sexta-feira, 3 de abril de 2009

¡Eppur si muove!

Ya no falta ninguno. La gran prensa ha decretado que se abre la veda, y como en los primeros años del Papa Wojtyla, todo vale para abatir al hombre de Roma. Desde la sutileza editorial a la sal gorda de los humoristas, desde las viñetas indecentes a las encuestas de urgencia.

En medio de este concierto casi se agradece la suavidad de El País: "La credibilidad de Ratzinger disminuye". ¡Pero hombre! ¿desde cuándo el Papa ha tenido credibilidad para el diario de los Polanco? Una vez más el laico Giuliano Ferrara ha puesto claridad en medio de la bruma mediática, al contemplar este suceso en la perspectiva de la reciente historia de la Iglesia. En realidad, tras el espejismo (y hay que subrayar que se trata solamente de eso) que coincidió con la época de Juan XXIII, existe un complejo cultural-mediático-político en Occidente que no ha dejado de zaherir a la Iglesia y dentro de ella al Papa de cada momento, porque la identifica con el único obstáculo para el triunfo definitivo de la mentalidad relativista ligada a la pretensión de la tecno-ciencia de inventar un hombre nuevo, absolutamente desligado de la tradición cristiana con todas sus implicaciones.

Si existió una tregua fue sólo porque algunos pensaron erróneamente que la convocatoria del Concilio significaba un corte absoluto en la historia y la aceptación definitiva por parte de la Iglesia de la agenda modernizadora. Esa tregua termina abruptamente en 1968 con la publicación de la Humanae Vitae de Pablo VI. Es difícil recrear la atmósfera de hostilidad e incluso de agresión que rodeó los últimos diez años del Papa Montini, una vez que les quedó claro que estaba dispuesto a quemar su imagen para ser fiel a su ministerio de custodio de la gran Tradición católica. Esta atmósfera, que penetró también las estancias de la Iglesia, condujo al pontífice a hablar del "humo de Satanás" y a profetizar que sólo un pequeño resto permanecería fiel. Imaginemos lo que diría nuestra prensa si Benedicto XVI se expresar de esta forma.

La llegada de un polaco a la silla de Pedro no mejoró la situación. Las hemerotecas nos muestran con profusión el fuego graneado al que fue sometido el Papa Wojtyla desde 1978 a 1981. Se habló del invierno eclesial y de restauración, y se calificó a Juan Pablo II como un dictador incapaz de comprender al mundo moderno y sus conquistas. No faltaron manifiestos de teólogos, editoriales ácidos y viñetas satíricas sobre el polaco que aterrizaba en Roma. Pero el extraordinario carisma personal de Juan Pablo II los dejaba descolocados, su llamada a las multitudes era imponente y acallaba la crítica interna. Después llegó el atentado que conmocionó al mundo y luego su protagonismo en la caída del comunismo. El complejo mediático-cultural se encontró de pronto con la imagen del Papa de las libertades y de los derechos del hombre, una figura incómoda para ser machacada cada día, sobre todo por la evidencia de su popularidad universal, acrecentada durante su larga enfermedad. Nunca lo amaron, pero es cierto que Juan Pablo II se tornó casi invulnerable a sus invectivas. Ahora ha llegado el tiempo de la revancha.

Dice con sagacidad Ferrara que contra Joseph Ratzinger, alma teológica del pontificado de Juan Pablo II, juega una especie de retorsión. Es como si ahora se quisiese hacer pagar al Papa actual ese cuarto de siglo en que el papado ha estado al abrigo de muchos vientos. Es el momento de imponer finalmente a Roma la dictadura ideal del mundo postmoderno y de su relativismo ético. Debo reconocer que la intuición de Ferrara me parece sugestiva y coherente para comprender la actual tempestad contra Benedicto XVI, pero debemos dar un paso más. La dureza de los ataques dirigidos contra el Papa no ha impedido su conexión con el pueblo, como se ha visto recientemente en África, pero también en lugares a priori más difíciles como Nueva York, Sydney o París. Ahí está el éxito mundial de su libro Jesús de Nazaret, y después hay datos como los relativos a la afluencia de peregrinos que participan en las audiencias de los miércoles o en el ángelus dominical en la Plaza de San Pedro que mueven a la reflexión.

Es cierto que el Papa Ratzinger no tiene la personalidad épica de su predecesor, pero su magisterio suave y cargado de apasionada racionalidad sabe llegar a la mente y al corazón de los que le escuchan, ya sean grandes intelectuales o gentes sencillas del pueblo. Por supuesto que la imagen del Papa sufre con los ataques (como sufrieron las de Pablo VI y Juan Pablo II) pero la realidad es más profunda y consistente que el mundo virtual que con frecuencia recrean los medios. A pasar de todo, mucha gente capta el acento de verdad, el peso de autenticidad y de sabiduría de los pronunciamientos del Papa, incluso cuando resultan incómodos o contra corriente. No se trata de consolarnos, sino de anotar que la verdad aún tiene sus chances en este mundo de fuegos artificiales.

Creo que el problema hoy no está tanto en la hostilidad del complejo mediático-cultural (que es un dato siempre presente y a considerar) cuanto en la propia debilidad interna de la Iglesia. De ahí el tono de urgencia que colorea algunas de las últimas intervenciones del Papa. Él considera que la prioridad única y absoluta de su pontificado es la presencia de la fe en el mundo, como lo demuestran sus dos encíclicas y el libro sobre Jesús de Nazaret. Y afirmar esto es realizar también un gesto de gobierno dirigido a toda la Iglesia, que podrá ser entendido y seguido o no, en todos los niveles. La prioridad de la Iglesia no puede ser ajustar su estructura, cosa que por otra parte hace sin cesar desde hace veinte siglos. El problema es comunicar la fe, hacerla presente como respuesta al corazón del hombre, crear espacios donde esa fe pueda ser encontrada, alimentada y acompañada, donde se hagan visibles sus consecuencias sociales y culturales. Hace un par de semanas, recordando la gran figura de san Bonifacio, Benedicto XVI decía: "Comparando su fe ardiente, su celo por el Evangelio, con nuestra fe a menudo tan tibia y burocrática, vemos qué debemos hacer y cómo renovar nuestra fe, para dar como don a nuestro tiempo la perla preciosa del Evangelio". Si la Iglesia en todos sus niveles se deja gobernar por el timón que maneja el Papa, no habrá tempestad mediática que le impida avanzar, aunque su cuerpo luzca tantas heridas.

José Luis Restán

http://iglesia.libertaddigital.com


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