Luego de medio siglo de cháchara marxista, dialéctica en vena y ateísmo a capazos, para sobrevivir en Cuba la fe es indispensable. Puede afirmarse, incluso, que quien no tiene fe generalmente tiene hambre, aunque ello conlleve ser tachado de rancio chupacirios y de gusano reaccionario. Sin embargo, la fe, la fe que echa raíces en el corral de abrojos de La Habana, no es fruto de la gracia celestial, sino de la guasa a pie de calle. No viene de lo alto, sino de Miami. De un paraíso inalcanzable, aunque se encuentre a un salto. Familia en el Exterior: esa es la FE que alivia el día a día de los innumerables mártires de Castro. ¿Humor negro? ¡Qué va! No hay nada más serio que la risa cuando germina en una realidad dramática. Lo de la «fe», en todo caso, sería un chiste verde. Un chiste verde-dólar que es el color de la esperanza.
«Sola fides sufficit», proclama el «Pange lingua», condensando a Lutero en tres palabras. La sola fe es bastante. Teologías al margen, ésa parece ser, también, la justificación de Obama a la hora de anunciar, con redobles mesiánicos, que su intención es rescribir, desde el primer capítulo, una historia de horror que todavía no ha acabado. ¿Empleará, a tal efecto, el papel de barba? Más vale no pensarlo. En cualquier caso, las remesas de «fe» podrán incrementarse —no en vano el señor Obama es protestante— y se liberalizará el acceso a las instalaciones del parque temático de Revoluciolandia. Total, que mientras los cubanos están cual en el dicho, que ni cenamos ni se muere padre, el angelito negro de la Casa Blanca pretende engatusar al lobo caribeño con un despliegue de santurronería franciscana. O sea, de «smart power» —diplomacia inteligente—, lo más «cool» en el ámbito de las relaciones internacionales. «Cuando carezcas de una idea —aconsejaba Mefistófeles a Fausto— inventa una palabra».
No es descabellado asegurar —utilizando a Lenin como coartada— que el obamismo es una enfermedad senil del izquierdismo que flagela a las democracias desfibradas. En un contexto lábil, movedizo, hipocritón e ignaro, el mínimo atisbo de firmeza se considera un tic autoritario. Horrísono pecado que sólo se redime a través de un rescate. Si los marines, por ejemplo, desparraman los sesos de un grupo de piratas, el comandante en jefe debe, a continuación, derramar cucamonas sobre los bucaneros de las libertades. Ha de mostrarse comprensivo con el delirio caudillista de Hugo Chávez. Y jugar a los indios junto a Evo Morales. Y estirarse hasta el punto de rematar el lance esbozando un castrismo permeable al diálogo. ¡Bravo por Obama! Ovación, vuelta al ruedo y vuelta a las andadas. Un primo y dos hermanos. El acabose trinitario.
Prietas las filas, necias, seráficas, los obamistas no se achantan. A ver, ¿dónde se meten los «neocons» y sus sicarios? ¡En Guantánamo, rápido, que les metan en Guantánamo! Uno del otro en pos. Empezando por Bush y por el del mostacho ralo. Con tipejos así —concluyen extasiados— de no existir Guantánamo, habría que inventarlo. Y de ahí no se mueven ni un milímetro, son el epítome de la adhesión inquebrantable. «Nihil novum sub sole», apostillaría el clásico. Eso mismo, acerca de Solzhenitsyn y el Gulag, rebuznó Juan Benet antaño. Pelillos a la mar de los balseros y que Dios se lo haya perdonado. Lo imperdonable sería que «mister» Barack Obama confíe en que la «sola fides» hará el milagro de mover montañas. De dolor; de miseria; de cadáveres.
Tomás Cuesta
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