Un supuesta foto del pintor, hallada en una tienda de antigüedades en los 90. A su lado, La terraza del café en la plaza Fórum, de 1888
Su vida fue una lucha titánica contra la soledad y el fracaso. Su obra, la incansable búsqueda de las certezas del arte frente a la locura. Una exposición en Ámsterdam indaga sobre la mente del genio y su predilección por los temas nocturnos.
El pintor del porvenir habrá de ser un colorista como no lo ha habido todavía. Pero no puedo imaginármelo viviendo en modestos cafés; trabajando con dentadura postiza y frecuentando, como yo, burdeles para la tropa», escribió Van Gogh a su hermano Theo desde Arlés, en el Midí francés, el escenario donde, fugazmente, creyó poder construir una vida razonable… y donde estalló de forma inequívoca su locura. O tal vez, la conciencia definitiva de su fracaso en el arte, en la vida y el amor.
Tenía entonces 35 años y se describía como «un hombre que lleva una hoguera en el pecho que todos ven humear y a la que nunca se acerca nadie a calentarse». Sin embargo, su fuego iba a alumbrar una de las más grandes aventuras artísticas y humanas de la modernidad –que él describió, con fascinante lucidez, en más de 800 cartas a su hermano y protector– y que plasmó en 879 cuadros y 756 dibujos (sin contar los trabajos extraviados), realizados en sólo diez años, entre 1880 y 1890, durante la última década de su vida.
«Me gustaría que vieras en mí algo más que a un holgazán. Porque hay un tipo de holgazán, el que lo es a pesar suyo, que vive interiormente corroído por el deseo de actuar, y no lo hace porque se encuentra prisionero de rejas invisibles. Y uno se pregunta: ¿será esto así siempre? ¿En qué podría ser útil, a qué podría servir?», le escribe a su hermano en 1880, poco antes de decidirse definitivamente a pintar.
Hasta entonces había sido vendedor de arte en la casa de subastas Goupil, en las sucursales de Londres y París; estudiante de teología en Ámsterdam y predicador evangélico en una comunidad de mineros en Bélgica. Allí descubre la obra de Rembrandt y Millet y su vocación de pintor. El ardor con el que se entregaba al apostolado entre los más desfavorecidos lo vuelca ahora en retratarlos. En La Haya vive con una prostituta embarazada y alcohólica a la que retrata bajo el título de La gran lady. «Lo que yo quiero expresar no es un sentimentalismo melancólico, sino un profundo dolor. Quiero que la gente vea en mi obra una sensibilidad delicada, pese a mi reconocida torpeza. Demostrar con mi pintura que soy algo más que un excéntrico o una nulidad.» En Nuenen pinta Los comedores de patatas, su primera gran obra, un oscuro retrato del mundo campesino, de factura premoritoriamente expresionista: «He intentado hacer reflexionar a la gente sobre una manera de vivir opuesta a la de las personas civilizadas. De modo que no espero que encuentren este cuadro bello, ni siquiera bueno». Su hermano le reprocha su estilo tosco y sombrío.
Muere su padre, pastor protestante de la comunidad, y su sustituto prohíbe a los vecinos posar para Van Gogh. La dificultad para encontrar modelos será una calamidad. «Se piensa que lo que hago no son más que cuadros embadurnados de pintura, no pintura como tal. Hasta las buenas putas tienen miedo de que se burlen de su retrato.» Pero la prohibición del clérigo va más allá de la estética y Van Gogh abandona Holanda para siempre. En Amberes frecuenta por igual museos y burdeles. Le diagnostican sífilis. En París se instala con su hermano en Montmartre. Su vida y su arte dan entonces un vuelco definitivo. En contacto con los impresionistas, cuyas técnicas asimila enseguida, su paleta se aclara y su pincelada adquiere mayor versatilidad, aunque sin perder su peculiar protagonismo. Conoce a Degas, Toulouse-Lautrec, Seurat, Gauguin, Bernard... Comparten ajenjo y nocturnidad. Pero el rechazo y la incomprensión que rodeó a Van Gogh nunca fue comparable a la vivida por otros. Y en esa brecha que lo separaba de ellos, había diferencias estéticas: «A veces me siento viejo y fracasado, pero lo bastante enamorado de la pintura aún como para no perder el entusiasmo, aunque para triunfar se necesita ambición y la ambición me parece absurda. Pero espero hacer grandes progresos. Después, me retiraré para no ver a tantos pintores que me asquean como hombres».
