****El auto de Garzón, que vengo analizando en varios artículos, resume perfectamente la descomposición moral, política y jurídica en que estamos inmersos. Por eso me permito rogar a los amables lectores que hagan cuanto esté en su mano por difundirlos dentro de sus posibilidades, que siempre son más de las que parece.
****De Golda Meir se decía que era el único hombre en su gabinete. Algo parecido puede decirse de Esperanza Aguirre, aunque sufre bastante contagio de los señoritos aprovechadetes y “boñigosos”, como decía no recuerdo quién, que componen la mandamasía del PP.
****Aznar: "Las democracias europeas deben abrirse a la presencia del Islam" ¿Más todavía? Aznar tuvo grandes aciertos, sobre todo en materia económica y antiterrorista, y grandes errores bien visibles. Esto del islam, del que evidentemente sabe muy poco, recuerda a sus inmeditados entusiasmos por Azaña.
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Así pues, el franquismo había creado las mejores condiciones históricas y sociales para una democracia estable en España, y ello a pesar de que el régimen no era democrático ni tenía enfrente una oposición democrática, salvo algunos políticos aislados y con tendencia sospechosa a aliarse con totalitarios. De ahí que a la muerte de Franco la sociedad presintiera el comienzo de una nueva etapa, y que pocos creyeran en la pura y simple continuidad de la anterior. Había al respecto cierta inquietud, pero no alarma.
Las condiciones socioeconómicas pueden favorecer una u otra evolución política, pero no la determinan, por lo que la incertidumbre estaba justificada, aunque era seguramente mayor fuera del país, donde pervivían viejos prejuicios sobre España. En Europa solía creerse que el pueblo español se sentía muy oprimido, recordaba con nostalgia las maravillas republicanas y estaba presto a saltar en cuanto se aflojase el yugo; no pocos especialistas pronosticaban un vuelco histórico parecido al de la II República, incluso un triunfo del anarquismo, que muchos tenían por connatural al carácter español; o, al menos, un cambio brusco como el de Portugal, con sucesivos gobiernos provisionales de creciente extremismo, donde comunistas y militares radicalizados habían anunciado, en marzo, la “transición al socialismo” y se asistía a un duro pulso con los sectores moderados, que por las jornadas de la agonía de Franco, aproximaba al país a una guerra civil, conjurada finalmente por el Partido Socialista, mucho más moderado que el español. Curiosamente, gran parte de la opinión pública europea –mucho menos la useña—miraba con simpatía tales perspectivas para España.
En Usa sí había bastante alarma. El aperturista Ortí Bordás se entrevistó con unos altos funcionarios del departamento de Estado, “cuyos conocimientos políticos sobre España no eran, por decirlo así, excesivos (…) No habían llegado a asimilar la profunda transformación económico-social que se había operado en nuestro país (…) Una cosa sí tenían perfectamente clara: resultaba preciso evitar a toda costa cualquier conflicto serio en España a la muerte del Jefe del Estado. Temían que nuestro país pudiese caer en un proceso de desestabilización que afectase negativamente al resto de Europa y a sus propios intereses estratégicos. Y les asustaba la influencia (…) que el comunismo fuese capaz de desarrollar”. Daban crédito a rumores de un golpe militar en cuanto falleciese Franco, o de que la oposición organizase un “gobierno provisional y elecciones constituyentes, como en el históricamente irrepetible 14 de abril de 1931. (…) ¿La posición del Príncipe era lo suficientemente fuerte para hacerse cargo de la Jefatura del Estado sin mayor problema? ¿Acaso contaba con suficientes asistencias políticas y populares? ¿Y cuál sería la actitud que adoptasen las Fuerzas Armadas (…)? ¿Los franquistas se avendrían a un futuro monárquico o, por el contrario, obstaculizarían el asentamiento de la Corona? ¿Las fuerzas políticas de la oposición, todas ellas antifranquistas y antimonárquicas, asumirían un proceso que, al cabo, suponía el cumplimiento de las previsiones sucesorias establecidas por el propio Franco? ¿Se iban a quedar quietos los comunistas, con su capacidad de movilización y los muchos apoyos exteriores de que disponían? ¿Los grupos terroristas, y fundamentalmente la ETA, no pretenderían dinamitar el intento de una sucesión pacífica del General?” Etc.
Ortí les afirmó que “En España no iba a pasar nada a la muerte de Franco (…) En mi opinión, en España no se daba ni una sola de las circunstancias que suelen desembocar en un conflicto, convulsión o interrupción del normal funcionamiento de las instituciones. (…) Los españoles, en su inmensa mayoría, lo único que de verdad deseaban era convivir en paz y que su país se pareciese cada vez más a las naciones de su entorno (…) El Príncipe de España sucedería a Franco como Rey y como jefe de las Fuerzas Armadas, nombraría presidente de Gobierno y realizaría, según me constaba, las reformas necesarias para introducir a España en la normalidad democrática”. Ortí no creía graves los peligros: el control de la situación por el régimen tras el asesinato de Carrero probaba la solidez institucional, casi todas las fuerzas políticas y sociales apoyaban o aceptaban la sucesión establecida, el PSOE la aceptaría también; no así el PCE, pero este no pasaría de causar ciertas molestias. Más le preocupaba el terrorismo, que de todas formas se limitaría mucho si París dejaba de colaborar con la ETA.
