terça-feira, 4 de maio de 2010

Memoria Histórica - La gran fraternidad de los muertos

"Nuestro siglo habrá sido propiamente el siglo de la organización intelectual de los odios políticos", dijo en su día E. Berl. Los hechos de las últimas semanas demuestran que, para un sector mediático de la izquierda, el siglo XX no ha salido por la puerta.

Esta anomalía anacrónica, sabiamente dosificada por las instituciones del Estado, hace que se proyecte a los pobres muertos del pasado en el gran escenario del presente. Pirueta, triple salto mortal y reaparecen.

Vivimos en un manicomio intelectual. En una permanente dinámica autodestructiva. Cuando una política se sustenta en el rencor institucional, la descomposición social es asombrosamente rápida.

Lo moralmente repudiable es la tentación de retornar a lo elemental: a los odios organizados. Una nación que está sempiternamente replanteando la legitimidad de sus instituciones es un estado enfermo con muy mala cura.

El pasado ha sido siempre y en todos los tiempos una inmensa herencia en litigio.

Y los vivos se aporrean con cadáveres desde la noche de los tiempos modernos.

A mí lo que me preocupa es la absoluta indefensión de los muertos. Alguien se tiene que hacer cargo de todos ellos. Tan vapuleados por los intereses variables. Y, qué quieren que les diga, a mí me interesan más que los vivos. Hablo bastante más con ellos que con cualquiera. Y hay que tratarlos con prudencia.

Aprendí que no se puede invadir su territorio tabicado de silencio para darles un puntapié simbólico y lanzarlos de nuevo al gran escenario del presente. Todos vivieron en un contexto muy marcado, que hoy está fuera de nuestras vidas. No murieron para ser portadas de telediario ni para contribuir a la propaganda hagiográfica de individuos millonarios y vanidosos. Murieron, algunos por convicciones; muchos otros, sin saber por qué. Así es una guerra civil. Y me atrevería a afirmar que todos "murieron simplemente revestidos con el traje de la dignidad", como escribió Romain Gary.

Hay que proteger a los muertos de los vivos, si se me permite decirlo así. No pueden defenderse. Pues parece bastante imprudente someterlos a un trasiego infinito entre espejismos de presencia/ausencia. Lorca.

Los hombres siempre han necesitado recreaciones simbólicas, gestos para el recogimiento, agradecimientos institucionales para ordenar afectivamente la memoria de su siglo. Imre Kertész desdibujó, como superviviente de los campos de exterminio, la línea tenue, frágil, casi transparente, por la cual transita el Lázaro redivivo y que le separa, de forma irremediable, de los que no vieron los ojos de la Gorgona. Por ello, apuntó que una narración excesiva del Holocausto por parte de quienes no lo vivieron hiere su propio dolor. Y lo anula. "Se inicia la estilización que hoy en día adquiere dimensiones insoportables". Algo así como la fagocitación del dolor del otro. "Que no me quiten mi dolor, pues es mío". Jean Améry hablará de resentimiento reactivo, frente a la tiranía de la memoria y del perdón.

Y en estos días quieren poner palabras a aquellos que callaron hace más de setenta años. Sus actos, por muy ínfimos, anónimos y lejanos que nos parezcan, nos dicen mucho más que cualquier retórica anacrónica que pretenda "visibilizarlos" (sic).

Hay palabras sobrecogedoramente feas que sirven para todos los registros. Forman parte de la lengua muerta de los vivos, que decía el maestro Samuel Beckett. Esa lengua muerta, hueca, es la más locuaz hoy en día. Son los discursos tabulados que se hacen detrás de un atril.

En cualquier caso, después de tantos libros, de tantos análisis, de tantos esfuerzos, de tanta lucha interna por frenar las huellas del desasosiego, inevitable, para quien haya vivido entre tantas las vidas rotas, constato con asombro que ni la racionalidad cartesiana ni la desafección estoica han servido para algo. Pero se equivocan los que creen que la gran mayoría de los hijos y nietos de los triturados por la guerra, de una fosa y de otra, incluyendo a aquellos que perdieron años de vida, cuando no la vida misma, durante el franquismo, participan de este repunte de autodestrucción.

Estar del lado silente de los muertos es estar cerca del historiador. En el pequeño ensayo de Roland Barthes dedicado a Jules Michelet leo: "El historiador es precisamente el mago que retoma de los muertos sus actos, sus sufrimientos, sus sacrificios".

El historiador halla razones donde hubo antes pasiones. Es el que traza la sinuosidad trágica de las ideologías, el encumbramiento y la caída de los hombres.

Es el que permite "anudar la gran fraternidad de los muertos".

De fraternidad, nada de nada.

"¡No pasarán!". Fueron palabras sagradas para la defensa de Madrid. Los milicianos republicanos, que aún no se habían constituido en ejército regular, las gritaban mientras cortaban las calles del barrio de Argüelles con sacos y colchones, a modo de barricadas. El propio Gobierno republicano tuvo tan poca fe en los esfuerzos de la ciudad, que decidió emprender viaje a Valencia unos días antes, dejando la capital en manos de la Junta de Defensa.

Oír el "¡No pasarán esta vez!" en el 2010, en un Madrid luminoso y moderno, me produjo, no hay que ocultarlo, un sonrojo añadido a un viejo dolor. Una mezcla de pudor y piedad por aquellos muertos de hace más de 74 años. Y una eterna pregunta: ¿quién se lleva los derechos de autor de tanto dolor?

La Ley de Amnistía de 1977 obligó a que se escondiesen, en el silencio de sus tumbas, los muertos algo embarazosos por sus convicciones comunistas demasiado evidentes. No era hora para enfrentamientos. Cambio de banderitas y chitón. La Ley de Memoria Histórica de 2005 seleccionó a sus muertos. Basta con leer el texto y fijarse en las fechas. La iniciativa del juez Garzón inicia otro cambio de rumbo para los pobres muertos: los que fueron ocultados por la Amnistía del 77, los indeseados de la Transición, son regurgitados ahora a la superficie, ¿por qué?

Carrillo, el 20 de abril de 2010: Fraga, al que he considerado un adversario político toda mi vida, me inspira más tranquilidad que Rajoy.

Las leyes españolas de hoy amparan a las familias que buscan a sus desaparecidos. Enterrar, dar una sepultura real o simbólica, escriturar en la lápida un nombre y una fecha, porque todo hombre necesita de un nombre para vivir y para morir. Eso es lo esencial. Tan esencial, como que muchos no renunciaron a enterrar a los suyos –y soy testigo de ello– sin el paraguas de la legalidad democrática y rodeados de policías secretas.

Paul Nizan, antes de morir en las costas normandas en 1940, lanzaba una pregunta a sus camaradas, de los que se apartó tras el pacto germano-soviético del 39: ¿creéis que se puede vivir con un cementerio como maternidad?

Ya me dirán.

Carmen Grimau

http://revista.libertaddigital.com

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