domingo, 12 de abril de 2009

Aspectos del cristianismo

Cerca de dos siglos antes (años 167-164 antes de Cristo), y en fechas no muy alejadas de las resistencias celtíberas en Hispania, había tenido lugar la rebelión judía de los macabeos contra la política de helenización impuesta por el reino seléucida, sucesor de Alejandro Magno. Pese a su debilidad relativa, los macabeos habían luchado con destreza y valor, habían triunfado sobre los helénicos y habían restaurado un reino independiente en Israel. El nuevo reino duraría prácticamente un siglo, hasta que las luchas fratricidas entre sus descendientes, los asmoneos, facilitaron la imposición de Roma en la región, en el año 63 a.C. El poder romano encontró entre los judíos un grupo colaborador de clase alta y sacerdotal, el partido saduceo; otro grupo sordamente rebelde y presto en todo momento a la acción armada, los zelotes; y un tercero, el más influyente en la población, el de los fariseos, que, sin declararse beligerante hacia los dominadores, mantenía un exclusivismo extremo, evitando cualquier roce con los no judíos o gentiles. La palabra "fariseo" ha pasado a la cultura cristiana con el significado de hipócrita, pero significa, precisamente, "segregado", o más propiamente "autosegregado" del contacto con los infieles.

Entre fariseos y saduceos reinaba una profunda enemistad, tanto por las respectivas actitudes hacia Roma como por cuestiones doctrinales básicas. Los fariseos propugnaban el cumplimiento de la ley oral tradicional (Halajá) a la que los saduceos no concedían valor, como tampoco la concedían a las creencias fariseas en la inmortalidad del alma, la resurrección de los muertos o el castigo eterno a los malvados.

Hacia finales de los años 20 o principios de los 30 después de Cristo, bajo el emperador Tiberio, ocurrieron los sucesos antes aludidos, los cuales, en lo que tienen de historiográficamente significativo, pueden resumirse así: un predicador judío llamado Jesús, de origen humilde y originario de Nazaret, en Galilea, acompañado de un grupo de discípulos, en general igualmente humildes (pescadores varios de ellos), caminaba por tierras de Israel propugnando una renovación religiosa. Esto no debía de ser inhabitual: por entonces las predicaciones y sectas proliferaban por el Imperio Romano, como manifestación de la crisis de los politeísmos y la inquietud moral de la época; pero en Israel alcanzaban especial intensidad, mezcladas con ansias de liberación del yugo extranjero y con la esperanza tradicional, entonces exacerbada, en un Mesías (o ungido, enviado de Dios, equivalente al griego Cristo) que debía restaurar la gloria de Israel liberándola de los opresores internos y externos. Uno de los grupos mesiánicos fue el de los esenios, creyentes en un juicio final y en la inmortalidad del alma, como los fariseos pero en un grado más rigorista. Vivían en grupos apartados y practicaban la comunidad de bienes. Consideraban que la salvación exigía la fe, pues los méritos de las acciones humanas nunca bastarían a los hombres para poder considerarse justos: solo la misericordia de Dios con los arrepentidos lavaba al individuo de sus pecados. Eran también pacifistas: "¿Qué pueblo desea ser oprimido por otro más fuerte que él? ¿Quién desea ser despojado inicuamente de su fortuna? Y sin embargo ¿cuál es el pueblo que no oprime a su vecino? ¿Dónde está el pueblo que no ha despojado a otro de su fortuna?". Evolucionaron hacia la expectativa de un mesías político, un rey "hijo de Dios", al modo como en diversas mitologías hay héroes hijos de alguna divinidad.

Existen semejanzas entre la doctrina de Jesús y la de los esenios, y algunos ensayistas han visto una relación directa entre ellos, y hasta han considerado esenio a Jesús; es famosa la frase de Renan considerando el cristianismo como un esenismo con éxito. Pero no existe constancia real de tal cosa. En realidad, todos los grupos hebreos tenían un fondo común en la Biblia, que interpretaban de forma parecida en algunos extremos (doctrina del perdón, la compasión y la paz) y no tanto en otros. Jesús denunciaba el formalismo y la devoción meramente externa de los fariseos. De sus discípulos distinguió en especial a doce, conocidos más tarde como los apóstoles, principales difusores de la doctrina. El número debió de remitir simbólicamente a los doce hijos de Jacob y las tribus de Israel.

