El monasterio de La Rábida se levanta sobre una pequeña altura que domina la desembocadura de los ríos Tinto y Odiel y una gran extensión de mar, bien al oeste de la "Columnas de Hércules", en un paisaje de dunas, desolado y de peculiar dramatismo hoy atenuado por repoblación forestal y la cercanía de industrias. El sugestivo lugar se llamaba antiguamente Peña de Saturno y, según parece, hubo allí en tiempos remotos un altar o templete fenicio a Melkart, dios de Tiro protector de la navegación, sustituido en tiempos de Roma por otro consagrado a Proserpina, la diosa que vivía seis meses al año bajo tierra; Más tarde habría sido un monasterio almorávide de monjes caballeros, de donde le viene el nombre (ribat-rábida), para pasar por breve tiempo a los templarios, y en algún momento, quizá ya en el siglo XV, a los franciscanos. Puede considerarse que allí empieza la historia del descubrimiento de América. Según la leyenda, un día de otoño o invierno de 1485, Cristóbal Colón y su hijo Diego, aún niño, llegaron en condiciones precarias al monasterio, después de huir de Portugal, y allí los frailes Antonio de Marchena, y más tarde Juan Pérez, "estrelleros", es decir, aficionados a la astronomía, les acogieron con interés y congeniaron con los proyectos del hombre.
Colón era un personaje singular. No por su vida aventurera, pues había muchos así entre la gente del mar, ni por sus aficiones místicas y espirituales, sino por su magno plan: llegar a Asia a través del Atlántico cuando este océano desafiaba al hombre como una inmensidad enigmática, y las débiles naves preferían no alejarse mucho de la costa.
Quizá no llegara Colón a La Rábida en precario ni con su hijo, sino con algunas protecciones, pero lo importante es su proyecto y el apoyo que por primera vez halló. Su idea no era solo aventurada sino mal calculada, pues suponía una distancia varias veces inferior a la real y, desde luego, no contaba con la existencia, entre la costa atlántica europea y Cipango (Japón), de un enorme continente varias veces mayor que Europa. La idea presuponía una Tierra no plana, como creía el vulgo, sino esférica, según pensaban los navegantes y los expertos, aun con problemas como el de unos antípodas andando cabeza abajo, algo difícil de entender por entonces.
El proyecto tenía una vertiente económica, pues abriría una nueva ruta comercial seguramente muy provechosa, ya que los otomanos habían cortado el viejo tráfico hacia y desde India y China, por donde llegaban las especias, la seda y otros productos muy apreciados, monopolizados entonces por turcos y sus socios italianos: Portugal, precisamente, buscaba un ruta contorneando África. Este interés utilitario iba mezclado, en realidad supeditado en la mentalidad de Colón, al religioso de cristianizar aquellos territorios, de dar con el reino del "preste Juan", rey sacerdote de un legendario país cristiano aislado por la marea islámica, y que quizá correspondiese a Etiopía; Colón pensaba incluso encontrar el Paraíso terrenal. Y la empresa debía servir de un modo u otro para recuperar Jerusalén, ambición permanente, mística y casi obsesiva en Europa, que había movilizado a varios reyes y emperadores en cruzadas terminadas en fracaso, sin ser nunca olvidada: en su Libro de las profecías, Colón indica que "había de salir de España quien había de reedificar la casa de Sión", en referencia quizá a sí mismo, pues creía que su nombre, Cristóbal, "El que lleva a Cristo", tenía sentido profético.
De primera intención, Colón había ido con su proyecto al rey de Portugal, Juan II, dado que su país era entonces el más avanzado en exploraciones atlánticas y progresaba sistemáticamente hacia el sur, siguiendo la costa africana. Los consejeros del rey rechazaron el proyecto por considerar, acertadamente, que los cálculos de Colón eran falsos y la distancia a recorrer mucho mayor, excesiva. Por algún asunto oscuro, Colón tuvo que huir de Portugal y buscar ayuda en Castilla. Los monjes de La Rábida y la abadesa del convento de Santa Clara, en Moguer, Inés Enríquez, tía del rey Fernando, le facilitaron el contacto con la corona, y en 1486 expuso sus planes a los reyes. Un dictamen de los expertos castellanos concluyó lo mismo que los portugueses, por lo que aconsejaron rechazar el proyecto, aparte de que las exigencias de recompensa de Colón en títulos y dinero, parecían excesivas. No obstante, la reina dio esperanzas al aventurero, aunque por entonces la difícil campaña de Granada absorbía su atención y recursos. Cansado de esperar, Colón volvió a probar suerte en Portugal en 1488, sin resultado porque Bartolomé Díaz había llegado al extremo sur de África, abriendo por fin la ansiada vía del Índico. La ruta propuesta por Colón parecía demasiado insegura y Portugal no tendría demasiado problema en cedérsela a Castilla. Colón, a través de su hermano Bartolomé, también buscó patrocinio en Inglaterra y Francia, sin éxito.
