domingo, 19 de abril de 2009

Demonios en España

Llego de Estados Unidos a España, como cada primavera, tocado aún de una saludable esperanza fortalecida en aquel país gracias a la victoria de Obama (ya saben, la vitamina O). Y, como siempre, recupero muchas cosas. Tomo conciencia de la maravilla que es España y también -ay- de sus sombras y miserias. Tierra, la mía, de ángeles y demonios, igual que todas.

Hoy quiero hablar de los demonios, de tres demonios a cuyas órdenes actúan expertos legionarios infernales. Acaso esa persona que se cruza sonriente con usted en la calle, lector, sea uno de los ángeles caídos que Satanás dirige desde su prodigioso teléfono móvil. Los tres diablescos jefes están teniendo enorme éxito en nuestra España de mil demonios, y son el Demonio de la Agresividad, el Demonio de la Corrupción y el Demonio de la Frivolidad.

El Demonio de la Agresividad no es muy guapo, aunque sí fortachón y vocinglero, y cómo disfruta en esta época de gran crisis económica, cómo influye en las almas de millones de ciudadanos. Sobre todo en las de los políticos. Me avergüenza ver y escuchar en la televisión las barbaridades que se arrojan unos a otros en el Congreso de los Diputados y en mítines, tertulias o entrevistas. Se les pone la cara tan airada, tan descompuesta, que cuando les hacen la caricatura en los periódicos salen favorecidos. Los periódicos glosan a su vez las broncas con ataques y contraataques según el color ideológico. Señores, un poco de educación y que los dos partidos políticos mayoritarios no se imaginen exclusivos, hay mucho aire (puro) fuera de ellos y el público se cansa más que nunca de sus cabreos erizados de ademanes, chulerías y palabrotas.

No sólo pesan las motivaciones ideológicas en lo agresivo; también las profesionales. ¿Un ejemplo? Reciente está el jaleo de la concesión de cierta medalla a un torero, protestada por otros toreros. Me río yo: cuántas personas se quedarían boquiabiertas al enterarse de cómo gestionan algunos el reparto de honores a nivel nacional, regional y local. Señor, si hasta nombran Hijos Predilectos a quienes nacieron fuera de la región, la ciudad o fuera de España. Y de múltiples premios literarios -comerciales o no-, mejor callar; mandan en los jurados los intereses de secta y el compadreo. Protegen a los suyos de carné real o carné de amor platónico; a los partidarios de su misma condición sexual; a los que un día los apoyaron y exigen reciprocidad; a los lacayos de quienes los emplean; a los soberbios maquillados por un efímero poder de decisión, etc. Los escritores -que se leen escasamente entre ellos- están que trinan y que escarban, pero se tragan la rabia, por si los premian. La cobardía y el silencio alimentan la corrupción.

El éxito del Demonio de la Corrupción es mareante. Me duele leer noticias sobre la corrupción española en la prensa de otros países, me duele que el Parlamento Europeo tenga que condenar las atrocidades urbanísticas, me duele tanto cohecho, tanto fraude, tanta malversación. ¿El que la hace la paga? Son tantos los imputados, que pronto formarán una Hermandad para desfilar durante la Semana Santa. En este momento deseo señalar una corrupción muy extendida aquí, la del lenguaje, corrupción que sucede por ignorancia, o por ir a favor de la ola en inglés, o en nombre de una reivindicación. No sé, creo que en España dentro de poco se dirá, metidos en la atmósfera del hispanohablante inculto que emigra a Estados Unidos, «drincar» vino por beberlo («to drink»); en España he leído o escuchado, e incluyo a políticos, académicos y escritores considerados importantísimos, «temo de que», «creo de que», «Discurso de Ingreso a la Academia», etc. Y en Estados Unidos, en una cadena en español, le he escuchado la palabra «desmantelación» a uno de los escritores más comerciales nacidos en la Península. Ni idea de «desmantelamiento». ¿Por qué usar palabras innecesarias? Leí que el jurado del Premio Príncipe de Asturias de los Deportes, concedido a Rafael Nadal, lo elogiaba por ser «un deportista ejemplarizante». No me importa que la palabreja valga legalmente, ¿no existe ya «ejemplar», con la mitad de sílabas? Y lo de «culpabilizar» por «culpar» me parece peor que escupir en el suelo. Se escupe en el idioma.

