En efecto, hay que evitar el alarmismo, que sólo genera alarma. Pero hay también que evitar el superoptimismo, el sustituir la realidad por nuestros deseos. Porque la realidad se venga de la forma más cruel y brutal, impidiéndonos reaccionar y salir del pozo. El superoptimista no engaña a los demás. Se engaña a sí mismo.
No estoy hablando de España, sino de Grecia. Grecia empezó engañando a la Comunidad Europea, presentando datos falsos para poder ingresar, y ha continuado engañándola maquillándolos. En realidad, estaba engañándose a sí misma, no cumpliendo los criterios económicos comunes y gastando más de lo que producía. Hasta que el volumen de su deuda se le ha venido encima, convirtiendo sus bonos estatales en bonos basura. Y unos bonos estatales basura quieren decir que la basura es el país. Los efectos destructores que tiene el autoengaño los estamos viendo en Grecia, con una población que se niega a admitir su realidad, disputándose en la calle lo poco que queda en las arcas públicas. El síndrome del barco que se hunde.
España no lo hizo así. España cumplió los criterios de Maastricht para ingresar en la Comunidad con un duro plan de ajuste, que empezaba por la congelación salarial de los funcionarios y el saneamiento de su economía, que la llevó a cuotas de crecimiento superiores a las de sus vecinos. Es verdad que no todo se hizo bien y que hubiera habido que aprovechar aquellos años para realizar las reformas estructurales que necesitaba la economía española para ser realmente eficaz. Pero España seguía con superávit y atrayendo capital extranjero.
Hasta que llegó la crisis. Una crisis que cogió por sorpresa a todos. Pero a partir de ahí, hubo una importante diferencia: embarcado como estaba en sus planes ideológicos de dar la vuelta al país y confiando en los datos económicos más superficiales, nuestro presidente negó la existencia de la crisis. Y cuando ya no pudo negarla, se puso a ponerle parches y a anunciar cada poco la llegada de la recuperación, confiando en que los demás saldrían y tirarían de nosotros. Así dilapidó las reservas acumuladas, multiplicó el déficit, alcanzó un 20 por ciento de paro e hizo descender a España, desde la cabeza, al pelotón de los torpes, con Portugal y Grecia. Pese a ello, sigue diciendo que la recuperación está a la vuelta de la esquina y sigue sin tomar las medidas que le aconsejan los organismos y los mercados internacionales. Pues las últimas, por ahora, el recorte de altos cargos y el cierre o fusión de empresas públicas, con un ahorro de 16 millones de euros, son más de lo mismo, una gota de agua en una plancha al rojo. O si lo quieren, el chocolate del loro.
Lo peor, sin embargo, no es eso. Malos, inútiles, destructivos gobiernos los han tenido todos los países en todos los tiempos. Pero han sabido echarlos antes de que se cargasen el país. Lo peor es que se nos ha contagiado no ya la situación, sino la actitud griega, y el pueblo español, al menos en su inmensa mayoría, ha apoyado al Gobierno en su carrera suicida de autoengañarse. Y le ha apoyado por comodidad, por saber que la alternativa era muy dura, que la medicina, muy amarga. Con lo que hemos llegado a la situación actual. ¿Va el Gobierno español a continuar creyéndose sus propias mentiras? ¿Va el pueblo español a seguir creyéndole? ¿Vamos a actuar como un país serio, responsable? Porque para ello lo primero es aceptar la realidad, que es muy distinta de la que presenta el Gobierno. Es verdad que nuestra deuda es sólo del 54 por ciento del PIB, comparada con el 120 de Grecia y el 80 de Portugal. Pero olvidan decirnos que unida al déficit presupuestario se convierte en la mayor deuda del mundo tras la de Islandia. Y que España tiene que pagar 225.000 millones de euros este año, que habrá que financiar fuera.
Que seamos mucho mayores que Grecia es un arma de doble filo. Grecia, con una economía la quinta parte de la española, es salvable, eso sí, con esfuerzo. España, no. Se habla de 110.000 millones de euros para salvar a Grecia. España requeriría un mínimo de 500.000 millones, que no tienen Europa ni el FMI.