Así pues, Jesús predicaba –en ello insistió– según la tradición bíblica, pero irritaba a los fariseos, no solo por tratarlos como malvados bajo su apariencia de cumplidores estrictos de la ley, sino porque él se proclamaba directamente el Mesías, con un carácter nuevo, espiritual y no directamente político. Más aún: se atribuía directamente carácter divino y el poder de perdonar los pecados, afirmaciones blasfemas para sus enemigos.

La aversión despertada fue tal que unió contra él a fariseos y saduceos. Éstos, valiéndose de la traición de Judas, uno de los discípulos de Jesús, le prendieron en Jerusalén, lo maltrataron y acusaron de blasfemia a fin de justificar su ejecución. Pero como este cargo no interesaba a las autoridades romanas, únicas que podían condenar a muerte (principio no siempre cumplido), los acusadores urdieron el argumento de que, al declararse mesías, atentaba contra el poder romano, dando al título de mesías un carácter político tradicional, que en realidad Jesús rechazaba, como ellos sabían. Lo presentaron así ante el gobernador romano, Pilato, la autoridad real al lado o por encima del rey colaboracionista Herodes Agripa. Pilato no halló a Jesús culpable, pero ante la furia e insistencia de los sacerdotes y la multitud soliviantada, optó por darles a elegir entre liberar a Jesús o a un bandido o rebelde llamado Barrabás. Los sacerdotes y la multitud exigieron liberar a Barrabás, y entonces Pilato se lavó las manos en señal de inocencia por lo que iba a venir, pero aceptando la condena del reo.

Jesús, que ya había sido brutalmente maltratado por soldados romanos, recibió sentencia de crucifixión, una ejecución extremadamente cruel, lenta y afrentosa, al parecer de origen persa y que habían adoptado los romanos de los cartagineses. El reo fue azotado y cubierto con un manto rojo, coronado de espinas y obligado a sostener en la mano una caña a modo de cetro, entre golpes y burlas. A continuación hubo de llevar la cruz a cuestas, pese a su debilidad y pérdida de sangre, hasta el lugar de la ejecución, sobre un montículo llamado Gólgota (o de la Calavera, por su forma). Allí fue crucificado entre dos ladrones y bajo un cartel que lo proclamaba "Rey de los judíos" (INRI) por burla o, según otra versión, por exponer la causa legal de la ejecución. Según la tradición, tenía 33 años al morir.

Hasta aquí, el relato se expone a la crítica historiográfica (dejando aparte los milagros que acompañaron la predicación, materia de creencia). La vida de Jesús es conocida por los Evangelios, cuatro admitidos por la Iglesia. En pro de su posible falsedad se han argüido discrepancias entre ellos, la tardía composición de los mismos (poco tardía: entre 35 y 60 años después de la crucifixión, posiblemente anterior alguno), y la casi inexistente mención de Jesús en testimonios e historias no cristianos. No obstante, las discrepancias entre los evangelios tienen relevancia menor y se explican por el previo carácter oral de la tradición; la distancia entre el evangelio de Juan y los demás puede interpretarse como diferencia, más bien que discrepancia. La falta de menciones contemporáneas es normal: dentro de la vida del imperio se trataba de unos hechos poco relevantes para los centros de poder y cultura, sin contar la pérdida de gran cantidad de documentación de aquellos siglos: las referencias a hechos y personas de la Antigüedad, de quienes tenemos pocas dudas, provienen en su mayoría de documentos mucho más tardíos, transcritos o producidos ya en la edad media. Los evangelios ofrecen –exceptuando actos sobrenaturales– un panorama vívido de la época y el país, muy reconocible por cuanto sabemos al respecto, lo que aboga en pro de su básica fidelidad histórica. Suena inverosímil la idea de un grupo de estafadores poniéndose de acuerdo para inventar una leyenda semejante, de la que no iban a sacar ningún rendimiento material, más bien al contrario.

