terça-feira, 18 de maio de 2010

Memoria histórica, sacralización de las diferencias y Nelson Mandela

Quiero hablar de política, por eso voy a escribir de fútbol. De la manipulación sentimental del Barça, de la selección española como argamasa de una nación que se deshilacha, de Invictus y Nelson Mandela, de la memoria histórica...

Se me agolpan en la memoria encrucijadas de una nación condenada a vagar por un laberinto cainita e infinito. A la generación del 98 le dolía España, a la generación de la Transición nos duele la maldición del eterno retorno. Huimos, en lugar de buscar espacios de encuentro. Siempre volviendo a empezar; no para rehacer un paraíso perdido –nunca lo hubo–, ni para recrear un Estado de ciudadanos libres e iguales –carecemos de esa grandeza–, sino para abrir heridas, cavar trincheras y desde ellas construir diferencias. Es lo único que añoramos, las diferencias, sin darnos cuenta de que esas no las hemos de buscar, sino evitar.

He caído en estas reflexiones al cruzarse en mi memoria tres acontecimientos sin conexión aparente entre ellos: Nelson Mandela y su ambición por construir una nación sin odios raciales, la memoria histórica instrumentalizada y la sacralización de la diferencia por parte del catalanismo. Y, de fondo, el próximo mundial de fútbol en Sudáfrica, en el que España parte como favorita. Apartheid, intolerancia, eliminación física y política del otro, memoria negada y sentimientos irracionales. Predicados para referirse a realidades históricas espantosas, las de Suráfrica y las de España.

Entré en la universidad el mismo año en que murió Franco, viví la Transición en el campus y salí de ella de la mano de una Constitución democrática. Durante décadas, los españoles nos convertimos en un modelo para otras naciones quebradas por dictaduras y violencias. Las dos Españas, por fin superadas.

Ahora se quiere recuperar la memoria, posiblemente porque antes se había perdido. No la de las fosas comunes, esa nunca se perdió, sino la de la generosidad de quienes decidieron no desenterrar la sangre podrida de los muertos para envenenar la de los vivos. España vuelve a las andadas. La irresponsabilidad de su presidente es inaudita. Él, que tanto habla de paz, ha convertido sus necesidades electorales en la mayor declaración de guerra. La que mató a su abuelo y a un millón más de españoles. El factor humano, de John Carlin, le hará comprender lo que le digo. En el caso de que comprender sea la dificultad y no una coartada.

En Cataluña ni siquiera hicimos transición, sólo un simulacro hipócrita para ganar tiempo y que el catalanismo romántico pudiera rearmarse. En ello estamos, cada día peor, en una carrera electoral por ver quién inventa más diferencias con el Estado y rompe más puentes con la Constitución. En lugar de haber aprovechado la predisposición de todos a recuperar y respetar instituciones y lenguas, sólo se ha insistido en señalar diferencias y territorializar derechos. Una inmensa torpeza. Nada que ver con la grandeza del sudafricano Nelson Mandela, el líder negro perseguido, torturado y encarcelado durante 27 años, que lo primero que hizo cuando llegó a la presidencia de su país fue hacer todo lo posible por evitar que los perseguidos como él utilizaran el abuso del pasado para hacer imposible el entendimiento del futuro.

Su historia y su ejemplo nos congratulan. Importan poco los detalles del guión: la película de Clint Eastwood Invictus relata la historia de un ser excepcional que, cuatro años después de salir de prisión, llega a la presidencia de su país. Y lo primero que hace es aprovechar los sentimientos que genera el equipo nacional de rugby para fundir en un solo pueblo a blancos y negros. Un equipo mediocre, los springboks, símbolo del apartheid y del poder blanco, es tomado por el presidente negro como medio para manejar las emociones negativas del odio racial y encauzarlas para unir a la sociedad en torno a un objetivo: ganar la copa del mundo de rugby, que en 1995 se disputaba, precisamente, en Sudáfrica.

Había un jugador negro en los springboks: ni siquiera era fue suficiente para que la población negra animara al combinado nacional. Era tal el odio racial, que preferían ir con Inglaterra. El mundial era un momento histórico, clave para lograr cicatrizar las heridas del pasado y construir un nuevo Estado fundado en la empatía y el derecho; o, por el contrario, para ajustar cuentas a machetazos.

Tras décadas desegregación racial (el apartheid se instauró en 1948), Sudáfrica acababa de celebrar sus primeras elecciones democráticas (1994), en las que el negro Nelson Mandela, líder del Congreso Nacional Africano (ANC), ganó por amplísima mayoría (62,65%). Hacía sólo cuatro años (1990) que el último presidente blanco, Frederick Willem de Klerk, había acabado con el apartheid y liberado a los presos políticos, Mandela incluido. Los abusos, el racismo, los crímenes cometidos por los blancos, a partir de ese momento se podían volver contra ellos. Habían llegado al Gobierno los segregados negros, que sumaban el 80% de la población. Nada parecía poderlo impedir. El horror podía desencadenarse, como se desencadenó al poco en Ruanda. Pero el presidente que vivió humillado 27 años en prisión lo impidió.

Mandela pidió al capitán blanco de los springboks el mayor esfuerzo para que todos los sudafricanos pudieran identificarse con el equipo. Entre otras muchas estrategias, los jugadores recorrerían el país para mezclarse, jugar con niños de todas las clases sociales y, sobre todo, de los barrios marginados negros. Él, por su parte, se volcó en frenar los intentos de su partido por hacer una limpieza simbólica del poder blanco: incorporó a su gobierno a De Klerk y no hizo limpieza racial en la función pública. Mandela tiene muy claro en aquellos días que los negros habían de conquistar una mayor igualdad económica y la dignidad perdida, y que había que evitar que los blancos reaccionasen violentamente por miedo. De ahí su lema: "Reconciliar las aspiraciones negras con los miedos blancos". No quiere venganza, ni instaurar un orden negro a imagen y semejanza de la segregación blanca: sólo evitar el desgarro de una nación partida por el odio y la violencia.

