sábado, 1 de maio de 2010

La Plaza de Campmany

El lunes que viene, este lunes, a las doce y media de la mañana, inaugura el alcalde de Madrid -a quien desde aquí doy las gracias- la plaza que llevará el nombre de mi padre. Tengo sentimientos opuestos, mixed feelings, que dirían los ingleses para referirse a esa mezcla de sorpresa, incredulidad, orgullo, nostalgia, tristeza, decepción, angustia, euforia, satisfacción, nerviosismo -y todo, todo lo dulce y lo amargo que ustedes quieran meter en este saco- que uno siente ante un homenaje póstumo.

Se me ensancha el corazón al pensar que mi padre, mi padre dulce como la miel de sus manos y lúcido como las chispas de sus ojos, va a tener en Madrid, capital de su historia, una plaza. Pero cambiaría cada losa, cada ruido, cada minuto de esa nueva glorieta por una sola respiración, por un solo latido, por una palabra, por una tierna caricia, y hasta por un capricho, por un cansancio, por un reproche, por un grifo abierto, por un crujido de seda, por un beso redondo, nuevo, todavía firme y sanguíneo, de mi padre.

Hay plazas donde uno casi se muere, como ésa de Aguascalientes que ha estado a punto de matar a un torero, y otras donde uno casi «se vive», o revive, o convive, como ésta que una ciudad le da a Jaime Campmany para que el tiempo le nombre, y la gente se vaya, pero algo quede. No creía mucho, mi padre, en la inmortalidad. Sólo ansiaba quedarse en el recuerdo fiel de sus amigos. Y ahora va a resultar que no puede morirse. Creo que la plaza es ancha. Ancha y hermosa, padre. Tan ancha como el cielo y el vacío.

Laura Campmany

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