En aquel momento, la predicación de Jesús terminó en un fracaso degradante, los escasos discípulos, desconcertados y atemorizados, empezaron a dispersarse, y allí debió haber concluido todo. Pero según el relato evangélico que, obviamente, no entra en el terreno histórico sino en el de la fe, Jesús, el Mesías o Cristo, resucitaría al tercer día, se presentaría a María Magdalena y a otras mujeres discípulas suyas y luego a los discípulos. La resurrección significaba la victoria sobre el Mal. A partir de ahí comienza la expansión de la nueva doctrina, reafirmada y sistematizada por un apóstol algo posterior, Pablo de Tarso, originariamente un fariseo fanático y perseguidor de los cristianos, que no había conocido a Jesús. Tras su célebre revelación mientras cabalgaba hacia Damasco, Pablo conocería a los apóstoles originarios y daría un renovado impulso al cristianismo, al propagarlo más allá de la nación judía. Él sistematizó y reafirmó la doctrina de la divinidad de Cristo: lo que salva al hombre es la fe en él, no el cumplimiento de la ley, idea ya expuesta en la predicación de Jesús. Pablo, aunque judío, era ciudadano romano y tenía profundo conocimiento e influencia de la cultura helenística y latina.

La predicación a los no judíos significó el abandono del concepto de "pueblo elegido". Asunto conflictivo al principio, el Concilio de Jerusalén, sobre el año 50, lo resolvió al acordar que los adherentes gentiles no tenían por qué circuncidarse ni practicar la ley mosaica, les bastaba creer en Jesucristo y bautizarse. El Evangelio abarcaría así a toda la humanidad, en principio. No obstante, la predicación seguiría siendo harto peligrosa, y varios apóstoles terminaron ejecutados a su vez, entre ellos Pedro, a quien Jesús había nombrado jefe de su congregación o Iglesia y que sería crucificado cabeza abajo en Roma, o Pablo, a quien no se aplicó la crucifixión por ser ciudadano romano, sino la decapitación.

Los relatos evangélicos están tan cargados de dramatismo (la inocencia aplastada por la iniquidad del mundo), de contenido moral y de simbolismo, que se convirtieron en el eje o uno de los ejes básicos de la cultura que convencionalmente llamamos occidental. Muchos de sus elementos, reales o simbólicos, pasarían al imaginario colectivo de Occidente con extraordinaria fuerza inspiradora, así el nacimiento en el pesebre, la matanza de los inocentes, milagros como el de los panes y los peces, parábolas como la del hijo pródigo, episodios como el de Marta y María; y especialmente los finales: la entrada triunfal en Jerusalén, la última cena, el huerto de los olivos, el beso de Judas, el lavado de manos de Pilatos, la corona de espinas, etc. La cruz, transformada de símbolo de suplicio infamante en emblema del triunfo sobre el mal y la muerte, sería el distintivo de los cristianos.

La nueva doctrina se expandió con bastante rapidez, asentándose enseguida en la región oriental del Mediterráneo y pronto en la misma Roma, al punto de que solo tres décadas después de la muerte de Jesús, Nerón emprendió una cruenta persecución con el fin de aplastar a los cristianos. Actitud en principio sorprendente, porque los romanos mostraban tolerancia con las más diversas religiones y sectas, y admitían sin especial dificultad nuevos dioses. Pero el cristianismo excluía otros dioses y negaba honores religiosos a los emperadores divinizados. Como en las demás civilizaciones, religión y poder político estaban estrechamente integrados en Roma, y la religión se consideraba una garantía del orden social y político. En la tradición latina no existía la divinización de los máximos representantes del poder, pero el influjo de las monarquías orientales y helenísticas, donde dicha divinización era habitual, había prevalecido como medio de reafirmar la fidelidad y la adhesión mística popular en un imperio tan enorme y arduo de gobernar. Desde César se divinizó a los emperadores después de muertos, recibiendo sus estatuas, en los templos, los honores correspondientes. Algunos, como Calígula o Domiciano, se proclamaron a sí mismos dioses en vida, sin más ambages. Desde luego, el endiosamiento imperial nunca impidió feroces luchas por el poder, y muchos de aquellos "dioses", en vida o póstumos, terminarían asesinados por otros aspirantes a la divinidad.