En 1491, una nueva junta de expertos castellanos rechazó el proyecto, pero el rey Fernando lo hizo consultar a Fray Hernando de Talavera, confesor de Isabel, de familia conversa y opuesto a la Inquisición, y a fray Diego Deza, futuro inquisidor; y con ello el plan de Colón se abrió paso definitivo, máxime cuando el valenciano Luis de Santángel lo vio con interés suficiente para adelantar un millón largo de maravedíes, la mitad del dinero preciso, pues la guerra de Granada había vaciado las arcas reales. Se ha dicho que la empresa de Colón fue solo castellana, pero en ella intervinieron no menos decisivamente el rey Fernando y otros personajes de Aragón, por lo que fue conjunta, precisamente española. Por otra parte, Colón reclamaba el título de virrey de las tierras a descubrir, un título tal vez de origen catalán. Por fin el 17 de abril de 1492, tras las Capitulaciones de Sante Fe, los reyes acordaron la inmediata puesta en marcha de la empresa. Colón obtenía ventajas como el título de almirante de la mar Océana, equivalente al de almirante de Castilla; virrey, un 10% del producto de todas las operaciones mercantiles en los nuevos territorios (un 20% para la corona) y otras.
La expedición debía organizarse en Palos de la Frontera, pero allí no pensaban cumplir la orden real, y fueron los hermanos Pinzón, marinos avezados del lugar, quienes reclutaron tripulación (unos 90 hombres) para tres naves y aportaron dinero. El 3 de agosto zarpaban dos carabelas, Pinta y Niña, capitaneadas por los Pinzón, Martín Alonso y Vicente Yáñez respectivamente, y una nao, la Santa María, por Colón. Tras hacer escala en la isla canaria de La Gomera, se internaron por el mar desconocido. La navegación seguía una rutina religiosa: al amanecer, un grumete entonaba un canto religioso y todos rezaban, y al anochecer volvían a orar y cantaban el Salve Regina. Las muchas singladuras y la inseguridad del objetivo motivaron un conato de motín en la Santa María, abortado en ciernes por la energía de Martín Alonso. La historia ha hecho poca justicia a los hermanos Pinzón, que jugaron un gran papel en el descubrimiento.
El 12 de octubre, dos meses largos después de dejar Palos, los expedicionarios avistaron tierra en las islas Bahamas, de las que tomaron posesión en nombre de los reyes. Siguieron explorando, descubrieron Cuba, que tomaron por tierra firme, y una gran isla que llamaron La Española. En esta embarrancó la Santa María, y con sus restos se montó un fuerte, primer asentamiento español en América.
A finales del año emprendieron el regreso, muy accidentado por las tormentas, yendo a parar la Pinta a Bayona de Galicia, el 1 de marzo, y la Niña, mandada por Colón, a Lisboa, donde el almirante quizá se libró por poco de ser asesinado. El 15 de marzo volvieron las dos carabelas a Palos, donde murió a los pocos días Martín Alonso, y en abril fue Colón a Barcelona, a dar cuenta de su viaje a los reyes.
Después de este viaje, Colón realizó tres más, terminando el último en 1504; en ellos amplió la exploración a gran parte del mar de las Antillas y las actuales Venezuela, Colombia y América central.
