Las últimas detenciones de dirigentes terroristas confirman la validez de los sombríos análisis que sobre su situación la propia ETA viene plasmando en su documentación interna. «Las caídas y la represión se han convertido en algo insoportable», han escrito los terroristas al confesar un «debilitamiento progresivo» que ha sumido a sus simpatizantes en la «resignación». Como ETA admite, su profunda «crisis operativo-militar» se ve agravada por «debilidades estructurales» que han generado «grietas en el muro de la militancia» y una muy preocupante disminución de su «capacidad movilizadora». A todo ello se suman las crecientes dificultades de la cúpula etarra para controlar a un entorno político asfixiado por la ilegalización de Batasuna, iniciativa que ha alimentado un conflicto de intereses ante los elevados costes que la vinculación con ETA supone para el movimiento terrorista en su conjunto.
De este análisis de situación se desprenden varias conclusiones relevantes para seguir debilitando a la banda. Por un lado, podemos asegurar que ETA contempla la posibilidad de su derrota, confirmándose que una política antiterrorista sustentada en firmes medidas coactivas y que niega la expectativa de diálogo y/o negociación entre el Gobierno y los terroristas resulta enormemente eficaz. Al mismo tiempo, debemos subrayar que las críticas hacia la continuidad de la violencia que han surgido en ETA y Batasuna no han llevado todavía a la organización a interiorizar la necesidad de abandonar el terrorismo. Estas variables nos obligan a aplicar un realismo imprescindible para que los sucesivos éxitos contra ETA finalmente se materialicen en su desaparición.
En primer lugar, resulta absolutamente fundamental que la organización terrorista asuma que jamás ningún gobierno volverá a entablar diálogo o negociación alguna. El eficaz giro de la política antiterrorista adoptado tras la contraproducente negociación autorizada por Zapatero en su primera legislatura ha permitido que en importantes sectores de la banda calara un mensaje como el que Txema Matanzas, miembro de Ekin, expresaba en mayo de 2009: «¿Creemos de verdad que en un plazo de, no sé, 6 o 7 años, podemos ejercer con esta estrategia una presión tal que obligue al Estado español -desconozco si con gobierno PSOE o gobierno PP- a dar marcha atrás y ceder en esos objetivos? (...) Ni de carambola».
Sin embargo, la credibilidad que el ministro del Interior consigue con sus contundentes declaraciones en ese sentido pierde fuerza cuando afloran esperanzas de que Batasuna pueda obtener en algún momento determinados beneficios a través de negociaciones o diálogos cuya importancia se intenta relativizar desde ciertos sectores. Informaciones sobre supuestas vías de contacto entre ETA y el presidente del PSE, Jesús Eguiguren, facilitan la generación de expectativas entre los terroristas y su utilización para neutralizar el cuestionamiento de la utilidad de la violencia que la eficacia antiterrorista provoca. Asimismo, muy perjudicial resulta la reproducción de un erróneo esquema como el que se traslada desde algunos medios al recurrir a la simplista diferenciación de los integrantes de la banda en una suerte de palomas o posibilistas frente a halcones. Mediante este confuso estereotipo se atribuye a Otegi una hipotética voluntad de poner fin a la violencia que elude un componente decisivo: el líder de Batasuna no contempla un desafío a la cúpula dirigente ni el fin del terrorismo sin contraprestaciones políticas. Por tanto, el reforzamiento de la imagen de Otegi en el que se incurre en ocasiones distorsiona la realidad del movimiento terrorista afectando también negativamente a sus dinámicas internas. Es decir, el impulso a la rehabilitación de Otegi desincentiva la consolidación de voces críticas contra la violencia, estimulando por el contrario la creencia de que la promesa de cese del terrorismo volverá a permitir compensaciones políticas. Esta peligrosa lógica bloquea la tendencia de salida y crítica del terrorismo propiciada por el debilitamiento extremo de ETA.
Esta circunstancia impone sobre políticos y ciudadanos una significativa responsabilidad para la derrota del terrorismo por la que de manera tan abnegada trabajan las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. Los constantes triunfos policiales que cercenan la capacidad operativa de ETA deben complementarse con actitudes políticas y sociales que impulsen y no frenen la progresiva decadencia de la organización terrorista. La desmoralización del activista se ve aliviada cuando ETA obtiene la recompensa de apoyos internacionales como los que todavía logra su frente propagandístico, pero también cuando desde ámbitos políticos y sociales de nuestro país se acepta como inevitable algún tipo de diálogo con los terroristas.
La fracasada negociación durante la primera legislatura de Zapatero ha convencido a algunas personas de lo inapropiado de este ejercicio, mientras otras siguen considerando que alguna forma de diálogo con ETA y Batasuna será precisa para garantizar el final del terrorismo. En ciertos casos se condiciona dicho diálogo al debilitamiento de la banda, circunscribiéndolo a temas aparentemente sin gran contenido político, como pudiera ser una supuesta reintegración de sus presos y de sus representantes políticos en la vida democrática. Sin embargo, semejante escenario contribuye ya a alimentar expectativas de beneficios que, debe insistirse, aplacan el cuestionamiento de la violencia que sus elevados costes generan.
Por tanto, la política antiterrorista debe desarrollar también una pedagogía que eduque sobre estos errores y sus negativos efectos para el deseado objetivo común de la erradicación del terrorismo. Debe por ello instruirse en contra del infundado y extendido convencimiento sobre la necesidad de mantener «tomas de temperatura» con ETA. La interpretación que de ellas hacen los terroristas es consistente con las esperanzas que permite alumbrar en quienes racionalizan, con toda lógica, que semejantes gestos revelan una disposición a aceptar ulteriores contactos y cesiones. Así es además cuando los servicios de inteligencia e información demuestran tan excelente conocimiento y penetración de la banda que hace redundante, a la vez que perjudicial, el acercamiento a ella a través de cauces que ineludiblemente refuerzan la narrativa terrorista. Es decir, la derrota de ETA es incompatible con la aquiescencia de ésta tras recompensarla con concesiones que demuestren que el terrorismo constituye un eximente en lugar de un agravante; o sea, si se asume que el final de ETA exige contraprestaciones, calificadas por algunos como mínimas que, sin embargo, resultan excesivas, como lo son sin duda distinciones favorables para los terroristas como las que implica en democracia cualquier diálogo con ellos.
El pragmatismo político obliga a consolidar un discurso que rechace cualquier diálogo con ETA, pues la experiencia antiterrorista demuestra que la negativa de expectativas de que llegue a producirse ha sido la condición necesaria que ha forzado las renuncias que ya se han producido. Ese horizonte es el que fuerza a los terroristas a reclamar el final del terrorismo, pues de ese modo su finalización se convierte en el principal incentivo para demandarlo: la desaparición de la violencia representa la única salida para que en algún momento el terrorismo deje de reportarles los elevados costes que les genera y que seguirá generándoles. Esta perspectiva resulta creíble si además se recuerda que la sentencia de Estrasburgo ofrece argumentos con los que defender la irreversible inhabilitación de Batasuna y de sus dirigentes para participar en un sistema político que nunca debe admitir fines y medios antidemocráticos como los suyos.
El final de ETA es posible si los terroristas interiorizan la imposibilidad de rentabilizar su desaparición ni crímenes que jamás deben quedar impunes. O sea, que lo único que obtendrán con ese final será la esperanza de que en el futuro la Justicia quizá considere que pueden llegar a surgir circunstancias atenuantes para el cumplimento íntegro de las condenas que sus delitos merecen.
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