También se perseguía a los cristianos porque su religión no era asimilable como las demás, y quedaba como un elemento extraño, mucho más peligroso que los judíos porque estos se mantenían en grupos sociales cerrados, mientras que aquellos se expandían con bastante fuerza. Así pues, los cristianos eran mirados como una amenaza a la estabilidad del imperio y a la cultura ancestral, y contra ellos se inventaron leyendas para reforzar la justificación represiva. Nerón, con su persecución en la que murieron Pedro y Pablo, entre muchos otros, inició el ciclo de los grandes ataques –acompañados de la búsqueda y quema de escritos cristianos– en los que las víctimas recibirían suplicios atroces: quemados vivos, crucificados o arrojados a las fieras en los espectáculos circenses, una de las facetas más brutales de la civilización romana. 

El año 66, por las mismas fechas de la persecución neroniana, los judíos, siempre en rebeldía latente, emprendieron una guerra para liberarse de Roma. Vespasiano, para suprimirla, destruyó numerosas ciudades. No obstante, la rebelión se mantuvo, y dos años después, cuando Vespasiano ganó el trono de emperador, su hijo Tito prosiguió la lucha hasta tomar Jerusalén, el año 70, tras un asedio de cinco meses. Para escarmentar a los insurgentes arrasó gran parte de la ciudad y destruyó el templo, llevándose como trofeo los utensilios religiosos. La guerra daría sus últimos coletazos en 73, en la fortaleza de Masada, donde los resistentes se dieron muerte entre sí antes que caer prisioneros y esclavos. Gran parte de la población judía fue expulsada y se dispersó por el imperio, en una diáspora que había de completarse unos 80 años más tarde. Algunos vieron en estos hechos el cumplimiento de una profecía de Cristo.

La doctrina moral de Jesús no era nueva, pues se basaba en la Biblia: "Lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe". La ley mosaica, en particular los Diez Mandamientos, se resumía en dos principios: "Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo"; "En estos dos mandamientos se fundan toda la Ley y los Profetas"; exigencias arduas, pero a las que Jesús exigía devoción "con todo el corazón, toda el alma y toda la mente". "Si quieres entrar en la vida eterna, cumple los mandamientos: no matar, no cometer adulterio, no hurtar, no levantar falso testimonio, honrar padre y madre y amar al prójimo como a uno mismo". A un joven rico que le preguntó si era posible un grado mayor de compromiso, le respondió: "Si quieres ser perfecto, vende todos tus bienes y da el producto a los pobres, así tendrás riqueza en el cielo; luego vuelve y sígueme". Ese amor-fe debía proporcionar al individuo una inmensa fuerza moral frente al mundo, descartando formalismos e hipocresías.

Lo nuevo de la doctrina de Jesús, según quedó indicado, consistía en la autoatribución del carácter divino, como Hijo de Dios. En tal condición, su peripecia en la vida asumía los pecados de los hombres, condensados en el castigo y la crucifixión injustamente impuestas, y con ello los redimía del pecado original de Adán y Eva, constitutivo de la humanidad; una redención difícil de interpretar, porque las consecuencias de dicho pecado persistían, y quizá Jesús mostraba solo el camino para eludirlas. Aportaba la "salvación", una salvación espiritual y universal, no ya política y limitada al pueblo judío. No era una doctrina sentimental, pues Jesús admitía que sus prédicas desatarían la violencia: "No he venido a traer la paz, sino la espada, porque yo he venido a separar al hombre de su padre, y a la hija de su madre, y la nuera de su suegra...". Por la espada cabría entender su doctrina, difícilmente aceptada y a menudo violentamente rechazada.