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Estos hechos básicos y los problemas de Colón en el gobierno de las nuevas tierras son de sobra conocidos. Como también la incertidumbre sobre el nacimiento del descubridor, acerca del que cabe hacer algunas consideraciones. Dado que él y los reyes no pusieron ningún empeño en aclarar su origen, más bien al contrario, se le han atribuido, de modo puramente especulativo, las patrias más diversas, desde Grecia a Noruega, o la condición de judío, siendo la versión más aceptada la de su origen genovés, que parece avalada por bastantes documentos. Sin embargo esta atribución resulta tan difícil como las otras. Con motivo del IV Centenario del Descubrimiento, Italia ofreció una Raccolta de unos 200 documentos sobre una familia Colombo de Génova, parte de ellos referidos a Cristoforo, hijo de Domenico. Pero las fechas concuerdan mal, y la propia abundancia de documentos resulta sospechosa. Y, en fin, solo informan de que Cristóforo era, al menos hasta 1473, un pequeño comerciante lanero con deudas y amenazas de prisión por impago. Que estén tan documentados en Génova estos pequeños sucesos y no, en cambio, referencias a la impresionante gesta posterior del supuesto Colombo, ya es bastante significativo, máxime cuando la ciudad italiana no pensó por entonces reivindicar la gloria de su ilustre y presunto hijo. Un reciente y sugestivo ensayo de María Virginia Martínez Costa de Abaria, Cristóbal Colón y España, incide en muchos aspectos que dificultan la atribución genovesa.
Solo tres años después del último documento genovés, Colón aparece en Portugal como un experto navegante, diestro en cosmografía y cartas náuticas, culto y erudito en algunos terrenos, buen conocedor del latín y aún más del castellano, de modales distinguidos y capaz de codearse con la aristocracia y con el mismo rey, y hasta de casarse con una aristócrata local, algo muy poco imaginable para un plebeyo. Suena en extremo inverosímil que aquel humilde lanero genovés lograse casi de pronto tal transformación, por lo que difícilmente puede tratarse de la misma persona. La inverosimilitud se acentúa por la ausencia de cualquier prueba de que la familia genovesa, que vivía con estrechez, pidiera ayuda al almirante en los momentos de poder y riqueza de este. Ni Colón se acordó de ellos, tampoco cuando hizo testamento. Ni utilizó en ningún caso el apellido Colombo (siempre empleó, o se le conoció por, Colom, Colón o Coloma). Tampoco escribió, que se sepa, en italiano, salvo escasas palabras reveladoras de un mal conocimiento del idioma; ni hay indicio de que hablase en él con sus hermanos también supuestos genoveses. Es más, sus cartas a Génova las redactó en castellano, y cuando menciona al patrón de su supuesta ciudad lo escribe mal. Tampoco puso a las tierras descubiertas nombres italianos en homenaje a su supuesta patria, sino españoles, algunos relacionables con Baleares, Levante o Cataluña. Los Reyes Católicos nunca aluden a su supuesto origen genovés, ni le dieron carta de naturalización como hicieron con Américo Vespucio, sino que le trataron como "súbdito y natural", y ampliaron su escudo de armas, señal de que ya tenía uno, cosa muy poco probable en una familia de modestos tratantes (en lana, en queso, taberneros...). Estos datos desfondan casi por completo la tesis genovesa, que se apoya, como todas las demás, en la incertidumbre sobre su origen real.
Debemos atenernos, por consiguiente, a los hechos constatables. Ante todo, habló y escribió casi siempre en castellano, algo en latín. Menéndez Pidal creyó encontrar en sus escritos defectos propios de quien no tiene ese idioma por lengua materna, pero sus deficiencias no eran italianismos, sino lusismos, lo cual se explica por sus nueve años de juventud en Portugal. Pero un origen portugués es difícil, porque no existía allí el apellido Colón, e incluso en Portugal escribió en castellano, por otra parte ya lingua franca de la península. También se han detectado en sus escritos giros catalanes. Por otra parte, su patriotismo hispano resalta aquí y allá. Refiriéndose a la cristianización de los pueblos descubiertos habla de "España, a quien todo debe estar sujeto" y anima a los reyes a no consentir "que aquí (las nuevas tierras) faga pie ningun extranjero", idea rara en un genovés. La mayor isla que descubrió en el primer viaje la llamó La Española, y supone reservada a España la recuperación de Jerusalén, ligada para él a sus viajes (España podía incluir Portugal, claro está). El cosmógrafo catalán Jaime Ferrer de Blanes, amigo suyo cuyos servicios fueron requeridos para delimitar los derechos de descubrimiento entre Castilla y Portugal, y que le aconsejó sobre el tercer viaje a América, le habla en una carta, como cosa natural, de "esta nuestra España"...