La corrupción del idioma puede deberse a motivos de reivindicación, por ejemplo la feminista. (No me interpreten mal, yo soy, y lo he probado en mis escritos, un feminista convencido). Sí, enarbolando la formidable bandera de la reivindicación, la ministra Bibiana Aído se dirigió a los miembros del Congreso el año pasado como eso, «miembros», y también como «miembras». Más tarde reconocería su error (algo raro en un político), e hizo bien, porque, de seguir por ese camino, cualquier día ella hubiera dicho, o solidariamente el mismo Rodríguez Zapatero, no que existía un magnífico grupo de ministras en el Gobierno, sino una magnífica «grupa» de ministras. La ministra podría declarar, además, que había llegado arriba por sus propias «medias», no por sus medios. O que fue al médico porque le molestaba la «labia», no el labio.

El tercero, el Demonio de la Frivolidad, lleva muchos años tentando a los españoles, pero es ahora cuando más se goza en los triunfos. A veces, el Demonio de la Frivolidad se presenta bajo otro nombre, el Demonio de la Mediocridad, no la famosa «aurea mediocritas» equivalente a equilibrio y moderación. Se trata sólo ¡y casi nada! de una mediocridad de cursilería, falta de talento, nula competencia y apoteosis de lo vulgar. Entre frivolidad y mediocridad, la frontera se borra. El Demonio de la Frivolidad despliega una poderosa atracción, ya que la belleza seduce más que la inteligencia. La belleza exterior es lo que vale, nos inundan en los anuncios con imágenes de gente joven de carnes al aire, son hermosuras parásitas del coche, la nevera, el reloj, el piso en venta o el crucero por el Mediterráneo. También la fuerza seduce más que la inteligencia; a los apasionados del fútbol les importa menos que una pepita de melón el que los jugadores de su equipo no sepan quién es Einstein.

La cultura española, en general, es mediocre y no tiene más proyección que la instantánea. Hoy se ha perdido el sentido artístico de las llamadas artes, cumplen sobre todo una función decorativa: música de fondo, arquitectura de fondo, incluso literatura de fondo para soportar con paciencia el viaje en el Metro. La pintura se ha convertido en dama de compañía de la cuenta corriente y de la burguesía más beocia. Esta penuria cultural supone un reflejo de la social, llena de intrascendencia. ¿Quién piensa en la muerte? Parece que el vivir para la muerte analizado por Heidegger se ha cambiado en vivir para el sexo. Se ridiculiza lo responsable, se propaga lo libertario y se ovaciona lo transgresor menos asumido: tener un hijo a los trece años constituye una proeza. ¿Pensarán que los hijos, esos bebés venidos de París -así nos informaban- son muñequitos traídos de Oriente? «Made in China».

De otra penuria, la religiosa, da escalofríos hablar. A este paso, en Dios sólo creerán Satanás y los suyos. Y unos cuantos chiflados. Al Superser (Dios) del Pseudo-Dionisio, lo han seguido el Superhombre de Nietzsche, el Superyó de Freud y -¡albricias!- el Supermercado. ¿Qué nuevo Súper espera al doblar la esquina de la crisis? Mientras, los empobrecidos autónomos se hartan de tanta Superioridad y se manifiestan públicamente junto a esa esquina.

El Demonio de la Agresividad, el de la Corrupción y el de la Frivolidad tienen ancho campo de trabajo y de experimentación para lograr resultados aún mejores. Contra ellos se puede usar el agua bendita. O la oración. También cabe la defensa acudiendo a recursos no ortodoxos. Teresa de Ávila -para mí la santa más simpática-, cuando ya estaba hasta la toca del cerco del Enemigo, lo ahuyentaba mostrándole la mano con gesto desagradable. Y cuando Martín Lutero se sentía agobiado, durante la noche, por tanta lucha espiritual y física, volvía su trasero desde el lecho hacia Satanás y le disparaba una meritoria ventosidad. Satanás escapaba como un conejo. ¿Por qué los agresivos, los corruptos y los frívolos no intentan lo mismo? Su extremo mal olor es una garantía.

Manuel Mantero, Profesor Emérito de literatura española en la Universidad de Georgia

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