sexta-feira, 10 de abril de 2009

El ateo y el sermón de las palabras

Bajó a comprar una hogaza. Como todos los años, ya estaba el cartel en la puerta de la panadería anunciando el Sermón de las Siete Palabras. Era algo que formaba parte del cíclico paisaje, siempre lo mismo casi y siempre cambiante con las estaciones. Nunca se fijaba en ello, simplemente las cosas eran así. Pero esta vez fue diferente, le dio por pensar.

Y se acordó de Las Siete Palabras de Haydn; de aquel magnífico verso de Quevedo, "Dice que tiene sed siendo bebida"; de Lope, "...el alma tiene Jesús / en sus santísmos labios"; de Cristos y más Cristos: Masip, Gregorio Fernández, El Greco... Y se sintió ahogado... ahogado de cultura. ¿Dónde estaba ese Jesús? Pronto, en pocos días, empezarían a llenarse las calles de curiosos y turistas, ruidos, aglomeraciones, también prisas. Le daba la impresión de que todo era miedo, ruido para hacer como que se busca y aturdirse por si no se encuentra. Agitación de quien no quiere toparse con la nada, necesidad de engañarse pensando que uno es bueno.

¿Pero por qué se andaba ahora con estas preguntas? ¿Y qué más le daba si los demás hacían esto o aquello? A él nunca le habían importado estas cosas, pero le empezó a helar el corazón pensar si su indiferencia no sería un analgésico más, algo con que llenar el silencio por si de verdad no había nada detrás.

Pero mejor, pensaba, era esto que no lo de los demás. Empezaba a crecerle la necesidad de salvarse, tenía que buscar argumentos. "Sí, son ellos, son ellos los que se engañan y no le toman en serio. Yo al menos le trato como a un gran hombre muerto. No creo que sea Dios, pero no me burlo, no lo uso en mi provecho". Aunque no todos. Y se acordó, después de muchos años, de una vecina de cuando era pequeño; para ella, sí parecía que era verdad. ¿Pero y los demás? Para sus padres, desde luego, un trámite, algo que había que hacer. La comunión, la boda, pura formalidad. Con cumplir unos requisitos había sido suficiente. Y sintió un poco de vergüenza. En la comunión era muy niño, pero en la boda... "Sí, hay que ser honestos. Aunque los demás estén deseando que a todo digas que sí, pues no. Total, si a mi mujer le daba lo mismo y a su familia; sólo les importaba el dinero. Si de verdad hubieran creído entonces, no se hubieran adaptado tan fácilmente a los tiempos. Y lo de los curas y los que siempre van a misa. Eso sí que es de traca. Si de verdad creyeran lo que dicen de los sacramentos, no dejarían que tantos hiciéramos teatro de ello; peor es esto que un autobús con propaganda atea". Pero sus palabras no acallaban las otras palabras.

"Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen". Pobre Jesús, pensaba, lo suyo sí que era ingenuidad, pensar que hay Dios y pedirle que perdone. Pero qué suerte en el fondo creerlo, aunque no sea verdad; porque se estremeció al caer en cuenta de que si no hay Dios, no hay perdón. Tal vez buenas palabras para no hacerse daño unos a otros, pero quién repararía el mal causado en el pasado preso. Y sintió terror pensando que sin un Dios no había nada que perdonar, porque nada había malo ni bueno. Y quiso que hubiera Dios, porque empezó a sentir que, sin bondad ni maldad, dejaba de ser hombre. Aunque no fuera capaz de pedirle perdón, pero era terrible ser solamente un animal y ser consciente de ello. Y pensó en el infierno. Peor que las llamas era sentir eternamente esto.

"Hoy estarás conmigo en el Paraíso". De momento le parecía que le bastaba salir de ese sofoco, sentirse de carne y hueso y no como un fantasma caminando irrevocablemente hacia la nada, un vacío con apariencia de algo esfumándose en el tiempo. Necesitaba una mano a la que agarrarse en esa caída sin término. "Mujer, ahí tienes a tu hijo".

No sería todo esto acaso un sueño, consejas de vieja, el opio del pueblo. Terrible duda, inmenso deseo, certeza ensombrecida de satánico pensamiento. "Si no es verdad, sólo nos puede salvar la locura, la alucinación de pensar que es cierto. O el aturdimiento: ruido, más ruido, palabras, cultura, que no haya silencio". Y con el pan bajo el brazo, de vuelta a casa caminaba. Rumiando o más bien rumiándole a él las otras cuatro palabras... y el silencio.

Alfonso García Nuño

http://iglesia.libertaddigital.com

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