La mala información sobre España en Washington se extendía a la CIA, que distaba de la diabólica eficacia que le atribuían sus adversarios (sobre la CIA tiene interés T. Wiener, Legado de cenizas). El análisis de Ortí, visto a posteriori, parece justo. Pero también durante la transición de 1930-31, tras la dictadura de Primo de Rivera, la relación de fuerzas favorecía a la derecha, y no por ello dejó de hundirse la corona. En 1975, el franquismo se mantenía más firme que la vieja monarquía, y solo existían pequeñas minorías radicalizadas; pero una transición política puede causar vuelcos bruscos, y la solidez del sistema no impedía que sonasen chasquidos en su interior, desmoronamientos parciales y fisuras bien visibles.
Algunos sí temían un proceso similar al de los años 30-31. El ex ministro Fernández de la Mora había escrito el año anterior un artículo titulado, como otro célebre de Ortega y Gasset, “El error Berenguer”. Según él, la transición de principios de los años 30 se había hecho sin una idea de estado, con un programa “no creador y continuista, sino de abdicación y ruptura”. Y concluía, sobre la situación presente: “No todos los gobernantes han de poseer una idea del Estado; pero es necesario que la tengan los llamados a decidir en momentos de crisis porque, en caso contrario, el Estado se lo harán los otros, o sea, los enemigos”. No creía que Arias ni otros políticos del momento tuvieran la necesaria idea del estado.
Fernández de la Mora era el intelectual franquista más incisivo. En 1965 había escrito El crepúsculo de las ideologías, cuyas ideas ampliaría: “El fascismo se ha eclipsado, el progresismo ha envejecido, el socialismo y el conservatismo se han aproximado hasta perder no pocos de sus rasgos más peculiares… Los pueblos no piden ya ideólogos, sino expertos”. Una larguísima tradición platónica concebía algún estado ideal, más o menos utópico, al que adjuntaba una exigencia ética, fundamento (irracional) de todas las ideologías; pero él entendía el estado como un instrumento cuyo valor deriva de su capacidad para seleccionar a los mejores y asegurar un orden justo y próspero: “La medida de las constituciones no está en su fidelidad a unos apriorismos, sino en su eficacia objetiva”. Las democracias “responden a una teoría que (…) elaboró Locke y vulgarizó Rousseau. Según este modelo, el mejor estado es aquel en que el pueblo se gobierna a sí mismo”. Tal democracia funcionaría mejor o peor, pero no tenía nada de imperativo moral: “En ningún lugar una gran sociedad se gobierna a sí misma: siempre la gobiernan unos pocos. Esos pocos ni siquiera representan a los que los han elegido. La voluntad general no existe, y la opinión pública es cambiante, sujeta a manipulación, y no puede ser representada de manera estable. La regla de la mayoría es pura arbitrariedad. En suma, la cascada de postulados en que se funda la obligatoriedad del modelo es una ficción especulativa”. “En las votaciones se eligen oligarquías que, en la cúpula de los partidos, se forman por cooptación y tienden a ser cada vez más cerradas (partitocracia)”. Popper -- advierte--, lo plantea de forma negativa: lo que se permite a la mayoría no es investir, sino destituir a la oligarquía que gobierna.
De ahí su tesis del “Estado de obras” (1973), entendido no solo como constructor de infraestructuras públicas, sino en el sentido del “por sus frutos los conoceréis”. Desde este punto de vista, el franquismo se justificaba plenamente por sus frutos u obras, mientras que otras opciones arriesgaban una recaída en males ya superados.
Sin embargo, aunque sus críticas a la democracia no carecían de agudeza, la propia experiencia española contradecía o relativizaba sus tesis: el éxito económico y social debiera dar al franquismo una gran solidez política, cuando en realidad el régimen sufría una crisis cada vez más aguda, y por razones ideológicas. Crisis manifiesta en las discrepancias e incertidumbre dentro del propio régimen y del mismo gobierno, en el crecimiento de la oposición, aún no amenazante, pero real, y en otras señales. La muerte de Franco la agravaba, pues ningún otro político gozaba de su adhesión popular ni sobresalía con capacidad para heredar sus poderes y mantener unidas a las “familias” del régimen: por ello se aceptaba a un rey cuya autoridad provenía de haber sido nombrado por el Caudillo, pero sin equipararse a él.
