domingo, 5 de abril de 2009

Aborto

La perspectiva de la ampliación de la ley del aborto ha desencadenado, como no podía ser menos, una bronca de las de no te menees, que era lo que el Gobierno andaba buscando para apantallar en lo posible la crisis económica. En este asunto, la búsqueda de posiciones centradas y razonables parece una tarea destinada al fracaso. Vaya, pues, por delante que no pretendo nada por el estilo. Está claro que los supuestos de despenalización vigentes hasta ahora no concitaban la conformidad de un sector de la ciudadanía, que sigue y seguirá oponiéndose al aborto bajo cualquier supuesto, pero tampoco amenazaban con convertirse en motivo de disenso y movilización constante, ni en pretexto para que algunas de las mejores cabezas de este país se pusieran a desbarrar. La situación creada por los proyectos de la miembra más estúpida del gabinete no tiene nada de divertida, y, personalmente, me resulta penoso ver a personas que admiro defender tesis como el derecho a no nacer que, en su opinión, asiste a quienes no serían bien recibidos por sus progenitores.

Hablar de «ámbitos sagrados» en esta época equivale a mentar la bicha, toda vez que la cultura o la disolución cultural dominante rechaza con vehemencia histérica la sola idea de lo sagrado. Sin embargo, la sacralidad de la vida humana constituye un principio irrenunciable, no ya sólo desde un punto de vista religioso, sino meramente ético, y tomo el concepto de ética en su sentido original, etimológico, de preocupación por los límites. Lo sagrado es lo inaccesible, por estar situado más allá de un límite no franqueable. Sobre lo sagrado pesa una interdicción universal, expresa o tácita. Nuestra civilización se fundamenta en el reconocimiento de ese límite en lo que concierne a la vida humana. Un reconocimiento que se plasma en narraciones míticas y religiosas que avalan la prohibición de los sacrificios humanos, y en dicha prohibición, tanto en Atenas (Cécrope) como en Jerusalén (Abraham), hunde sus raíces la misma idea de libertad. Somos libres, gracias a que nuestros antepasados empezaron por liberarse de los dioses oscuros que se alimentaban de recién nacidos o de fetos humanos (por cierto, alimentarse de fetos humanos es el rasgo principal que las tradiciones cristiana, judía e islámica achacan a los pueblos de los Últimos Días, las hordas infernales de Gog y Magog).

Pasolini, que era comunista, se opuso en su día a la legalización del aborto, no por motivos religiosos, sino por su intuición, muy acertada, de que dicha medida relativizaría el carácter sagrado de la vida humana, sometiendo la definición de lo humano a convenciones culturales, cuando, precisamente, el gran logro de la civilización europea —según Pasolini, una civilización paradójicamente campesina— había consistido en liberar a lo humano de las constricciones de la cultura, situándolo en el origen de ésta, y no a la inversa, como lo han hecho todas las tradiciones míticas de los pueblos sacrificadores (según las cuales, son los dioses quienes crearon la cultura). No hablaba Pasolini de derechos del embrión o del feto, sino de sacralidad de los mismos, que no son personas (ni siquiera la Iglesia se plantea bautizar embriones), pero sí vida humana que pugna por existir, adquirir forma e individualizarse desde el fondo indiferenciado de la especie.

El totalitarismo clásico repartía brutal y arbitrariamente patentes de humanidad, y sacrificaba los excedentes en aras de la sociedad perfecta. El nuevo progresa al compás de la pedantería progre, como temía Pasolini. Pero, de todo esto, habrá que seguir hablando.

Jon Juaristi
Catedrático de Literatura Española en la Universidad de Alcalá de Henares. 
Director general de Universidades e Investigación de la Consejería de Educación de la Comunidad Autónoma de Madrid.

www.abc.es

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