domingo, 9 de maio de 2010

Tesoros y enigmas que descansan en el fondo del «gran lago español»

Mapa del archipiélago Juan Fernández, en la costa oeste del Pacífico.


El Océano Pacífico, conocido en su día como «el gran lago español», acoge en sus aguas algunos tesoros y enigmas que muy pocos han logrado desvelar. Desde un suntuoso tesoro escondido en el féretro del marino Domingo de Bonechea en Tahití hasta el oro sumergido en las islas Juan Fernández, recientemente devastadas por el tsunami en Chile.

Desde el día de 1513 en que Vasco Núñez de Balboa cayó de rodillas emocionado ante el maravilloso espectáculo del vasto mar que acababa de descubrir, hasta los últimos de Filipinas, sobre las aguas del océano Pacífico, los españoles han escrito bellísimas páginas de su historia y han dejado también algunos misterios que, aunque hoy apenas tengan repercusión en nuestro país, siguen representando un reto apasionante para los historiadores de aquella parte del mundo que un día fue conocida como el Gran Lago Español.

En 1929 un capitán francés descubrió en Amanu, pequeña isla de las Tuamotu en el Pacífico occidental, cuatro cañones de bronce cuyas inscripciones son completamente ilegibles. No hay duda de que dichos cañones pertenecieron a un barco que encalló en la isla y al que liberaron del peso de su artillería para que pudiera volver a navegar. Está documentado el naufragio en la isla en 1826 del navío inglés Hércules. Los cañones podrían ser suyos.

Pero hay otra posibilidad. En 1526, la San Lesmes, una de las carabelas de García de Loaysa que acababan de cruzar al Pacífico por el paso de Magallanes, perdió de vista al resto de la expedición debido a un fuerte temporal y nunca más se supo de ella. A bordo navegaban unos sesenta hombres, la mayoría gallegos.


Buscando las Molucas, muchos historiadores creen que pudieron embarrancar en Amanu y aligerar peso arrojando los cañones por la borda y, aunque muy dañada, la carabela habría llegado a Anaa. En ambos lugares, los nativos mantienen una tradición oral que asegura que sus habitantes descienden de los marineros de un navío español naufragado hace siglos.


Cuando Fernández de Quirós en 1606 y Cook en 1769 alcanzaron las islas, encontraron individuos de cabellos rubios y piel y ojos claros que adoraban al dios Oro, explicaban la creación del mundo según el Génesis y se referían confusamente al concepto de la Santísima Trinidad. Eran los únicos nativos de aquellos archipiélagos que saludaban agitando las manos, tripulaban botes con velas latinas y levantaban construcciones similares al hórreo.

En 1774 la expedición de Domingo de Bonechea encontró en Anaa una cruz como las que utilizaban los marinos españoles para trasmitirse mensajes en botijas selladas a los pies de las cruces. Un ciclón a finales del siglo XIX asoló la isla y no dejó supervivientes. Si la madera de la cruz era resistente todavía podría encontrarse y en sus alrededores, sellada y con algún inquietante mensaje en su interior, podríamos llegar a conocer la solución al misterio de la San Lesmes.

Con su muerte en Tautira (Tahiti) pocos años después, Bonechea nos legó el mayor de los misterios de aquellas aguas, pues una leyenda muy extendida en el Pacífico asegura que los españoles escondieron en su féretro un fabuloso tesoro.


Con respecto a este marino de Guetaria hay dos posturas: la que sostiene que los indios profanaron su tumba en busca de la tela de su sudario y los clavos del ataúd, para ellos una fortuna, y los que afirman que el tesoro existe y espera la localización de la tumba para volver a brillar. Como si los viejos dioses polinesios quisieran mantener el respeto a los muertos, en 1906 un tsunami azotó la isla borrando cualquier referencia del enterramiento.

Verdad o leyenda, han sido muchos los que han buscado el tesoro. En 1908 Glanvill Corney encontró una gran losa que pudo cubrir la tumba del marino vasco, pero la enorme ola la había desplazado de su posición original. Veinte años después el comandante francés Lidin levantó el terreno donde había estado la misión española, pero no encontró los restos de Bonechea.

En 1926, Anthony Brambidge, famoso abogado de Tahití, invirtió toda su fortuna en la localización de la tumba cuya posición exacta, dijo, le había confiado el brujo Tahua. El abogado contrató medio centenar de peones que bajo la dirección del hechicero cavaron un agujero gigantesco, atravesando capas de aguas subterráneas y un inmenso muro de coral bajo el cual, aseguraba Tahua, se encontraba el tesoro. Tampoco encontraron nada.

En 1995, los historiadores Ibarrola y Mellén, estudiosos de la vida y muerte de Bonechea, coincidieron al señalar en una conferencia en Tahití que el explorador de Guetaria murió y fue enterrado con su uniforme, bastón y sable. Para ellos no hay otro tesoro, aunque aseguran que la tumba podría hallarse utilizando técnicas modernas. Hace pocos años, aprovechando un viaje a la zona, Carlos Arguiñano descorchó en Tautira unas botellas de Txacolí para brindar por el eterno secreto de su paisano.

En la parte del Pacífico oriental, encontramos el archipiélago que debe su nombre al capitán Juan Fernández, un marino de Cartagena que se alejó de la costa para buscar una ruta que evitara la corriente Humboldt, acortando el tránsito de El Callao a Valparaíso de seis meses a sólo uno.

Las dos islas principales son conocidas hoy como “Robinsón Crusoe” y “Alejandro Selkirk”, esta segunda en alusión al marino escocés abandonado allí a su suerte durante cinco años y en cuya experiencia se basó Daniel Defoe para su obra más universal. Lamentablemente el archipiélago sufrió la embestida de olas muy destructivas como consecuencia del terremoto que asoló Chile recientemente, con graves pérdidas materiales y de vidas humanas.

En 2005 también le llegó a las islas de Juan Fernández la fiebre de los tesoros, pues fue noticia en todo el mundo cuando se dijo que un robot submarino había encontrado el del marino cartagenero, consistente en 600 barriles conteniendo monedas de oro que la empresa Wagner, propietaria del ingenio submarino, pretendía sacar a la venta junto a otros hallazgos tan extravagantes como los Doce Anillos Papales, la llave del Muro de las lamentaciones o el collar de la esposa de Atahualpa Yupanqui…

Reales o figurados sus tesoros, descansen en paz Fernández y Bonechea y tantos otros españoles que dejaron sus hogares para buscar fortuna en un mar lejano y hostil del que nunca regresaron. Mientras tanto, los enigmas del “Gran Lago Español” resisten el paso del tiempo y mantienen impenetrable la bruma de su misterio. Que sea por mucho tiempo...

Luis Mollá

www.larazon.es

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