No eran suficientes el sentido común y la razón –él mismo lo había comprobado, con la incomprensión de su propia familia–; eran necesarias emociones. Y manipuló las deportivas.

El guión no podía ser más redondo: un hombre negro bueno, culto y sensible transmite magia y credibilidad a un capitán de rugby blanco, y éste la contagia a un equipo mediocre hasta conseguir el milagro de vencer en una final épica a Nueva Zelanda. La imagen del presidente entregando la copa al capitán de los springboks enfundado en una camiseta del equipo nacional, mientras todo el estadio, blancos y negros, fundidos en un mismo entusiasmo, celebraban la victoria logró, por primera vez, contagiar las ganas de vivir juntos a blancos y negros.

Desde entonces, nadie en Sudáfrica mira al pasado, sólo a los terribles problemas del presente: paro, violencia, sida, desigualdades. Éstos son problemas que se pueden solucionar. Los otros, los nacidos del resentimiento y el odio, sólo se pueden olvidar. Y Sudáfrica optó por olvidarlos.

Mandela utilizó material inflamable, las emociones deportivas. Para bien. Una apuesta arriesgada y nada democrática. Sería preferible no recurrir jamás a ellas, pues han sido y suelen ser una herramienta que utilizan los populistas para alcanzar el poder y manipular las conciencias. Él lo hizo. Con la mejor intención. Y le salió bien.

Resulta decepcionante comparar y comprobar. En Sudáfrica, la población negra, que había estado sometida al apartheid, tuvo la grandeza de olvidar para construir un futuro en paz. En Cataluña, no ha pasado un solo día, desde que nos dimos la Constitución, en que su clase política catalanista no nos recuerde lo diferentes que somos los catalanes y lo bien que estaríamos si lo fuéramos aún más. Hablan siempre de agravios, para recordar constantemente que hay una cuenta histórica pendiente que habrá que resarcir. Más allá de la legitimidad de sus razones, aquí hay una instrumentalización interesada y muy poco generosa del pasado.

Como si de una maldición se tratara, la izquierda en el poder ha descubierto, 30 años después de aquellas Constitución y Transición envidiadas, rentabilidad política en imitar a los nacionalistas. El camino inverso a Nelson Mandela: desenterrar odios, esta vez con la disculpa de exhumar muertos.

Nadie tiene derecho a impedir a otro recuperar la memoria de sus muertos, recuperar sus cuerpos de las cunetas y enterrarlos con dignidad. Posiblemente todos deberíamos habernos puesto a buscar los muertos de los otros y dar juntos sepultura a los odios que les llevaron a matarse. Jamás debimos utilizarlos para perpetuarlos en los vivos.

Hoy un fantasma recorre nuestros estadios: es la tentación de encizañar las emociones deportivas con fines políticos. Nunca antes en España un presidente de un club de fútbol se había atrevido a utilizar el deporte con fines políticos como lo está haciendo Joan Laporta. Una ola de rivalidad insana crece y crece sin fin. Ya ha enseñado sus garras envenenadas con la eliminación del Barça de la Champions League. Niños como mayores, se aprovecha la desgracia del otro para exteriorizar la envidia y el rencor hacia los colores rivales. Mal asunto. Esto se sabe cómo empieza, jamás cómo termina.

Ni siquiera se tiene piedad por un equipo de juego hermoso y demoledor, cuyos jugadores han apostado por la belleza y la humildad. La rivalidad no entiende de mesuras, y aprovecha cualquier disculpa para rebasar los límites del deporte. Joan Laporta tiene mucha culpa. Su fanfarronería política ha hecho un flaco favor al Barça y a Cataluña. Quizás es eso lo que busca, generar rechazo para reafirmar la apuesta por el victimismo político y señalar la fealdad intrínseca del otro. El otro, los otros han chapoteado en sus cloacas con orgullo desmedido. Y se han divertido. De pena.

El mayor logro del recientemente fallecido ex presidente del Comité Olímpico Internacional, el catalán Josep Maria Samaranch, fue, precisamente, sacar al olimpismo de la manipulación política. Curiosa paradoja: uno construye el mundo, el otro envenena su propia casa.

Algunos pensamos que un triunfo de España en la copa del mundo de Sudáfrica daría una tregua a las luchas diferencialistas que se viven en este país. Nelson Mandela tenía una disculpa grandiosa para manejar las emociones de su tiempo. Prefiero la razón y el derecho. Las emociones las carga el diablo, y no debieran suplantar jamás a la objetividad jurídica. Con ella nos imponemos deberes y nos otorgamos derechos; es la única manera de arbitrar la convivencia. Los sentimientos son individuales, inservibles para objetivar y universalizar nada: sobre ellos no se puede construir un Estado de Derecho, aunque nos sirvan en la intimidad para congratularnos con las emociones más hermosas de la vida.

Qué mal debemos de estar para pensar en 11 jugadores de fútbol como antídoto contra la quiebra de la cohesión sentimental de España, paso previo de la de la cohesión constitucional del Estado.


ANTONIO ROBLES, portavoz de UPyD en Cataluña.

http://revista.libertaddigital.com

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