La historia de Madrid se ha caracterizado por su capacidad de sorprender a propios y extraños. Unas veces villa y otras corte, Madrid mantiene una identidad abierta que integra a todo el que llega y que alumbra iniciativas originales. El cosmopolitismo provinciano que le caracteriza ha sabido reinventarse una y otra vez convirtiendo a la capital de España en una de las ciudades más dinámicas de Europa. Desde su posición de centro geográfico, Madrid siempre se ha caracterizado por su carácter abierto. Ya es un lugar común que los que nacimos fuera de la capital nos convertimos en madrileños a las pocas horas de llegar. Así sucede porque nadie ostenta el monopolio de lo madrileño, tan difícil de definir y que es resultado de una original combinación del casticismo con la globalización, en un ejercicio de cosmopolitismo enraizado.
Pero el dinamismo y el talante abierto de la ciudad descansa, en mi opinión, sobre todo, en una pacífica apertura a los valores trascendentes de su tradición cristiana y en una tradición de convivencia respetuosa entre religiones, culturas y estilos de vida. Exceptuando el triste paréntesis de nuestra guerra civil, la religión nunca ha sido un problema en Madrid, que siempre ha convivido armónicamente con los poderes públicos y con la vida social. De hecho, «De Madrid al cielo» se ha convertido en uno de los lemas más populares de Madrid. Curiosamente, su origen se remonta a finales del siglo XVIII, como manifestación de orgullo de los madrileños por las mejoras introducidas en la Villa y Corte por el Rey Carlos III. Según Iribarren la expresión completa de aquella época rezaba así: «De Madrid al cielo y, en el cielo, un agujerito para verlo».
Muchos podrán pensar que esta línea de apertura sin complejos a los valores de la religión en el seno de una sociedad laica ha desaparecido. Las noticias de aparentes conflictos entre el poder político y la dimensión religiosa de la vida se han vuelto cada vez más frecuentes. Pero, una vez más, de la creatividad y talante abierto de la sociedad civil ha surgido discretamente una iniciativa que vuelve a romper moldes: la Fundación Madrid Vivo. Por primera vez en la historia de nuestra joven democracia un grupo de destacados profesionales, empresarios y representantes de la sociedad civil se han reunido para colaborar con la acción de la Iglesia Católica en España en la sociedad mediante la constitución de la Fundación Madrid Vivo. La formamos católicos, protestantes, judíos y no creyentes que entendemos que la laicidad democrática no sólo no impide la colaboración con la Iglesia sino que la posibilita. Como Secretario General soy testigo directo de cómo el Cardenal Rouco recibió con entusiasmo esta iniciativa aceptando la presidencia de honor que le ofrecimos y cuya dimensión ejecutiva recayó en una persona de prestigio indiscutible como Iñigo de Oriol.
Iniciativas como «Madrid Vivo» demuestran que es posible una laicidad que admite fundamentos de valor y los pone al servicio de toda la sociedad, sin imposiciones ni confesionalismos. A los ojos sin prejuicios de muchos empresarios, profesionales y hombres de cultura, la Iglesia Católica en España es un proyecto de valor con un enorme beneficio para la sociedad que no sólo puede existir sino que debe poder existir si de verdad vivimos en una sociedad democrática y plural.
Cuanta más sorpresa suscita esta iniciativa de «Madrid Vivo», más necesaria se demuestra. Resulta comprensible que, tras el largo maridaje político-religioso que se vivió en el franquismo, algunos sectores de la sociedad española guarden todavía algún recelo respecto al papel de la Iglesia en una democracia plural, a pesar del apoyo firme de la Iglesia y de la mayoría de los católicos españoles a la Transición democrática. Pero, en los últimos años, las diferencias sobre los principios morales que subyacen en la legislación social han provocado que algunos sectores hayan pasado del recelo al laicismo integrista. Estos nuevos laicistas ven en el fenómeno religioso un oponente, un enemigo de la laicidad del Estado. En el fondo, como explica el teólogo suizo Ronheimer, el laicismo integrista viene a ser «una especie de paternalismo que intenta proteger al ciudadano de toda influencia religiosa y de instituciones como la Iglesia Católica, porque estima que ese influjo es irracional y corrosivo de la libertad». Este laicismo integrista no acepta que haya ciudadanos que formen su propio criterio según unos principios que pretenden tener un fundamento objetivo.
