Nunca en las grandes civilizaciones se ha dictado que la pobreza fuera la peor de las miserias. La pobreza, la que acosa a tantos españoles decentes hoy por obra y gracia de otros españoles que acumulan pisos y casas en la costa, en el interior y el exterior, no es una vergüenza ni una miseria. Es un drama. Una tragedia griega, que diríamos ahora. Grecia ha sido siempre, desde que el Imperio Otomano dejó aquellos lares, una gran mentira. Lo lamento decir exclusivamente por la Reina Doña Sofía, una gran alemana y patriota griega. Y por todos esos valientes griegos que han luchado durante dos siglos contra diferentes enemigos con una gallardía y valentía que evoca a la de los españoles del Dos de Mayo. Mi profundo respeto a los griegos está, creo pensar, fuera de duda. Sus muestras de coraje durante la Segunda Guerra Mundial son emocionantes y conmovedoras. Pero la mentira nacional que ha perseguido a los griegos desde su independencia es también indudable. Es el problema de los países de cultura fundamentalmente sentimental. Los intentos de crear una continuidad entre la Grecia helénica y la fundamentalmente eslava helenizada, balcánica, tras la ocupación otomana, crearon esa gran mentira historicista que ha tenido a ese pueblo siempre preso de lo que sabe que no es pero pretende.
El sentimentalismo es probablemente una de las grandes tragedias de toda sociedad aquejada por él -probablemente también de los individuos- porque hace persistir por una especie de código de honor imaginado que las ancla en los errores más profundos. Grecia los tiene desde que se convirtió tras la ocupación turca en un país imaginado por sus propios habitantes y manipulada por sus gobernantes. Nada los diferencia de los nacionalismos tristes y combativos que tenemos aquí en la península y ponen todos los días en cuestión la existencia de esta gran nación que ha sido España. Turquía, que perdió más del sesenta por ciento de su territorio entre 1820 y 1918 no tiene esos problemas. Por supuesto tiene otros. Pero nunca tendrá problemas existenciales porque sabe sufrir. Y porque su vitalidad le impide radicalmente la melancolía. Por eso, los turcos, mucho más maltratados en este último siglo que los griegos, perseveran, trabajan y se entusiasman. Todos los días salen de casa pensando en lo que deben hacer para mayor felicidad de sus seres queridos y no a llorar por lo que consideran es un maltrato del Estado o el destino.
¿Y los españoles? Está claro que no somos griegos. Pero tampoco turcos. La autocomplacencia de las últimas generaciones se ha convertido en un auténtico baldón para la reacción ante la miseria que avanza. La indolencia en el Gobierno y en la oposición, pero también la falta de reacción civil de una sociedad que en principio creíamos ya estructurada y homologable a las avanzadas de Europa, nos han convertido en una perfecta anomalía que pudiera llevarnos, esperemos que no, a una nueva marginalidad en nuestro continente. Nuestra miseria entonces sería magrebí. Y no es una broma. Tenemos un Estado gobernado por casi lo peor que tenemos. Y eso no es poco. Porque las generaciones que nos van a suceder están peor preparadas, tienen menos compromiso con el Estado y el bien común que las de la Transición y en parte están profundamente intoxicadas por la ponzoña de una revancha que nuestras generaciones adultas habían rechazado rotundamente, conscientes de que nuestra historia nos comprometía a una convivencia abierta y tolerante. Por racionalidad y sin esos sentimentalismos que, por necesidad, acaban llevándote a un duelo al amanecer. Por patriotismo bien entendido, no por lloriqueos victimistas, somos muchos los que creíamos haber llegado a la sociedad abierta que nos merecíamos. Una sociedad capaz de hacer frente a los tiempos duros sin agitar fantasmas ni pedir víctimas que compensaran de forma primitiva los sufrimientos. Parece que son muchos otra vez los que quieren frustrarnos este sueño. La exsecretaria de Estado norteamericana Magdaleine Albreith le dijo hace poco a Ana Palacio que nuestros últimos treinta años de lealtad constitucional y convivencia habían sido un espejismo y que España volvía a las andadas de siempre. No dejemos que ocurra.
Hermann Tertsch
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