Es una de esas imágenes que se te quedan grabadas para toda la vida. Hace un par de décadas, día arriba, día abajo, vivía yo en la ciudad vieja de Jerusalén, en la zona árabe. Andaba por allí por eso de redactar una tesis doctoral en Historia que, al fin y a la postre, recibió el premio extraordinario de fin de carrera. Por la mañana, con el relente, veía pasar ante mi ventana a unas niñas que se dirigían a una escuela cercana. A decir verdad, el espectáculo que ofrecían no era distinto del que hubiera podido contemplar entre sus iguales de España, Italia o Francia.
Desfilaban en dos largas columnas, con un uniforme consistente en una camisa blanca y una falda larga de color azul. Excepcionalmente, quizá una de cada cien, se acertaba a ver a una niña que llevaba debajo de la falda unos vaqueros y sobre la cabeza un velo en señal de sumisión al islam. Insisto: se trataba de la excepción.
De hecho, las mujeres palestinas que trabajaban en la zona sólo se hubieran diferenciado de las españolas porque eran un poquito más atildadas en su atuendo personal. Por aquella época, Nazaret era también una ciudad árabe especialmente grata de visitar. Anduve estudiando los restos arqueológicos judeo-cristianos y recuerdo que era una población tranquila donde convivían los musulmanes, una minoría, con ortodoxos, católicos e incluso evangélicos. De hecho, en la cuesta que conducía hasta la basílica y el pozo de la Virgen había una librería evangélica que ofrecía las Escrituras traducidas al árabe.
Todo eso ha pasado a la Historia. La llegada de Arafat, primero, y de Hamas después, se ha traducido durante estos años en una persecución apenas encubierta de los cristianos árabes. En Nazaret, los musulmanes decidieron colocar en la histórica cuesta ya citada una mezquita ilegal. Ciertamente, los israelíes les ofrecieron un terreno donde asentar la mezquita que no entorpeciera el paso hacia la basílica. Rechazaron la posibilidad. Hoy, para llegar a los santos lugares hay que jugarse el tipo cruzando por en medio de una turba islámica que escucha mensajes radicalizados. Lo que se encuentra al otro lado es una basílica cerrada a cal y canto como si fuera Fort Apache y un pozo de la Virgen repleto de inmundicias.
La población ya es casi cien por cien islámica porque los cristianos o han abrazado la fe de Mahoma o han huido hartos de que los golpeen si fuman durante el Ramadán o de que les rompan los escaparates si abren en viernes. Tampoco existe la Jerusalén árabe que yo conocí.
Ahora las callejuelas están llenas de mujeres ataviadas como en el Sudán, algo que no parece importar a las progres españolas que, ocasionalmente, se dejan caer por allí. Incluso Belén es una ciudad de la que los cristianos se exilian poco a poco. Un comerciante árabe me decía hace apenas unos días: «Con los judíos nunca hemos tenido problemas, pero los musulmanes¿». Si lo sabría él, que tenía a todos los hijos en otro continente.
Quizá en esta semana que pretende rememorar los padecimientos de Jesús sería interesante recordar la situación de esos cristianos palestinos a los que sus propios compatriotas hacen la vida imposible y a los que sus hermanos de Occidente, no pocas veces inficcionados de antisemitismo barato, parecen haber olvidado.
César Vidal
www.larazon.es
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