No se puede olvidar que todo laicismo integrista tiene siempre un fondo totalitario y antiliberal, porque, como explica Böckenförde, olvida que «el Estado liberal, secularizado, vive de presupuestos que él mismo no está en condiciones de garantizar», por lo cual debe apoyarse en los valores morales que poseen sus ciudadanos a través de sus convicciones religiosas o éticas de origen predemocrático. Por eso, no sólo es lícito sino que es necesario para una democracia plural abrir espacios a los valores religiosos, siempre que se atengan a las reglas procedimentales del juego democrático. En nuestras sociedades complejas la función civil de la religión tiene cada vez más importancia para evitar la disgregación social que produce el nihilismo. Lo saben bien aquellos países que han sufrido el trauma de un régimen totalitario, como Alemania, cuya Ley Fundamental comienza afirmando «consciente de su responsabilidad ante Dios y ante los hombres, el pueblo alemán ha decidido...».
La primera tarea que se ha propuesto «Madrid Vivo» es la mejor prueba de las posibilidades de colaboración entre la sociedad civil, el poder político y la Iglesia Católica: se trata de la celebración en Madrid de la próxima Jornada Mundial de la Juventud, en agosto de 2011. Vendrán más de dos millones de jóvenes de los cinco continentes que, además, no estarán solos: les seguirán sus familias, amigos y los propios medios de comunicación de cada país. La naturaleza de estas convocatorias creadas por Juan Pablo II e impulsadas por Benedicto XVI manifiesta cómo la fuerza de la trascendencia del cristianismo y su traducción a los valores humanos moviliza a una juventud, acusada siempre de desencantada. Es un encuentro de profundo calado espiritual, donde el Papa acerca a los jóvenes el estilo de vida cristiano. Pero también es una convocatoria abierta a todos, a creyentes y no creyentes, porque, en definitiva, los principios éticos cristianos se basan en la moral natural. Todos hablamos el mismo idioma cuando buscamos la paz, la libertad, la solidaridad o el respeto a la diferencia de raza, sexo o nación.
Por eso, desde la Fundación Madrid Vivo pensamos que se trata de una ocasión única para que, a través de los ojos de los millones de jóvenes participantes, Madrid se dé a conocer como capital de los valores a los millones de espectadores que seguirán este evento en todo el mundo. Además de los valores espirituales, este evento de escala global tiene una gran repercusión económica, cultural y social. Por eso, la respuesta positiva ha sido unánime. No faltó desde la primera hora el apoyo incondicional del ABC, en la persona de su editora Catalina Luca de Tena y de todo el grupo Vocento representado por su Presidente de Honor, Santiago de Ybarra. Empresarios como Emilio Botín y César Alierta fueron los primeros en colaborar, y en poco tiempo se han ido sumando gran parte de los 35 presidente de las compañías del Ibex.
Este espíritu positivo de construir proyectos que nos unan por encima de las diferencias legítimas ha fructificado también en el plano político. De hecho, fue el grupo parlamentario socialista el que, el 27 de octubre de 2009, presentaba una enmienda en el Congreso para aplicar beneficios fiscales a las Jornadas Mundiales de la Juventud según lo dispuesto en el artículo 27 de la Ley 49/2002 de régimen fiscal de las entidades sin fines lucrativos y de los incentivos fiscales al mecenazgo.
Además de la ayuda que la Fundación «Madrid Vivo» está prestando para celebrar con éxito la próxima Jornada Mundial de la Juventud, su existencia ya es una buena noticia para la sociedad española. Es la prueba de que la desconfianza mutua, los lamentos y la visión negativa no tienen la última palabra sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado, cuando es la sociedad civil la que toma la iniciativa con sus valores propios.
JAVIER CREMADES, Abogado. Secretario General de la Fundación Madrid Vivo
www.abc.es
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