domingo, 23 de maio de 2010

Espías y traición

Todo inglés tiene una historia de espías que contar. Yo tengo dos. Ambas guardan relación con el comunismo y ambas tienen una conexión española, una distante, otra directa.

Mi primera historia tiene que ver con el agente literario que, en 1957, insinuó que podría interesarme escribir una historia sobre la Guerra Civil española. Más tarde confesó que, como comunista, en los años cuarenta había pasado a los rusos información que había recibido en el Departamento de Guerra o procedente de la Junta de Jefes del Estado Mayor, como la fecha del día D. Parece ser que su nombre en clave era Milord y que le concedieron la Orden de Lenin por sus denuedos. Algunos de sus amigos piensan que el suyo fue un acto patriótico teniendo en cuenta que los rusos eran nuestros aliados en esa época. Por mi parte, no puedo aceptar esa interpretación. ¿Quién puede saber lo que harían los rusos de la época de Stalin con una información secreta de esas características?

Mi segunda historia tiene que ver con el infame Kim Philby, que trabajó para el servicio secreto ruso durante casi 30 años entre 1935 y 1964. Hace unas semanas, me pidieron que asistiese a un seminario en Cambridge para escuchar una grabación de una charla dada por Philby a los dirigentes del KGB en Moscú en 1977.

La célebremente seductora voz de Philby nos cautivó a todos, aun cuando estaba hablándole a su audiencia de lo maravilloso que era celebrar el 60º aniversario de la fundación de la Unión Soviética y el centenario del nacimiento del fundador de la CHEKA, el brutal Felix Dzerzhinski. Pensé en lo apropiado que era que estuviésemos escuchando esta extraordinaria charla en Corpus Christi College, que fue donde el brillante dramaturgo Christopher Marlowe estudió en la década de 1580 y donde se vio influenciado por el destructivo hereje Francis Kett.

Tengo que decir que Philby relataba su vida de traición con estilo e ingenio, y evidentemente entusiasmó a sus oyentes, que le interrumpieron varias veces con aplausos e incluso risas. Al final de la charla hubo un turno de preguntas y le pregunté al funcionario estadounidense que había organizado la sesión si podía arrojar algo de luz sobre el accidente de tráfico ocurrido en Caudé, cerca de Teruel, el último día de 1937 y que segó la vida de tres periodistas anglosajones que viajaban en un automóvil con Philby. La familia de Dick Sheepshanks, de Reuters, uno de los periodistas que murieron, cree que Philby destruyó el coche y mató a los hombres porque Sheepshanks le había acusado de espiar para los rusos a pesar de que, teóricamente, estaba trabajando para The Times e informando sobre el ejército nacional en la Guerra Civil. (Sheepshanks era primo hermano de un primo de mi esposa).

Mi anfitrión estadounidense en Cambridge se mostró escéptico. Opinaba que el coche había sido destruido por un proyectil de artillería y que el propio Philby había escapado de la muerte por los pelos. Esto es lo que él contó a The Times.

Pero esta historia probablemente tenga otra cara. Un secretario de la Embajada británica en Salamanca, cuyo nombre era Dupree, afirmaba que Sheepshanks le había dicho que Philby les había pasado a los rusos información sobre la posición estratégica de las tropas de Franco. Tom Burns, el destacado periodista católico inglés, parece que pensaba lo mismo, como relata su hijo en su fascinante libro Papá espía.

En segundo lugar, el propio Philby le había dicho a Dupree, el secretario de la Embajada, que viajaba con un grupo de periodistas de camino a Teruel desde Zaragoza. Esta es una antigua carretera romana, una que Richard Ford describe como el «distrito de los huesos y los fósiles». Philby iba en un sedán de dos puertas. Se había apeado del coche en el pueblo de Caudé justo antes del bombardeo, quizás para orinar. Era un día gélido. Caudé, a unos 12 kilómetros al noroeste de Teruel, es conocido por encontrarse en una hermosa vega. En tiempos era famoso por fabricar alpargatas.

El coche estalló en pedazos cuando Philby volvía a él. En su crónica para The Times, publicada el 3 de enero de 1938, dice que él también estaba en el coche. Uno de los ocupantes del coche, Bradish Johnson, de Newsweek, murió en el acto. Otro, Edward Neil, falleció unos días después por la gangrena en un hospital de Zaragoza. El tercero, Sheepshanks, pereció más tarde en un hospital de Monreal, a unos 50 kilómetros al norte.

Philby describió más tarde su «buena suerte». Pero el funcionario británico pensaba que, en realidad, Philby había puesto una granada en el maletero del coche en aquel momento, algo muy sencillo puesto que Philby siempre llevaba ese dispositivo explosivo consigo para usarlo en caso de que le tendiesen una emboscada.

Por lo visto, el embajador británico de la época de Franco, que debía de ser sir Robert Hodgson, escribió al jefe de Asuntos Exteriores en Londres acerca de esta acusación de Sheepshanks pero, como Donald Maclean y John Cairncross, ambos espías soviéticos desde que eran veinteañeros, estaban en el departamento de Occidente y la Sociedad de Naciones (que se encargaba de los asuntos de España) del Ministerio de Asuntos Exteriores, habría sido muy fácil que dicha carta fuese interceptada. Por entonces, ese tipo de documentos siempre se originaban en los peldaños más bajos de la jerarquía.

Mi impresión es que Philby asesinó a Sheepshanks y a sus dos compañeros en la carretera de Teruel. ¿El motivo? Que no lo desenmascarasen como agente de la Unión Soviética.

Debería erigirse un monumento en Caudé, a unos cuantos kilómetros de Teruel, en la carretera de Calatayud. Debería contar la verdadera historia. Es un pueblo diminuto típico del centro de Aragón. Cualquier clase de monumento sería un beneficio para el pueblo.

Personalmente creo que el agente literario de mi primera historia, Milord, hizo un flaco servicio a su país aunque a mí me favoreciese. A un funcionario de bajo rango no le corresponde tomar la decisión de ayudar a un aliado totalitario aunque parezca lógico, y ni siquiera aunque el sanguinario Kim Philby, cómo no, hubiese dado su visto bueno. Puede que el agente no lo considerase importante. Pero uno no recibe el premio Lenin por servicios intrascendentes.

Hugh Thomas

www.abc.es

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