A grandes rasgos, podríamos decir que el paradigma fijista sobre las especies vivas de Aristóteles fue sustituido por el paradigma evolutivo de Charles Darwin. El filósofo evolutivo Dennis Dutton, en su libro El instinto del arte. Belleza, placer y evolución humana, ha conseguido, sin embargo, realizar una síntesis entre ambos pensadores recogiendo gran parte de la teoría estética del griego y enlazándola con la explicación del inglés sobre la evolución de la mente humana siguiendo los parámetros de las selecciones natural y sexual. |
Mientras escribo estas líneas escucho en Spotify música de Tomás Luis de Victoria y Pierluigi da Palestrina. En la pared de enfrente cuelga una reproducción de Ariadna en Naxos de Tiziano y el cartel de Terciopelo azul de David Lynch. En la estantería de mi izquierda alternan volúmenes de Cervantes con Shakespeare, Lorca con Borges, Frank Miller con Alan Moore. Y en las tripas del notebook hay unas cuantas películas recién descargadas, como Crash –la de Cronenberg, por supuesto–, Madame Bovary de Chabrol-Huppert y un capítulo de Treme, la nueva serie de David Simon. No es que esté rodeado de arte: es que soy un adicto al placer estético. Como usted, estimado lector y colega de chutes artísticos. La pregunta es: ¿por qué nos gusta tanto el arte que no podemos vivir sin él?
En su reseña de What Darwin got wrong, Emilio Quintana sugería que al darwinismo le esperaba el mismo fatal destino que a otras teorías que finalmente se han demostrado incompetentes, siendo suaves en la apreciación, como el psicoanálisis, el marxismo o el estructuralismo. Es posible, pero no será porque sea intocable, sino más bien por lo contrario. No ha habido ninguna teoría que haya recibido más críticas desde fuera del ámbito científico (Darwin es detestado con igual fuerza por izquierdistas marxistas y conservadores religiosos), ni en la que el debate interno haya sido más creativo y apasionado (baste repasar el enfrentamiento entre Dawkins y Jay Gould, o entre Dawkins, otra vez, y Wilson) De hecho, en ocasiones la dureza del debate alcanza niveles de violencia conceptual que recuerdan al spaghetti western El bueno, el feo y el malo.
Una buena explicación de por qué el darwinismo es el paradigma dominante en biología, como la mecánica cuántica en física, la tenemos en su extraordinario poder explicativo. En este caso la cuestión es: ¿por qué es un universal humano la realización de obras artísticas? La respuesta darwinista se centra en cómo ha sido diseñada por la evolución la mente humana, ese órgano "creativo, exuberante, imaginativo, romántico, derrochador, cuentista, ingenioso, locuaz o poético". La mente ha sido diseñada por la selección natural, que modeló la mente como "una máquina estratégica, resolvedora de problemas para sobrevivir en las sabanas siguiendo unos algoritmos computacionales". En segundo lugar habría intervenido el otro mecanismo darwiniano, la selección sexual, que originó una mente con "las funciones de memoria y retroceso, junto con una biblioteca de relatos y anécdotas en formato audio, así como un diccionario con un tesauro impresionante". La mente humana resulta ser el más extraordinario ornamento sexual que se ha originado en la Naturaleza, muy por encima de la cola del pavo real. Parafraseando a Wittgenstein: "La actividad artística es el mejor retrato del alma humana". Parafraseando a Woody Allen: "La mente es mi órgano sexual favorito".
Un alma humana que habría emergido a partir de un patrón natural básico diseñado por la evolución a-lo-Darwin, constituyéndose en la cimentación universal de la especie humana sobre la que las diversas culturas construirían diversos edificios artísticos (de la ópera occidental al kabuki japonés, de los relatos orales indígenas a la novela negra postmoderna).
Ah, ahora aparece un nuevo enemigo del darwinismo: la antropología cultural relativista, que defiende la compartimentación estanca de las diversas culturas entre sí, sin posibilidad de traducción ni, por consiguiente, comunicación entre ellas. El darwinismo se convierte así en la nueva y más potente versión del universalismo humanista.
Si la importancia de Darwin a la hora de explicar por qué el arte es un instinto humano es clara, la influencia de Aristóteles es más sutil, pero no menos importante. Dutton es un filósofo del arte sin complejos. Es decir, no comparte el presuntuoso dogma de que el arte experimental y de vanguardia debe ser la piedra de toque a la hora de considerar qué es arte y qué no. En su lugar, se centra en el arte de masas, el arte que gusta a la mayoría. Por el contrario, su catálogo de criterios para decidir y calificar el valor de una obra que se pretende artística reivindica la emoción y el contenido, la habilidad técnica y el virtuosismo, como centrales para la experiencia estética. El estreñimiento formalista, que tuvo su raíz en la obra de Kant y que alcanzo su cenit en el siglo XX de mano de críticos como Greenberg o Danto y artistas como Duchamp o los expresionistas abstractos, es masacrado prudentemente pero sin pausa. Hubo un único Duchamp, pero hay muchos, demasiados, Manzoni (el artista que metió en latas sus propios excrementos, etiquetadas justamente como "Merda d'artista", y que la Tate Gallery compró a precio de oro. Literalmente).
El modelo estético-darwiniano de Dutton nos hace comprender la génesis y la popularidad del arte echando mano de los intereses y capacidades evolutivas que se originaron en nuestros antepasados del Pleistoceno: viajeros, comunicativos, omnívoros. Las artes prolongan las formas que tenemos los seres humanos de lograr placer satisfaciendo potencialidades cognitivas en distintos niveles emocionales e intelectuales.
Por ejemplo, Dutton explica la preponderancia de la ficción en nuestras vidas –pásense por cualquier librería o por el programa de libros de Mario Noya y lo comprobarán empíricamente– debido a tres ventajas adaptativas:
– las historias ofrecen un sucedáneo de experiencia barato y exento de riesgos (en Hamlet muere hasta el apuntador pero nadie entre el público, que me conste);– las historias pueden tener gran valor como fuentes didácticas de información fáctica (la Ilíada enseñaba a los griegos desde cómo atracar un barco hasta cómo enterrar a los muertos, pasando por la forma de guerrear);– las historias nos animan a explorar los puntos de vista, creencias, motivaciones y valores de otras mentes humanas y nos inculcan capacidades interpersonales y sociales potencialmente adaptativas (gracias a Jane Austen y Flaubert, sé como piensan las mujeres).
En este sentido, es muy interesante la polémica que mantiene con el psicólogo evolutivo Steven Pinker acerca de si considerar las artes como adaptaciones propiamente dichas o como meros efectos colaterales de otras adaptaciones de ese gran cerebro que nos hace ser tan cabezones. Pero, más allá de detalles, si no es usted feminista del género, antropólogo construccionista, postmoderno decontruccionista, izquierdista antibiologicista, teísta reaccionario, o simplemente si es de los que cree que las artes son una perfecta manera de perder el tiempo, encontrará en el libro una muy bien escrita síntesis de darwinismo aplicado a esa cosa que llamamos arte.
La selección sexual explica la voluntad de los seres humanos para cautivarse e interesarse entre sí. Al mismo tiempo, explica por qué nos podemos considerar unos a otros tan interesantes y cautivadores. Hallamos fascinantes los objetos hermosos (...) porque a un nivel profundo percibimos que nos trasladan a las mentes que los produjeron (...) La autodomesticación de la selección sexual no se basaba en la veracidad, sino en vivir en sociedad de una forma más plena, y que esa plenitud se transmitiría a la especie humana durante varias generaciones y le permitiría florecer.
Santiago Navajas
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