La normalización progresiva de las relaciones con Cuba por parte de la nueva Administración estadounidense, que acaba de adoptar medidas de flexibilización del embargo y la apertura de los viajes hacia la isla, puede suponer el comienzo de una verdadera revolución en las relaciones internacionales del último medio siglo. Estamos ante una apuesta valiente del Gobierno de Obama, que quizá genere resultados rápidos, tanto dentro de Cuba como en el resto del continente americano. Esta política acelera el proceso de cambio irreversible en la isla, hace incrementar el prestigio de Obama en Latinoamérica y, como se ha comprobado en la reciente Cumbre de las Américas celebrada en Trinidad y Tobago, da credibilidad al proyecto estadounidense de integración continental.
Si la nueva política de diálogo y apertura con Cuba, ya defendida por el Obama candidato en la campaña presidencial, es capaz de vencer las resistencias internas del poder político, económico, electoral y legislativo del establishment estadounidense -lo que todavía está por ver-, estaremos viviendo un momento histórico en las relaciones difíciles cubano-estadounidenses. Unas relaciones que se han movido históricamente desde la agresión exterior hasta el aislacionismo calculado, pasando por la crisis de los misiles, probablemente el momento de mayor riesgo de enfrentamiento nuclear en la Guerra Fría.
Sin embargo, los presidentes demócratas de EEUU siempre han tenido una relación karmática con Cuba. El presidente Kennedy comprendió -como cuenta Arthur Schlensinger, uno de sus hombres de confianza (A Thousand Days, 1965)- la distancia que existía entre su prometida «Nueva Frontera» y la cruda realidad de sus primeros días cuando como presidente aceptó la operación preparada por la CIA para derrocar con mercenarios el régimen de Castro.
Clinton intentó flexibilizar las relaciones y relajar el embargo, hasta que se topó con la crisis de las avionetas, los balseros y la respuesta de la revolución conservadora con la denominada Ley Helms-Burton. Parece que Cuba está llamada a ser la pérdida de esa inocencia del idealismo americano en las Administraciones demócratas. Aun con todo, la clave se encuentra en la voluntad de cambio político real que parece tener este presidente en los distintos escenarios internacionales, en lo que podría denominarse la puesta en marcha de una diplomacia de nuevas alianzas -New Alliances-, probablemente la nueva doctrina estadounidense para afrontar este período en profunda crisis global.
En lo referido a Cuba, Obama puede lograr un nuevo desembarco más efectivo y sutil que el de Bahía de Cochinos, pero esta vez con turistas, dólares, medios informativos y comercio. El progresivo fin del embargo y la llegada de millares de estadounidenses o cubanos estadounidenses -se calcula que casi un millón el primer año-, puede suponer una verdadera revolución social y sociológica para la isla. Una revolución Coopertone frente a las numerosas tentativas militares y criminales puestas en marcha por parte de EEUU en los últimos 50 años para derrocar el castrismo y/o matar a Castro.
Si el Che o Camilo levantaran la cabeza, podrían comprobar cómo su hipótesis del «humanismo revolucionario», «la revolución de la amplia sonrisa», la fuerza transformadora del hombre por las dinámicas sociales frente a los cambios por el fusil o la fuerza, pueden ser una realidad tangible nuevamente en Cuba. Y, en esta ocasión, una vez más contra la autocracia de un personalismo insostenible. El Muro en Berlín no pudo aguantar las dinámicas del mercado, ni el empuje de los pueblos. En todos los regímenes autodenominados comunistas de la Europa del Este, su población había realizado su propia revolución sociológica mucho antes de la caída oficial de sus estados.
En Cuba también es así: los cubanos se encuentran en un proceso acelerado de maduración, de forma muy especial desde la desaparición de Fidel de la primera línea de la escena política y pueden asumir esta apertura como un verdadero catalizador de un cambio que hoy nadie discute, ni tan siguiera los más próximos a la dirigencia del partido o del Gobierno. La pérdida del argumento principal en el discurso oficial y la cierta relajación en las duras consecuencias del embargo, pueden suponer la quiebra de las principales causas que alimentaban el sentimiento nacional y nacionalista de los cubanos como respuesta a la agresión exterior. Y por el lado de los apoyos externos, el margen de maniobra se estrecha aún más, cuando algunos de los socios principales de Cuba, fuera y dentro del continente americano -incluso algunos próximos al sentimiento castrista-, valoran como una oportunidad histórica la voluntad de cambio por parte de la nueva administración estadounidense que no se debe desaprovechar.
Más allá de la respuesta a la decisión de Obama, lo cierto es que, en este momento, al Gobierno cubano le toca un escenario especialmente complicado para cualquier decisión que intente ir preparando progresivamente el terreno para una transición controlada. En esta tesitura surge aún con más fuerza el interrogante de si en Cuba puede funcionar o no el modelo chino de dos realidades económicas bajo un solo régimen político.
Sin embargo, no es oro todo lo que reluce en las loas a la decisión de la flexibilización del embargo o, incluso, la posibilidad de levantarlo. Es claro que una parte de esos apoyos gubernamentales se deben al deseo por agradar a Estados Unidos en el estreno de su nuevo liderazgo continental y universal, pero también otra parte de los aplausos mucho más interesados, manejan la eventualidad de que esta decisión pueda ser el principio del fin; esos actores, aspiran a jugar un papel moderador que les proporcione un protagonismo destacado para ocupar una posición estratégica en el proceso inevitable de cambio en la Isla. Por no hablar de esos otros intereses, más o menos ocultos, que sueñan con el gran negocio de una Cuba completamente abierta a la rapiña especulativa.
Sea cual sea el lugar que ocupe la decisión de la Administración Obama en este proceso, las consecuencias internas que pueda provocar, los intereses legítimos presentes o los intereses menos confesables expectantes con el reparto del botín, lo único claro en esta historia es que, de forma inevitable, el proceso de transición debe ser una responsabilidad exclusiva de los cubanos.
Gustavo Palomares, Doctor en Ciencias Políticas, es Catedrático Europeo en la UNED y Profesor de Política Exterior de Estados Unidos en la Escuela Diplomática del Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación de España.
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