Al cabo de dos años, sin previo aviso, enfermo y alcoholizado, incapaz de soportar las tensiones con su hermano, sus amigos y consigo mismo, se va a Arlés. Le quedan dos años de vida. Pero en la luz y en la belleza de la gente y de la naturaleza del sur, Van Gogh encuentra un lugar de fábula, casi tan fascinante como su admirado Japón. Y toda clase de motivos en los que poner a prueba la lección pictórica parisina. «Aquí, las costumbres son menos inhumanas que en París y creo que podré hacer retratos. Estas gentes son más artistas que las del norte. He visto figuras tan bellas como las de Goya o Velázquez. Saben colocar una nota rosada en un vestido negro, combinar el azul con un amarillo… Por eso, me atrevo a pensar que picarán el anzuelo de posar para mí.» Y picaron, aunque no todo lo que hubiera querido.
En Arlés aborda sus más famosos retratos: el del cartero Joseph Roulin, su hijo Armand, el doctor Paul Gachet… Y numerosos paisajes, que pinta del natural, de noche incluso, alumbrándose con un mechero de gas y velas en el sombrero. «Me sienta bien hacer cosas difíciles. Por eso salgo por la noche a pintar las estrellas. ¡Las noches aquí son tan bellas! Y las estrellas siempre me hacen soñar, como los puntos negros que indican las ciudades en los mapas. Me pregunto por qué los puntos luminosos del firmamento han de sernos menos accesibles que esos que nos guían por la geografía desde un mapa. Yo creo que así como tomamos un tren para ir a Rouan o a París, tomamos la muerte para viajar a una estrella.» Obras como La terraza del café en la plaza Fórum, el retrato del poeta Eugéne Boch o las famosas Noche estrellada y Noche sobre el Ródano reflejan la atracción y originalidad con las que se acercó a la temática nocturna en esta breve y luminosa etapa.
Harto de pensiones, alquila la Casa Amarilla, su color favorito, para montar un taller de pintores, y espera ansiosamente la llegada de su amigo Gauguin, el único que aceptó su oferta. «Gauguin está mal. Siento que para ser artistas pagamos un precio muy alto en salud, en juventud y en libertad, de las cuales no gozamos en lo más mínimo.» A los dos meses de su llegada, el 23 de diciembre, Gauguin y Van Gogh discutieron, como tantas veces. Pero esta vez el anfitrión amenazó a su amigo con una navaja de afeitar. Fue sólo una amenaza, pero acto seguido Van Gogh se cortó no la oreja entera, como afirma la leyenda, sino sólo el lóbulo. Lo que no es leyenda es lo que hizo después: envolvió el lóbulo cortado y se lo dio «como aguinaldo» a una prostituta que había rechazado posar para él, diciéndole, con un tirón de orejas, que prefería un regalo. La Policía lo interna en un psiquiátrico y, tras intermitentes periodos de libertad, él mismo mismo pide que lo reingresen, decidido a aceptar «su oficio de loco». Eso sí, a cambio de que lo dejen pintar. «Es demasiado cierto que un montón de pintores se vuelven locos. Es una vida que, como mínimo, lo deja a uno ensimismado. Volveré a lanzarme al trabajo y estará bien, pero seguiré chiflado.» Internado en el asilo de Saint-Rémy, vuelve a pintar «con sordo furor». Los cipreses y La noche estrellada se exponen en el Salón de los Independientes y otros seis cuadros, en el del siglo XX, en Bruselas. Uno de ellos, Viñas rojas, el primero y el único que vendió en vida, lo compró la hermana del pintor Eugène Boch, al que Van Gogh retrató en El poeta. Pero las crisis y la obsesión por escapar de «la locura del sur» lo acosan sin cesar. Decide una vez más cambiar de aires. Se instala en una pensión en Auvers, cerca de París. Y, otra vez, se pone a pintar furiosamente. En 69 días hizo 70 cuadros, 35 dibujos y un aguafuerte. La noche del 27 de julio de 1890 salió al campo y se disparó un tiro con el revólver que llevaba para espantar a los pájaros cuando pintaba. Herido, se arrastró hasta la pensión, donde murió dos días después en brazos de su hermano. Tenía 37 años. Hacía tiempo que había escrito: «En la vida del pintor, tal vez morir no sea lo más difícil».
Berta Blanco
http://www.xlsemanal.com
http://www3.vangoghmuseum.nl/vgm/
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