quarta-feira, 26 de maio de 2010

Pulsiones suicidas en la monarquía

Creo haber aclarado un equívoco común en las historias de España sobre la caída de la monarquía en 1931. Las izquierdas arguyen que la república llegó democráticamente, algo evidentísimamente falso, y las derechas que vino por un golpe de estado, pero se lo atribuyen a los republicanos, algo que tampoco se sostiene.

Es cierto que en diciembre de 1930 los republicanos intentaron imponerse mediante un golpe militar, pero fracasaron. Efectivamente, hubo un golpe político, en abril del año siguiente, pero fue asestado por los propios monárquicos, como he expuesto en Nueva historia de España. Por consiguiente, cabe sostener que, más que una victoria republicana, se trató de un suicidio monárquico.

Un nuevo episodio suicida, que ha pasado prácticamente inadvertido en medio del ruido mediático, y cuya trascendencia política no ha sido debidamente valorada, fue la firma de la llamada Ley de Memoria Histórica por el rey Juan Carlos. Dicha ley pretende considerar al Frente Popular un régimen legítimo y democrático, y por lo mismo deslegitimar al franquismo. Ahora bien, tanto la democracia actual –o lo que quede de ella– como la monarquía proceden, no, desde luego, del Frente Popular, ni de la república, ni de la oposición antifranquista, sino del franquismo. Es más, el rey mismo debe su corona a una decisión específica de Franco, quien, saltándose la legitimidad dinástica, dejó de lado a Don Juan, quien nunca llegó a reinar.

¿Estuvo justificada la doble decisión de Franco? Probablemente él pensó en un principio instaurar una monarquía de nuevo cuño con Don Juan, que se ofreció a participar en las filas nacionales durante la guerra civil y había mostrado entusiasmo por su triunfo bélico. Pero durante la guerra mundial Don Juan había fluctuado excesivamente entre las potencias fascistas y los Aliados anglosajones, para finalmente decantarse por estos últimos cuando su victoria parecía ya segura. Franco, realista, pudo haberlo tolerado si no fuera porque el pretendiente, convencido de que Alemania e Italia arrastrarían en su caída a la España franquista, adoptó una posición hostil a esta, que Franco interpretó como falta de convicciones y de juicio. En El Pardo no llegaron a conocerse maniobras del entorno de Don Juan que rondaban la alta traición, como he explicado en Nueva historia de España, pero las manifestaciones públicas del pretendiente bastaron: Franco le advirtió seriamente contra sus precipitaciones y su credulidad en las promesas que le hacían los Aliados, y terminó por descartarlo como futuro rey.

Gil Robles.
Para entender la situación debemos tener en cuenta que un rey difícilmente podría sostenerse contra una oposición cerrada de la izquierda, por lo que Don Juan se proponía atraerse a esta. El problema era doble: entenderse con sectores de izquierda moderados –en España casi inexistentes– y asegurar al mismo tiempo el concurso de los sectores conservadores propiamente monárquicos. Esa táctica fracasó con Alfonso XIII y no tenía ningún futuro en la España de posguerra, donde la izquierda anterior había desaparecido, y no solo por su derrota, sino por el modo como esta se produjo, que había desmoralizado y desencantado a las masas antes izquierdistas. Sin embargo, varios consejeros monárquicos, especialmente Gil-Robles, explicaban al rey que debía negociar con la izquierda, despreocupándose de una derecha que le apoyaría en cualquier caso, por la cuenta que le traía. Concretamente, pensaban pactar con uno de los demagogos más irresponsables y falaces del primer tercio de siglo, Indalecio Prieto, a quien hasta pensaron, según parece, seducir ofreciéndole la jefatura del eventual gobierno. A eso lo llamaban "reconciliación" y "libertad", pero era realmente una decisión suicida, que no se cumplió porque los Aliados, debido a sus problemas en el resto de Europa, no osaron invadir España, contra lo que esperaba casi todo el mundo.

Por otra parte, Franco había derrotado a la revolución, pero Don Juan y sus asesores, con un modo peculiar de ver las cosas, creían que, una vez vencido el peligro revolucionario, podrían agradecerle los servicios prestados y despedirlo como a un criado; incluso despedirlo a patadas, como parecía aconsejar la situación internacional. El Caudillo, por su parte, no consideraba haber luchado por una monarquía que visiblemente se había autoeliminado y aceptado la república, sino por un concepto más general de España. Y no estaba dispuesto a que, tras tanta sangre y esfuerzos, los mismos demagogos causantes de la guerra volvieran en triunfo cobijados bajo un manto real... que sin duda alguna se apresurarían a desgarrar en cuanto tuvieran ocasión.

Hoy, la monarquía tiene más prestigio popular que otras instituciones, por lo que su posible hundimiento vendría más de una conducta o táctica suicida que del republicanismo de unos políticos a quienes la gente desprecia cada vez más, con buenas razones. Aún así, debe recordarse la tesis izquierdista según la cual "el pueblo no es monárquico, sino juancarlista". Ese pueblo, naturalmente, es la misma izquierda, la cual no apoya a la monarquía, sino a un Juan Carlos dócil. Y de su docilidad no puede quejarse: le ha propuesto a la firma una ley falsaria y totalitaria que le deslegitima directamente, y el rey no solo ha puesto su firma, sino que se ha deshecho en elogios del chulo que así le ha dominado: un "ser humano íntegro", de "profundas convicciones" y que "sabe muy bien hacia qué dirección va y por qué y para qué hace las cosas". Quien no parece saber en qué dirección va es el rey, cada vez más impopular entre sus apoyos sociopolíticos más naturales.

Alfonso XIII jugó a menudo las mismas bazas. Cabe recordar que no solo no ganó la simpatía de sus enemigos, sino que perdió la de sus seguidores: el derechista general Sanjurjo fue quizá el factor clave en la llegada de la república.



Pío Moa

http://historia.libertaddigital.com

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