Ha sido en el corazón de la vieja Europa. En un país que no hace mucho tiempo se sentía orgulloso de su tradición católica, seña de su identidad nacional y factor de su propia independencia. Un país cuna de misioneros y fundadores, el país del P. Damián y del Rey Balduino. |
Se repite en cierto modo la revuelta de La Sapienza, cuando se impidió al Papa pronunciar una lección en sede universitaria, pero esta vez los protagonistas no son los grupos de acción directa o las células laicistas de un claustro de profesores, sino la representación de la soberanía popular de un país tradicionalmente católico. El hecho da que pensar y mucho. En la nueva Europa que diseñan los burócratas de Bruselas bajo la dura presión de diversos lobbys y ONG, en un contexto de agitación social por la crisis y de liderazgo político débil, ¿habrá espacio para que la experiencia secular de la Iglesia pueda ofrecerse libremente? Más aún, en ese diseño que algunas veces asusta, ¿serán adecuadamente protegidas experiencias comunitarias que den lugar a una sabiduría que se desmarca de las directrices culturales y morales del stablishment político-social europeo? Son preguntas graves cuando se acercan unos comicios en los que nos jugamos mucho más de lo que la mayoría de los ciudadanos europeos alcanzamos a vislumbrar.
El portavoz vaticano, Federico Lombardi, ha respondido que produce "estupor" que en un país democrático no se respete la libertad del Papa para expresar sus puntos de vista sobre una cuestión que tiene que ver con el bien de la persona y su responsabilidad moral, puntos de vista que nacen de una gran tradición y experiencia en el campo educativo y sanitario, especialmente en los países más pobres. La argumentación de Lombardi es impecable y por eso pone en evidencia la gravedad de lo que ha sucedido, sobre todo porque no se puede descartar que otras instancias "democráticas" de esta rancia Europa lleven a cabo gestos similares en un próximo futuro. Se trata de amordazar a la Iglesia, de quemar su crédito, de condenarla a la marginalidad. Y esto se hace todavía más amargo en la medida en que no existe un pueblo cristiano que esté en condiciones de acompañar efectivamente las palabras del Papa. Bélgica, y lo digo con pena, es un buen ejemplo, pero no el único.
Es hora de volver al discurso no pronunciado de La Sapienza, cuando Benedicto XVI realiza una argumentación perfectamente laica para sostener el derecho del Papa y de la Iglesia a intervenir en la plaza pública. Allí, recordando a Jürgen Habermas, explicaba que la forma razonable de resolver los conflictos debe caracterizarse como un proceso de argumentación sensible a la verdad, y por ello es necesario que intervengan instancias de razón distintas de los partidos y de los grupos de interés, entre otras las comunidades religiosas. La propia historia del humanismo desarrollado sobre la base de la fe cristiana convierte a ésta en una instancia para la razón pública, en un estímulo hacia la verdad y en una fuerza contra la presión del poder y de los intereses. Lo vemos más que nunca en estos días, lo vemos precisamente en este debate cicatero y tramposo sobre la forma de afrontar la tragedia del SIDA.
Pero más allá de este debate concreto, el episodio del Parlamento belga indica el calibre del desafío que se plantea para la misión de la Iglesia en Europa. Y tan errada es la línea blanda de ciertos episcopados europeos como una estrategia de mera respuesta dialéctica, en la que además, hoy por hoy, los cristianos sólo pueden cosechar derrotas. Ante una cerrazón y una hostilidad tales, sólo puede ser eficaz el método del testimonio que hace presente una humanidad diferente, llena de atractivo y de persuasión. En esta Europa hosca, cínica y desencantada, en la que una miríada de reglamentos sin alma se abate sobre unos ciudadanos cada vez más aislados y arrancados de su raíz vital, es precisa una red de presencias concretas, donde el cristianismo pueda ser reencontrado como respuesta para las preguntas y deseos del hombre de hoy. Una red de comunidades vivas que no se salgan de la historia, que permanezcan visibles con una palabra cargada de razón y de corazón para salir al encuentro de un deseo que pese a los parlamentos y las televisiones, nunca se apaga.
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