Salvo por el hecho de que el mayor éxito de las religiones ocurre en todas tras la muerte del fundador, tanto el relato fundacional como el personaje difieren de los de otras grandes religiones aún hoy existentes. Ningún otro creador religioso parece haberse presentado como hijo de Dios, y su predicación tampoco adquirió, ni de lejos, el carácter trágico de la de Jesucristo ni provocó reacciones tan extremas en sus medios sociales y políticos. Sidarta o Sidharta, príncipe de origen nepalí, anterior a Jesús en más de cinco siglos, aunque con una historia abundante en milagros, se proclamó o fue proclamado solamente Buda, es decir "Despierto" o "Iluminado", y también "El sabio". Abandonó sus riquezas, esposa e hijo, para alcanzar la iluminación viviendo ascéticamente como un mendigo, predicó con relativo éxito y sin especiales problemas, murió a los 80 años, de alguna indigestión o intoxicación, y su doctrina cobraría gran impulso, sobre todo desde que Asoka la convirtió prácticamente en religión oficial. Confucio, contemporáneo de Buda en China, fue un funcionario sin pretensión de otra cosa y tuvo altibajos en sus tentativas de que algún príncipe adoptara sus enseñanzas; pero gozó siempre de respeto como hombre sabio y justo, y falleció apaciblemente a los 72 años. Le decepcionó la actitud de sus contemporáneos, pero sus prédicas conocerían una aceptación muy grande cuando diversos gobernantes las entendieron como un instrumento excelente de orden y buen gobierno. La historia de Lao Tse, Viejo Maestro, acaso contemporáneo de Confucio o dos siglos posterior, entra en la leyenda y tampoco tiene paralelismo con la de Jesús: algo amargado por el poco eco de sus enseñanzas, saldría de China internándose en algún país bárbaro.

No menos desemejanzas existen en los contenidos religiosos: en todos ellos la divinidad o divinidades se dan por supuestos y no desempeñan un papel tan directo e intenso como en el cristianismo. Buda, tras sufrir un choque psíquico al descubrir la vejez, la enfermedad y la muerte, buscó el modo de conseguir la felicidad o la superación de la insatisfacción vital por medio de la renuncia a los deseos, fuente del sufrimiento, del oscurecimiento o ignorancia sobre la vida profunda, y de las sucesivas reencarnaciones de los individuos, con el sufrimiento anejo. El desprendimiento, el ascetismo y la meditación (no equivalente a la reflexión especulativa, sino a la liberación de la mente de todo pensamiento) deben conducir, en su nivel superior, al nirvana, una especie de superación de todas las apariencias de la vida, del espacio y el tiempo, que rompería la cadena de las reencarnaciones y su insatisfacción.

El confucismo consiste sobre todo en un conjunto de normas morales y de conducta acordes a los Mandatos del Cielo y concebidas para superar los graves desórdenes recurrentes en la sociedad china. Las virtudes para lograr la paz y la justicia serían la bondad, el amor al prójimo, la lealtad y el respeto a las jerarquías y los antepasados, con especial atención a un principio básico: "No quieras para los demás, o no les impongas, lo que no quieras para ti". Los príncipes durarían y su ejemplo inspiraría el buen comportamiento del pueblo si amaban a este y obraban con justicia, cuidaban las buenas tradiciones y propagaban el estudio y la meditación. La armonía jerárquica, desde el príncipe a la familia, aseguraría una sociedad próspera. (Otra escuela, la legista, sostenía la postura contraria: los hombres, aunque pueden estimar la justicia, en general son necios y opuestos a ella en la práctica, por lo que solo pueden vivir en paz mediante un gobernante absoluto, cuya voluntad hace la ley y la justicia).

El taoísmo procede del concepto de Tao: camino o vía, concebido también como la unidad entre dos fuerzas cósmicas y omnipresentes, el yin y el yang, opuestas e interdependientes. El Tao sería inaprensible para los sentidos o el intelecto, escaparía a toda definición y al nombrarlo ya se le traiciona. Sería algo así como un vacío primordial, omnipotente, en el que toma forma la existencia. La doctrina propone la no acción: el universo marcha según sus leyes, y el hombre sabio no pretende actuar sobre él; al contrario, cuanto menos actúa mejor entiende el mundo y mayor poder adquiere. Los humanos necesitan reforzar su relación con la naturaleza, más bien que someterse a normas y leyes políticas; y deben seguir una conducta de acuerdo con las "tres joyas": compasión, moderación y humildad. 

