Año 1931. Acodado en el bar del Ritz, el joven norteamericano evoca su París perdido. Nada queda. El barman deja caer alguna discreta pregunta sobre aquella juventud dorada de antes de 1929, que hizo de París su gran fiesta, un tiempo en el que si tú no querías que eso en la calle «fuera nieve, bastaba con pagar lo necesario». Todos fueron barridos. También este que, retornado a un París de sombras, medita en la vacía penumbra donde hubo el esplendor. Francis Scott Fitzgerald es el narrador más puro de la travesía de tinieblas que siguió al crack del 29. Como antes lo fue de las ilusorias luces en un mundo al cual cegó el brillo de su quincalla. No es ficción, Retorno a Babilonia. Es la vida de Fitzgerald. La que el crack se llevó en ceniza igual a la de los brokers que quemaban, para calentar la estufa, acciones por las cuales se pagaron en Wall Street millones dos días antes.
La única diferencia entre la Gran Depresión de 1929 y ésta de ahora es que la nuestra es más profunda. Y más grandes, los artilugios que ocultan lo sucedido. Nunca las máquinas de producir opinión pública -esto es, estupidez pública- alcanzaron un tal refinamiento. Cuando empezó la crisis, el Gobierno de este país impuso a sus ciudadanos la certeza de estar entrando en la fase más opulenta de su historia: en unos meses, anunció el presidente, España alcanzará el paro cero. Los ciudadanos lo creyeron, porque querían creerlo; y volvieron a votar al hombre que los arruinaba. Cuando en unos pocos meses la crisis dio de bruces en recesión, Rodríguez Zapatero tachó de antipatriotas a quienes alzaron constancia de las cifras; como antipatriotas quedaron, ante una opinión pública que sólo deseaba ser engañada. No pareció valer para demasiado la dura constancia que cada uno hubo de soportar en su vida: las deudas a fin de mes, los ahorros de una vida volatilizados para ir poniendo parches a lo más urgente, las hipotecas que era imposible ya pagar, la amenaza de una pérdida de trabajo que se ha llevado a un quinto de la población laboral española por delante... Ahora, cuando el Gobierno socialista reconoce, al fin, por orden de Obama y Merkel, que España está en lo más hondo de un caos que multiplicó su incompetencia, puede que ya ni sea serio hablar de crisis. Estamos en la ruina.
No hay dinero. Ninguno. El Estado malgastó las bastantes saneadas cuentas que heredara de la austera administración de Aznar. No podemos engañarnos acerca de lo que forzó a Zapatero a comparecer ante el Parlamento para decir exactamente lo contrario que seguía afirmando veinticuatro horas antes: fue un ultimátum. Obama, Sarkozy y Merkel no tuvieron más que pronunciar un nombre: Argentina. Exactamente lo que España es en estos momentos. Y por las mismas razones: corrupción del Estado-Sindical al cual llamaban allí peronismo y aquí llaman socialismo; despilfarro del dinero público para comprar voto y, de paso, hacer ricos a los políticos gestores del invento. Si España no se ha declarado en bancarrota es porque vive a costa del euro, a costa de aquellos países que sí hicieron el esfuerzo de ajustar su gasto. Basta hoy con que Europa (Merkel-Sarkozy) y Obama muevan un dedo para que todo el dinero que guardamos en nuestras cuentas corrientes se transforme en papel higiénico. Literalmente. Fuera del euro, somos Argentina.
No nos arruinó la crisis. Las crisis pueden ser momento propicio para limpiar la economía. Nos arruinó la gestión que de la crisis hizo un Gobierno necio y corrupto. Que sigue ahí. Lo peor no ha llegado. Ya no es crisis. Hora de leer a F. S. Fitzgerald. Es la ruina. ¡La ruina, estúpidos!
Gabriel Albiac
www.abc.es
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