La clave de la crisis radicaba, como quedó indicado, en que la desafección de la Iglesia vaciaba al régimen de su contenido doctrinal e ideológico. El cristianismo no es una ideología ni una doctrina política, sino que se acomoda a sistemas varios, si no chocan con determinados principios y tendencias. Pero el franquismo se había identificado como católico, y antaño lo había reconocido el Vaticano como afín a sus principios. Al cambiar la posición de la Iglesia, solo quedaban al régimen las doctrinas falangistas o carlistas, y mutiladas porque también se decían católicas. Tan irrellenable vacío no podía compensarse con “obras” que, además, son valoradas desde perspectivas muy distintas. Es difícil concebir un estado no empapado de ideología.
Y esa ideología ya no podía ser la del Movimiento, cuya retórica, nacida de una época de graves peligros y luchas sociales, sonaba anacrónica en una España próspera y en paz, donde la gente común no esperaba ni quería grandes pugnas políticas. Utrera Molina refleja en sus memorias un desánimo creciente. El presidente de las Cortes, Alejandro Rodríguez de Valcárcel, había elaborado un plan para revitalizar el Movimiento mediante “un rearme ideológico y una vasta campaña de concienciación pública”; pero, signo de la hora, no había encontrado eco en casi nadie, tampoco en Franco. Bajo la irritación de los ultras no había programa ni estrategia, y sí una desesperanza de fondo, pese a que su influencia en el aparato del estado seguía siendo muy fuerte. Ante la inquietud social creciente, solo podrían mantener sus posiciones con una represión igualmente creciente, a la que ni ellos mismos estaban dispuestos.
Durante la agonía de Franco arreciaron las intrigas, y los partidarios de mantener una reforma dentro del Movimiento caían en la nada, frente a la hostilidad de la mayoría del gobierno y otros sectores del régimen El franquismo había resultado una fórmula muy exitosa, pero los éxitos crean situaciones nuevas, en que la fórmula anterior pierde eficacia, y mantenerla tal cual esclerotiza al sistema. Cada vez más gente creía que, sobre lo ya construido, solo podía avanzarse en dirección a una democracia similar a las transpirenaicas, a su vez bastante exitosas. Fernández de la Mora rechazaba esa línea, pero, sobrepasado por los sucesos pronto iba a intentar una asociación a fin de reunificar las cada vez más dispersas tendencias del franquismo. Lo cual equivalía a constituirse, inconfesadamente, en partido frente a los partidos adversos al Movimiento.
Hasta hacía poco, las encuestas indicaban que la mayoría de la población prefería una evolución dentro del régimen, y la discusión y tensiones habían girado en torno a una reforma dentro del Movimiento, o bien correr el riesgo de asociaciones ajenas a él. Pero apenas enterrado el Caudillo, el planteamiento político varió de modo profundo: se hizo difícil concebir otra salida que una democratización a fondo, y la alternativa era hacerla de manera controlada y desde el propio régimen, mediante una reforma; o desde fuera y mediante una ruptura radical, como propugnaba la oposición Tanto la Junta, dominada por el PCE, como la Plataforma con eje en el PSOE, eran demasiado variopintas y débiles para suponer un peligro real, pero también lo habían sido los componentes del Pacto de San Sebastián de 1930, y acabaron por ganar la iniciativa e imponer la república. A este peligro se añadía el de sus tendencias totalitarias.
La reforma exigía cierto grado de acuerdo entre las familias ex franquistas o el grueso de ellas, y hubo al respecto bastantes maniobras. Precisamente uno de los principales líderes ultras, Girón, había admitido, ya en 1972, la existencia de tres grandes sectores dentro de los principios del Movimiento (pues el Movimiento-organización era sobre todo falangista), y la necesidad de articularlos: el sector azul o falangista, el democristiano y el tecnócrata. Carrero le había replicado que esa idea llevaba a la democracia liberal, cuya experiencia en España juzgaba nefasta (si bien nunca había habido, propiamente, una democracia liberal: solo gobiernos más o menos liberales, pero no democráticos, y dos desastrosas y demagógicas repúblicas). Pero Girón solo constataba una realidad, y la cuestión era aún más compleja, porque dentro de cada sector había tendencias opuestas. Así, los más reformistas venían del sector azul, en cuyo seno otros componían el grueso del bunker; algo parecido ocurría con el grupo tecnócrata. Y dentro de lo que, en sentido amplio, podía llamarse democracia cristiana, solo una minoría menguante, la de Silva Muñoz, era aperturista, frente a una mayoría creciente que se situaba extramuros del régimen. Ahora todos tendrían que afrontar una nueva realidad.
Por lo demás, como se recordará, Franco no habló en su testamento de mantener el régimen a toda costa, sino, en posición reminiscente de la de Fernández de la Mora, de asegurar la paz, la prosperidad, la cultura y la unidad de España. Algo que, a aquellas alturas, parecía imposible realizar desde el Movimiento.
Pío Moa
http://blogs.libertaddigital.com
Um comentário:
http://www.mediafire.com/?umwiw5yzdix
En esa direccion puedes cascargar algo interesante sobre este asunto de la quede-democracia juancarlista o tardofranquismo sin complejos.
http://jcastguer.blogspot.com/
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