Lo de Lula da Silva tiene mérito. En 2008, la revista Newsweek lo colocó en el puesto 18 en su lista de personas con más peso del planeta. En 2009, los diarios franceses Le Monde y El Pas lo designaron personalidad del año. Hace unos meses, apareció en el número 11 entre los protagonistas de la década y la revista Time acaba de elegirle como el líder más influyente del mundo.
Para un tipo nacido en Pernambuco, hijo de labradores, antiguo estibador, parece más que suficiente, pero Lula no se para ahí.
Se ha convertido en el modelo de los medios de comunicación occidentales y en la envidia de propios y extraños. La OCDE, que pronostica una caída del PIB español del 0,2 por ciento, acaba de revisar la previsión de crecimiento de Brasil y vaticina que crecerá un 6,5 por ciento en 2010 y un 5 por ciento en 2011.
Con esos datos y el talento natural de Lula para el abrazo y la sonrisa, a uno no le extraña que tantos dirigentes mundiales pierdan el culo por fotografiarse con él.
Eso me inquieta, porque el señor presidente tiene ángulos que merecen de todo menos el halago. En lugar de usar el creciente poderío de Brasil para presionar a favor del respeto a los derechos humanos, se dedica a confraternizar con tiranos, demagogos y fanáticos.
Aquí nadie se acuerda, pero posó carcajeándose con Raúl Castro mientras la madre del disidente Orlando Zapata lloraba sobre el esquelético cadáver de su hijo, muerto tras 80 días de huelga de hambre.
No pierde ocasión de echarle la mano por encima del hombro a Hugo Chávez o de intentar salvar la cara y las bombas nucleares al iraní Ahmadineyad. No me extraña que Obama haya cancelado su viaje a Río y se niegue a participar en el III Foro de la Alianza de Civilizaciones.
Hay gente con la que no puede ir uno ni a apañar billetes de cien euros.
Alfonso Rojo
www.abc.es
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