Cuando varios países, entre ellos algunos de la talla de Estados Unidos o Alemania, tomaron la decisión de no participar en la conferencia sobre el racismo organizada por Naciones Unidas, era de sobra conocido que el presidente iraní Mahmud Ahmadineyad venía dispuesto a provocar un incidente diplomático. Lo extraño es que la ONU no lo hubiera previsto y no tomase las mínimas cautelas para impedir que ese escándalo se produjera. En este lamentable suceso, Ahmadineyad ha sido aplaudido por el coro de sus numerosos admiradores, la reputación de las Naciones Unidas se ha estrechado aún más y del racismo, verdadero objeto del debate, no habla nadie en términos razonables.
La ONU nació de la II Guerra Mundial con las limitaciones propias de la época, pero desde que se ha convertido en la expresión misma del relativismo no hace más que acumular frustraciones. ¿Cómo ignorar que se haya permitido que una dictadura como la del coronel Gadaffi en Libia haya presidido la comisión de Derechos Humanos, sólo porque esa era la expresión numérica de una mayoría de países? Un hecho así, o como el que se produjo en Ginebra el pasado lunes, es síntoma de una enfermedad más grave, que amenaza con privar a la mayor organización internacional del respaldo de sus raíces fundacionales. No debiera ser aceptable que los principales países democráticos tengan que dejar la sala escandalizados por las palabras del jefe de un régimen totalitario y teocrático, ni tampoco es posible aceptar como norma que los gobiernos que no respetan los más elementales Derechos Humanos puedan imponerse, sólo porque son más numerosos, a los que representan los valores de la libertad y la democracia.
Cuando la ONU aborda principios esenciales de la civilización no puede hacerlo como si fuera un simple debate televisivo al uso, donde la discusión escandalosa forma parte del espectáculo. Mahmud Ahmadineyad no es una personalidad capacitada para dar lecciones morales a nadie y, por si no fueran bastante indecorosas sus declaraciones, sus actos confirman que su principal ambición es amenazar la paz y añadir peligrosamente leña al fuego de la inestabilidad en una región del mundo ya demasiado convulsa. El secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, está obligado a defender lo que está bien frente a lo que está mal. Si no es capaz de reconocer lo que está bien y lo que no, la ONU tiene un grave problema.
Editorial
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