Esta es la realidad.¿Qué hacer? De momento, aceptarla y tomar las medidas pertinentes. ¿Cuáles son? Las que se están imponiendo a Grecia a cambio de ayudarla: recorte del sueldo de los funcionarios, congelación de salarios, supresión de las dos pagas extra anuales, subida de impuestos, ampliar la edad de jubilación y otras por el estilo. Los griegos se han sublevado contra ellas. Pero es no o no. Si no lo hacen, no se les ayudará. Los alemanes, desde luego, no están dispuestos. Se les acusa de egoístas, de insolidarios. Pero después de haber financiado las economías subdesarrolladas en el oeste europeo y la de su zona oriental, ¿puede extrañar que estén hartos de pagar facturas ajenas? ¿De que tengan que esperar a los 67 años para jubilarse, mientras los griegos lo hacen a los 63, y un policía ya a los 45 si ha cotizado 15? En cuanto a la acusación a Angela Merkel de pensar sólo en sus elecciones, ¿es que no hacen lo mismo todos los líderes europeos y mundiales? ¿Quién es el insolidario, el que gasta más que lo que tiene o el que se niega a dárselo?
De cuantos efectos perniciosos tiene la crisis, puede que el peor sea la quiebra entre la Europa del centro y la del sur, entre los países germánicos y los mediterráneos, con la idea cada vez más extendida de que los primeros se dedican a trabajar y los segundos a divertirse. Un viejo estereotipo que ha revivido con fuerza, como ocurre en todas las crisis.
Y hay bastante verdad en ello. Montados en el euro -una moneda fuerte respaldada por el marco-, los países mediterráneos -pobres- nos creímos ricos y empezamos a vivir como tales. Sin serlo. Las consecuencias son las anomalías que estamos viviendo: que se considere normal que un estudiante tenga derecho a un sueldo y a un piso. Que viajar al extranjero sea como viajar por el propio país. Que un mediterráneo llegue a Nueva York y lo encuentre todo barato. Que un piso en Madrid cueste el doble que uno en Berlín. Eso no es normal. Lo normal es que un país pobre -como Grecia, como Portugal, como España- no viva como Alemania, con una capacidad industrial, tecnológica y científica mucho mayor. Y estamos viviendo mejor, se lo aseguro, que visito aquel país todos los años.
El problema es que hemos creado una sociedad para el ocio, no para el trabajo. Para consumir, no para producir. Una sociedad con muchos derechos y muy pocas responsabilidades, donde el Estado está obligado a suministrar todo tipo de servicios gratis o casi gratis, mientras el individuo pone poco o nada de su parte. Como «no hay almuerzo gratis», según el dicho anglosajón, la única forma de mantenerlo es pedirlo prestado. Nada de extraño que Europa pinte cada vez menos en la escena internacional. De continuar así, terminará siendo un lugar de vacaciones de los que verdaderamente dirigen el mundo. El área mediterránea, empieza ya a serlo, con todo el mundo empeñado hasta las cejas. Los bancos griegos deben a Portugal 10.000 millones de euros. Los portugueses a España, 86.000 millones. Los españoles a Alemania, 238.000 millones. Y así sucesivamente. Ante lo que no ha quedado más remedio que ayudar a Grecia para no ser arrastrados por ella. Pero será la última vez que se haga, y con estrictas condiciones. Los alemanes no están dispuestos a seguir financiando la buena vida de sus socios. Ello puede significar el fin del hermoso proyecto de una comunidad del norte, sur, este y oeste de Europa. Que la unión se consolide o se rompa dependerá de los propios europeos. Especialmente, de los que hasta ahora han venido engañándose y engañando a los demás.
Como dependerá de los españoles, en caso de que el invento se vaya al traste, decidir a qué Europa queremos pertenecer, a la de primera o a la de segunda categoría.
José María Carrascal
www.abc.es
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