Más semejanzas cabe encontrar con el zoroastrismo, antiquísima religión persa y variantes de ella como el mitraísmo. Dualismo extremo entre los principios del bien (Ormuz) y el mal (Arimán), componentes inevitables del mundo. Al parecer tuvo influencias en la religión hebraica Las enseñanzas de Zoroastro llegaron a dejar su huella sucesivamente sobre tres grandes religiones: el judaísmo y el cristianismo y a través de ellos, el islam.

La Iglesia católica tiene otras particularidades: se ha mantenido a lo largo de los siglos vinculada a poderes diversos pero guardando al mismo tiempo su independencia, en tensión, a veces incluso violenta con ellos, de modo que el Papado constituye un poder espiritual y en buena medida material, pese a carecer de divisiones militares, industrias propias y casi de territorio propio. Los numerosos poderes políticos surgidos en Europa y América desde el Imperio Romano, han encontrado su justificación o su principio de legitimidad en las creencias cristianas o la han recibido directamente de Roma, mientras que la Iglesia siempre ha mantenido como un centro peculiar de poder aparte.

Cierto que bajo estas diferencias puede encontrarse una similitud moral de fondo entre estas religiones, y seguramente en otras muchas. Pero desde el punto de vista de las consecuencias históricas, las diferencias vuelven a un primer plano. Si las religiones vistas ponen el acento en las normativas morales o en los métodos para identificarse con el cosmos y eludir el malestar de la vida, el cristianismo lo pone en la fe en un Dios (trinitario: Padre, Hijo y Espíritu Santo, que le valdría acusaciones de politeísmo), una fe por encima de las contradicciones: un hombre de origen poco distinguido y final terrible que sería al mismo tiempo Dios, y ante él el individuo aparece resaltado como libre y responsable, con relieve mucho más acentuado que en las religiones anteriores: la persona culpable en principio por el misterioso pecado original, pero susceptible de redención gracias al sacrificio divino. Posición contradictoria y enigmática, fuente de herejías y también de una tensión intelectual permanente entre la razón y el dogma, de un esfuerzo por conciliarlos que también caracterizaría al cristianismo con mucha más fuerza que a otras religiones, provocando una historia inquieta y complicada, con frecuentes luchas internas e intensas derivaciones políticas. Y no menos un inmenso cúmulo de arte y pensamiento.

El cristianismo proponía la igualdad de los hombres en un sentido espiritual, fácilmente extrapolable a otros terrenos e interpretable en una dirección políticamente subversiva, otra fuente de los más variados movimientos. Al igual que en la doctrina estoica, había en el cristianismo un rechazo implícito de la esclavitud, no del todo desarrollado, pues se admitía la práctica esclavista como un efecto maligno del pecado original. También proponía una igualdad esencial entre hombre y mujer –"compañera y no sierva"– que, unidos, forman "un solo ser" o "una sola carne", aun si con autoridad prevalente del varón. Matrimonio exclusivamente monogámico y de fidelidad hasta la muerte, con fuertes repercusiones en cuanto a la estabilidad familiar, la educación de la prole y la transmisión cultural; exclusión drástica de las relaciones homosexuales, siguiendo la tradición judaica, que también en este aspecto se separaba de costumbres extendidas, a menudo mal vistas pero sin condenas religiosas en el mundo politeísta. Todo ello chocaba con costumbres e ideas muy extendidas en la antigüedad grecorromana.

Pro lo que iba a ocasionar graves conflictos con el orden romano era el concepto de una religión concebida como fuente de moralidad independiente del estado ("a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César") cuando, tradicionalmente, poder y religión habían estado estrechamente unidos e incluso identificados. La independencia eclesial no supnía necesariamente enfrentamiento con el poder político, y en general la Iglesia buscaba el acuerdo con él; pero no excluía tentaciones de absorberlo en una clerocracia, y en todo caso establecía de entrada una tensión peculiar entre ambas potestades que podía derivar, y derivaría muchas veces, en colisión abierta. Esta tensión (conflicto-acuerdo) entre religión y política marcaría la historia de la Cristiandad.

Pío Moa
http://blogs.libertaddigital.com/presente-y-pasado

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