México, un virus mutante, un mundo ínfimo: el nuestro. La enfermedad, de nuevo. Y en su exacta metáfora, la verdad de lo humano.
La más bella exaltación de mundo y vida, y la más inteligente, la escribió Lucrecio hace más de dos mil años: un prolijo poema cuyos versos aspiran a inventar un universo equiparable en lo extraño a lo real del cual busca dar cuenta de la mano de Epicuro, primer maestro que «supo alzar una luz clara en el fondo de las tinieblas, e iluminar los verdaderos bienes de la vida». Su título remite al encuentro con la prodigiosa «naturaleza de las cosas», De rerum natura; y pocas veces, o tal vez ninguna, la mirada de un filósofo se ha sabido tan desnuda ante la inmensidad de eso, narrar cuya epopeya es imperativo moral de aquel que piensa. Narrarla tan bellamente. En la invocación de Venus, que lo abre, está todo el fervor claro del «padre griego que descubrió la verdad»: que «nada es nuestra muerte, pues que en nada nuestra muerte nos afecta»; que no hay muerte jamás que nos alcance nunca; que cuando ella, no yo; que cuando yo, no ella. En el cuadro devastador de la peste sobre Atenas, sin embargo, que cierra su libro VI, y con él la obra, todo es tiniebla, absurdo y exterminio. El soplo de la muerte prima; y, con él, dolor, angustia, y miedo. Un paisaje de insepultos cadáveres acecha al poeta de la lucidez y del sosiego sabios: «Se afanaban en sepultar a la multitud de los suyos,/ volvían a sus casas agotados de llanto y de gemidos», y «la súbita necesidad y la pobreza les inducían a muchos horrores».
La enfermedad, en sus perseverantes irrupciones de exterminio, rigió siempre un estupor primordial entre los hombres. Acepta uno dar razón del mal, aun del más enorme, cuyo responsable moral pueda ser designado. Eso consuela, porque impone un sentido lógico, un orden y -aun monstruosa- una cierta armonía en el fingido equilibrio de los daños y las culpas. La ausencia de sentido es lo más insoportable para la mente humana. Pero no hay mente humana que pueda postular su acceso a la edad adulta sin comprender que el sentido, que tanto nos consuela, es, como todo consuelo, una forma eficaz -y, como tal, perversa- del engaño. Lucrecio había, con seguridad, leído también al Aristóteles más grande: ese que sabe cómo vida y muerte son lo mismo; nombres de la misma cosa, corrupción y generación; todo lo más, perspectivas conmovedoramente humanas de la impecablemente desalmada naturaleza. Y tengo por el momento más alto de la metafísica cristiana ese instante «aterrador» -el adjetivo es suyo- en el cual el infalible matemático Blaise Pascal sentencia lo inexorable: que la enfermedad es el hombre, esa mirada de espanto que nos devuelve entera la perversidad de ser en un mundo efímero, tan efímeros como él, pero sabiéndolo. El lacónico Borges lo cifraba en una de sus más sabias ironías, que trueca el axioma epicúreo en paradoja: sólo el hombre es mortal, porque sólo él sabe que muere.
No hay tiempo en la breve historia de los hombres que no haya tenido su propia Peste de Atenas. Sacralizadas epidemias medievales; sífilis, con la cual abrirá el mundo moderno su universo sin fronteras; demasiado escenográfica tuberculosis de la pésima lírica en el siglo diecinueve; sida que arrasó cuanto una generación soñaba haber ganado en la tan trabajosa construcción del propio cuerpo... Y Heráclito que llamó, hace ya más de dos mil quinientos años, a la Guerra padre de toda cosa, señor de toda. La guerra, la enfermedad... Majestuosa herencia de los hombres. Únicos que son libres. Por ser trágicos.
México. Virus mutante. Ínfimo mundo. El nuestro.
Gabriel Albiac
Catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid
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