyen, al menos hasta ahora, un Estado. Para Estado –para el cobro de impuestos, la defensa, en ocasiones la seguridad–, basta el español.
La España posnacional
¿Qué tipo de lealtades requieren estas naciones, por una parte, y el Estado español, por otra? No son del mismo orden porque no tienen la misma naturaleza. En los debates del texto constitucional surgió la expresión nación de naciones para hablar de la entidad llamada España. Fue una iniciativa promocionada por políticos conservadores, apoyados por algunos nacionalistas. Los motivos de estos últimos eran, probablemente, de orden táctico.
La expresión era imposible de explicar, imposible de entender y no satisfacía a nadie. La España que empezó a surgir allí no requiere la lealtad que suelen requerir las naciones. Esta lealtad se llamaba antes patriotismo, un término que hoy en día no resulta muy popular. Los nacionales están en deuda con todo lo que su nación o su país les ha dado: la lengua, la cultura, un grado más o menos mayor de riqueza colectiva, algunas virtudes que representan el grado más alto de la convivencia, todo decantado en una tradición. Por eso en las naciones se honra a los muertos por la nación o por la patria. Se han convertido en símbolo de aquello que une a todos. El patriotismo, por otro lado, no es sólo una relación contractual entre la nación y el nacional. El patriotismo es agradecimiento a la nación por todo aquello que a cada uno le ha dado. Por eso las personas se emocionan ante los símbolos de su país. Esos símbolos no representan una abstracción, sino su historia, la comunidad a la que pertenecen, la tierra de sus padres.
Evidentemente, un Estado sin nación rebaja la entidad moral y emocional del patriotismo. En algún sentido, es la culminación de lo que a finales del siglo XX se llamó patriotismo constitucional. El concepto de patriotismo constitucional nació en Alemania, para que la lealtad nacional alemana sorteara las asperezas de la historia reciente del país. En España, el patriotismo constitucional debía salvar la falta de consenso sobre la idea misma de España. Enfrentada a esta misión, la expresión se dejó por el camino la palabra patriotismo. No es que en España no haya exhibiciones patrióticas, aunque no sean muy frecuentes. Ocurren sobre todo en las competiciones deportivas, que admiten un patriotismo sin sacrificios aparentes. Aunque tal vez expresen una demanda más profunda, no satisfecha por las instituciones políticas ni por la conformación de la España actual.
Sea lo que sea, la lealtad que requiere la España posnacional, reducida a la dimensión de Estado, es abstracta. Es un patriotismo cívico, que expresa la adhesión del individuo a valores abstractos y manipulables. El lazo, de orden contractual, que se establece entre la entidad política estatal y el ciudadano es mucho más leve, más abstracto que el que existe entre el nacional y su país. Es posible que la España posnacional no pueda hacer cumplir la Constitución si una nación, como en el caso del Estatuto de Cataluña, está decidida a no cumplirla. Las naciones o nacionalidades saben que un Estado sin nación, como el español, difícilmente podrá pedir a sus ciudadanos que se sacrifiquen para hacer cumplir los derechos en una nación que no es la suya. La solidaridad es muy tenue. No cumplir la ley no lleva aparejado ningún coste.
El alto voltaje retórico que acompaña la creación de nuevas naciones puede llevar a pensar, de nuevo, que éste es un proceso abocado sin remedio al desmantelamiento de España. Hay datos para pensarlo, como los esfuerzos de algunos gobiernos nacionales por darse a conocer fuera de España. Los nacionalistas siempre han aspirado a la secesión, y por consiguiente a la independencia, aunque este término, demasiado cargado de responsabilidades, se utiliza con prudencia.
Pero ese momento puede, al menos por ahora, aplazarse indefinidamente. ¿Para qué iniciar una ruptura sin duda peligrosa y conflictiva si España, es decir los españoles, cuya identidad es de orden abstracto y jurídico, no van a obstaculizar los diversos procesos de construcción nacional? Esta nación abstracta sí es compatible con las naciones de verdad. Porque España, en definitiva, ya no molesta.
Hoy, lo que distingue a los diversos españoles es más de lo que les une. En muchos casos, sólo tienen en común un pasaporte para viajar a otros estados. Los partidos políticos sólo son nacionales en cuanto al nombre: el proceso de renacionalización de los partidos ha precedido al del territorio de la comunidad autónoma correspondiente.
Por fin se empieza a cumplir el sueño de unos cuantos intelectuales de los años setenta: la cultura española sólo vivirá en los libros y tal vez en algún museo olvidado de la administración nacional correspondiente. La cultura española existe, por supuesto, y será excelentemente conservada, estudiada y difundida. Pero habrá perdido la dimensión nacional. Como tal, nadie la sentirá como propia ni la continuará. Los que quieran hacerlo se encontrarán viviendo en el pasado. Es posible que subsistan territorios no nacionalizados, como Madrid, que para ello habrán de enfrentarse a la tendencia general. No se sabe por cuánto tiempo. La construcción de las nuevas naciones no se ha hecho sin violencia ni odio. España es el enemigo exterior por excelencia, aquel sobre cuyas ruinas se levanta el nuevo edificio. No es fácil imaginar cómo funcionará el nuevo dispositivo. Entraña demasiadas fragilidades, demasiados desequilibrios y una falta de cohesión intrínseca. En cualquier caso, ya estamos ahí. España ya no existe.
Nota: Este texto es un extracto del capítulo 10 de 10 COSAS QUE NO SE PUEDEN DECIR EN ESPAÑA, de LIBERTAD DIGITAL y ES RADIO, que acaba de publicar la editorial Ciudadela.
http://findesemana.libertaddigital.com
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