Dentro de la incertidumbre, su cuna española, acaso catalana o, más probablemente, balear, según algunos indicios, parece la más probable. De ser así, queda por aclarar el motivo de esa oscuridad, de aspecto deliberado, como si escondiera algún secreto político o similar. La autora citada cree que pudiera tratarse de un hijo ilegítimo de Carlos de Viana, el preterido hijo de Juan II de Aragón. Esto, y acaso el presunto origen genovés, quizá fuera posible comprobarlo hoy mediante pruebas de ADN, como las que han certificado la autenticidad de los restos del almirante guardados en Sevilla.
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Colón y los suyos habían descubierto mucho más de lo que habían pensado: un mundo nuevo del que nadie tenía la menor noticia cierta, ni el propio Colón la tuvo en vida, creyendo haber llegado al oriente asiático, aunque en algún momento sospechó la verdad. Pero la realidad era aquella, y los hechos pronto desplegarían toda su potencia. Han surgido debates poco razonables sobre si hubo descubrimientos anteriores, en particular con referencia a los vikingos. Discusión bizantina: los primeros "descubridores" fueron grupos asiáticos que cruzaron de Siberia a Alaska hace unos quince mil años. Pero ni ellos ni los vikingos tenían la menor noción de dónde estaban realmente en relación con el resto de la tierra. En cambio el descubrimiento coloniano lo fue no solo para los europeos, sino para el resto del mundo, incluyendo los propios aborígenes, pues unos y otros empezaron a entender lentamente lo que era aquel continente, ignorado por la humanidad desde la aparición del hombre sobre la Tierra... aun si algunos sospecharon que aquel mar gigantesco y atemorizante ocultaba grandes secretos, como había escrito Séneca: "Vendrán siglos en que Océano afloje los vínculos de las cosas y aparezca una tierra inmensa, y Tetis abra nuevos mundos, dejando de ser Tule el último confín". El momento llegó cuando se combinaron los conocimientos técnicos (brújula, astrolabio, barcos más adaptados) con la inspiración y osadía de un visionario, el impuso místico y el afán de riquezas de unos pocos hombres, y la intuición política de unos reyes. No fue solo el descubrimiento de América, sino del mundo como tal --de imagen tan imperfecta hasta entonces-- completado con la primera vuelta a la tierra, de Magallanes-Elcano, iniciada veintisiete años después.
El mundo conocido en Europa cuando esta cambiaba de época, era muy diferente del de cinco siglos antes, cuando comenzaba la Edad de Asentamiento europea y solo arribaban a ella noticias vagas de los confines asiáticos. Y más todavía con respecto a la llegada de Escipión a Tarragona con motivo de la II Guerra púnica, fecha en la que hemos datado el origen cultural de España, unos 1.700 años atrás. Desde esta fecha habían perecido civilizaciones como la cartaginesa, la helenística, la romana, varias persas, otras en la India, y otras más menores. La china había permanecido a costa de frecuentes desórdenes internos, invasiones e imposiciones foráneas, que sin embargo no habían logrado destruirla como las invasiones bárbaras lo habían hecho con la civilización romana de Occidente; permanecía la civilización japonesa, en el refugio de sus islas que la habían salvado de los mongoles. Había caído, finalmente la civilización bizantina, originada en el Imperio romano pero harto distinta de este. Se habían formado nuevas civilizaciones, muy particularmente la europea y la islámica. Y se habían desvanecido en el tiempo muchas culturas precivilizadas, como la celta en Europa o la ibérica en España, y la germánica, la de los hunos, la vikinga o la eslava primitiva, unas destruidas y otras absorbidas. Por supuesto, la mayoría de ellas había dejado huellas espirituales mayores o menores en las culturas y civilizaciones posteriores. En Europa, las culturas griega y latina sobrevivían como un poderoso influjo, si bien muy reinterpretado; y la hebrea, pese a carecer de territorio propio, persistía parcial pero nunca completamente asimilada, en numerosas comunidades dispersas por Europa, Asia y África. El tiempo y los movimientos internos y externos de los pueblos habían creado una tierra humana irreconocible diecisiete siglos atrás. En el mundo conocido (pues América todavía no lo era) destacaban cuatro grandes civilizaciones: la china, la india (en gran parte bajo el islam) la islámica y la europea.
Pío Moa
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